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viernes, 28 de enero de 2022

LA VENA POÉTICA DEL TOREO

 Por Santi Ortiz

Se me enredan los versos y los lances, las estrofas y las tandas de muleta, y el poema de la bravura y el valor compone su ritmo y su cadencia en concordancia con ese milagro llamado temple, que nos llegó de manos belmontinas. Mas, por encima de la técnica del arte de la lidia, por encima de la valentía, el toreo se amasa en un misterio insondable y oscuro del que participan sólo algunos toreros. Son hombres especiales, nimbados por un aura mágica, capaces de reinventar la exigente sintaxis de la lidia elevándola o hundiéndola en parajes secretos donde deambulan con naturalidad milagros y prodigios.

¿Acaso no nos sirve Belmonte el toreo en una copa de romanticismo para que lo apuremos y paladeemos junto con la aventura de la noche? Sí, allá en aquel prado bravío donde la luna asiste a las locuras que los redondos soles de la plaza transformarán en el apoteósico tumulto de enfebrecidas muchedumbres.

¿De qué hechizo se valió Curro Puya para domar al tiempo de manera que el vendaval se transformara en brisa dilatando, verónica a verónica, la duración de todos los instantes?

¿No nos lleva del brazo Manolete por los cipreses de una tauromaquia que hermana el estoicismo senequista con la mística espiritual del Greco?

¿Y El Cordobés? ¿No encierra en su primitivismo mitológico la metáfora de la grandeza humana, sometiendo a los toros hasta llevarlos al punto de la hipnosis?

¿Qué prestidigitación de geometrías consiguió llevar a cabo Paco Ojeda para transmutar la ligazón del muletazo en un uróboro; esto es: convirtiendo, con su “toreo de ochos”, la embestida sometida del toro en una serpiente que se muerde la cola?

¿Dónde tiene el corazón José Tomás? ¿En qué recóndita mazmorra de su mente encerró el instinto de conservación para mostrarse tan imperturbable ante los amagos, parones y extraños con que lo ponen a prueba los bureles? ¿Dónde adquirió la seda que le permitió convertir el toreo en caricia?

No cabe duda de que en los arcanos de todo este simbolismo arde una antropología que nos remonta a esas raíces originarias de lo humano, a esas fuentes de creatividad, en las que palpita una genuina vena poética. La vena poética del toreo. La que surcan las musas para cabalgar sobre las ondas de la inspiración y nutrir de talento a los poetas. Porque no cabe duda de que el toreo tiene sus rapsodas, de la misma forma que la poesía tiene sus toreros literarios: esos que recorren las sendas del misterio superando el hecho heroico de jugarse la vida ante las astas para abrirnos las puertas de un territorio mágico y desconocido donde la tauromaquia alcanza una dimensión nueva.

Atrás quedaron la lógica y las ciencias exactas y las figuras de los silogismos. No pudieron traspasar las cancelas de la certeza, la diáfana celosía de los razonamientos. En las muertes que estos toreros llevan cosidas en el alma, no concurren más que conjeturas, presentimientos, intuiciones fugaces y oportunas, necesarias para evitar caer en el abismo que los toros tienden con su letal instinto. La vida se respira más profundamente donde empieza el peligro. Y el temor se agazapa dispuesto a saltar sobre su víctima a la menor quiebra de entereza. Pero en medio de tanta incertidumbre, a veces, el mundo de la magia abre sus puertas permitiendo que el carro de fuego de la inspiración inunde el sentimiento de estos hombres capaces de crear, con el concurso del toro, poemas inefables de infinita belleza o de una sublimidad digna de héroes; poemas que encuentran especular imagen en la versificación de los poetas, convirtiendo la tauromaquia en alimento de la literatura.

Daría para toda una enciclopedia enumerar las plumas que han volcado su estro poético sobre la fiesta de los toros y sus protagonistas, pero ciñéndonos al exiguo espacio de este artículo, haré desfilar por la pasarela de la remembranza un ápice de plumas ilustres que me dejaron clavadas en el corazón y la memoria la impronta de sus versos.

Hay versos que son hijos del dolor de la muerte, como los que componen la tetralogía de la mejor elegía –que me perdone Jorge Manrique– escrita en lengua castellana: la que le dedicó Federico García Lorca a su admirado amigo Ignacio Sánchez Mejías. En su Llanto queda recogido el doliente paisaje que nos conduce de su cogida y muerte hasta el raso donde se destroza su recuerdo devorado por la inclemencia imparable del reloj de arena. De él, voy a entresacar sólo dos versos que me ciñen desde hace muchos años a la obligación que tengo como hombre de mirar frente a frente al destino; dos versos que me siguen sirviendo de brújula para no perderle la cara a la vida, sobre todo cuando vienen mal dadas. Pertenecen al tercer poema de la elegía, titulado Cuerpo presente y dicen así:

No quiero que le tapen la cara con pañuelos

para que se acostumbre con la muerte que lleva

Me han ayudado muchas veces a no extraviarme, a comprender que con la vida es preciso echarse la muleta a la izquierda, clavar las zapatillas en la arena y aguantar con firmeza la embestida que disponga el destino. Y hacerlo con señorío y elegancia, que eso también me lo enseñó el toreo.

        *

Hay otros que reflejan el luto de todo un pueblo ante la herida dejada por el héroe caído, así los que recoge Fernando Villalón en sus Romances del 800, recreando el multitudinario entierro de Manuel García, El Espartero:

Negras gualdrapas llevaban

los ocho caballos negros;

negros son sus atalajes

y negros son sus plumeros.

De negro los mayorales

y en la fusta un lazo negro.

                                                          *

En la última estrofa que el poeta valenciano Rafael Duyos escribió para el epitafio que puede leerse en la tumba de Manolete, queda constatación de ese acto final, que fija el lugar que habría de ocupar en la historia el Califa de Córdoba:

Su apodo, Manolete. “Islero”, el de la fiera.

La fecha de un agosto. La plaza, de Linares.

Manuel Rodríguez Sánchez resurrección espera.

¡Un aire de leyenda lo llora en mil cantares!

                                                         *

Es cierto que construir mitos es una necesidad del hombre –¡qué lejos de esto queda la animalidad!–, como lo es que recordarlos en su propia creación es una obligación del poeta. Valga de ejemplo la exuberante Oda a Belmonte, de Gerardo Diego, que nos lleva por la lunaria noche de Tablada donde surge “un dios chaval pisando en el arena” para enfrentarse de manera furtiva a “las moles prietas, grávidas, lustradas” que de vigor rebosan, bajo el ojo de búho de la luna “presidenta en su baranda”, para seguir por la senda cabal de sus hazañas con el sol de la tarde presidiendo ante un gentío sustituto de estrellas, que asiste a un toreo nuevo al que aquel dios chaval pone su nombre:

Esa redonda conjunción que acaso

no repita ya el cosmos, tiene nombre:

El pase natural en cielo raso.

Y ese trágico, estrecho

eclipse, pase de pecho,

y ese curvo cometa, molinete,

y ese rayo, estocada.

Tinta la mano en sangre. Y de la nada

por volver a su ser cada ser puja.

Colérica la plaza se dibuja

y millares de palmas baten palmas

y las gargantas crecen

y se hinchan y enfierecen

las sílabas del nombre de Belmonte.

*

Hay cosas que sólo pueden intuirse, pero debe existir alguna conexión entre el duende gitano y el planeta de la mitología. Ambos mundos parecen desplegar una correspondencia onírica donde los dioses, en el caso del torero gitano, parecen descender a las muñecas, a los pulsos del artista, mientras éste se eleva a los bronces de la inmortalidad. De los dos hay en esa maravilla en que el gitano –léase Curro Puya o Cagancho, por citar dos de los más emblemáticos– convierte la verónica, a la que el poeta anterior puso su eco en el poema que retrata su tuétano:

Lenta, olorosa, redonda,

la flor de la maravilla

se abre cada vez más honda

y se encierra en su semilla.

Cómo huele a abril y a mayo

ese barrido desmayo,

esa playa de desgana,

ese gozo, esa tristeza,

esa rítmica pereza,

campana del sur, campana.

*

También Gerardo Diego supo meterse en el ADN de la heterodoxia y buscó esclarecer en versos a Manuel Benítez, El Cordobés, aquel hijo de la miseria que consiguió ponerse al mundo por montera conduciendo a los toros al punto surrealista de lo hipnótico, pese a ser discutido por tirios y troyanos, excepto en dos cuestiones: sus gónadas y su arrolladora personalidad. Los versos que aquí aparecen constituyen un fragmento del poema El Cordobés dilucidado:

Él es rural y tónico y sonoro.

Bendito sea El Cordobés de oro

y sus salidas por Übeda cerrera

y cuando sale el sol por Antequera.

El Cordobés hereje

excomulgado sin concilio exprés

por su tejemaneje

y porque suma: dos y dos son tres.

*

Sin bombín ni guitarra, ciñéndose esta vez solamente a la pluma, el cantautor Joaquín Sabina vistió de Purísima y Oro a un torero con el que no cabe confundir el ruido con las nueces; un torero adepto a la pureza y la liturgia, que se queda más quieto que una estatua y acaricia el toreo hasta elevarlo a las máximas cotas de la historia. Hablo del torero más grande que yo he visto en mi vida. Se llama José Tomás:

De purísima y oro concebido,

prófugo de la muerte y el olvido,

sangre sabia, pasión por soleares,

corazón repartido en alamares,

sacerdote de un rito milenario

que incendia la razón y el calendario

porque, si en San Isidro no torea,

el Cossío parece una capea.

*

Y en capea degeneraría este escrito si nos olvidásemos de traer a esta minúscula miniatura de antología poética al otro protagonista de la Fiesta: ¡el toro! Para cantar a la naturaleza de este tótem viviente, nada mejor que zambullirnos en los versos que Carlos Murciano derrama en su hermoso poema, titulado Toro en el campo:

El toro mira al horizonte, lejos,

por cima de los ágaves, cornea

levemente la brisa, busca el sitio

exacto donde duerme cada noche

su larga pena, su clamor de muerte,

su bramido de siglos. Todavía

duele su negro bulto. Al fin, se echa

sobre la tierra blanda. Un reburdeo

se oye distante, crece, acosa, empuja,

cesa después. Y el macho poderoso

se hace noche total, luna creciente.

*

A esa bravura, eleva un himno el poeta almeriense Julio Alfredo Egea contemplándola ya sobre la arena:

Ya estás, toro, en la plaza, cumbre de plenitudes,

violento florecer del músculo y la gloria.

Inteligencia y arte regulan tu embestida

y la cintura es puente para que pase el miedo.

Salve, toro de lidia, aunque la muerte sea

el precipicio abierto a tu noble arrancada,

tu sangre es necesario que nos riegue esta tierra

para que permanezca su viril calentura.

*

El toro en el campo. El toro en la plaza. Pero no agota aquí nuestro totémico y genésico animal, milenario compañero del hombre ibérico, todo su simbolismo. Ahora, que tantos peligros nos acechan, que tantos enemigos nos atacan pretendiendo destruir el planeta taurino, que tan necesario es dar una respuesta contundente y firme, toma actualidad nueva aquella alegoría de Miguel Hernández, recogida en su obra El hombre acecha bajo el título de Llamo al toro de España:

Alza, toro de España: levántate, despierta.

Despiértate del todo, toro de negra espuma,

que respiras la luz y rezumas la sombra,

y concentras los mares bajo tu piel cerrada.

]…[

Toro en la primavera más toro que otras veces,

en España más toro, toro, que en otras partes.

Más cálido que nunca, más volcánico, toro,

que irradias, que iluminas al fuego, yérguete.

]…[

Despierta, toro: esgrime, desencadena, víbrate.

Levanta, toro: truena, toro, abalánzate.

Atorbellínate, toro: revuélvete.

Sálvate, denso toro de emoción y de España.

Sálvate.

Cada uno en su lugar, de nosotros depende.

1 comentario:

Coronel Chingon dijo...


¡Que bien manejas la pluma! El de hoy es uno de los articulos más bonitos que has publicado. Enhorabuena.