El toreo y la bravura evolucionan al unísono. Cada época tiene su torero y su toro, que parecen hechos el uno para el otro. Antes de Belmonte, el toro carecía de fijeza y su embestida solo llegaba al embroque, luego salía del lance y del pase estampillado, con la cara por las nubes. Pero el trianero había descubierto, en las noches de Tablada, que la embestida de ese toro llevaba escondido un tercer tiempo, el que va del embroque al remate. Lo mostró en los ruedos y demostró que para torear la embestida completa había que parar, templar y mandar. Su hallazgo convulsionó a la tauromaquia, fue como un terremoto y con justeza le apodaron “Terremoto”.
A partir de entonces, los toreros pararon, templaron y mandaron.
Y cuando, tras la nueva pauta belmontina, los ganaderos acrecentaron la bravura de modo que no se extinguiera en un solo pase, Chicuelo los ligó en redondo. Más tarde, Manolete hizo uso del toreo ligado para estructurar la faena en series. Y los toreros ligaron esas embestidas repetidas mediante el aguante, quedándose en el terreno del toro, como lo hacía el Monstruo, o citando de lejos para provocar una larga inercia. Fueron años prodigiosos. Luis Miguel y Ordóñez, Camino y El Viti ligaron embestidas completas a embestidas completas. Después, cuando se impuso el cuatreño con más romana y menos movilidad, los toreros se cruzaron más en el cite y extremaron su mando con el fin de obtener viajes más completos de toros que no en muchas ocasiones metían la cara de verdad, ligando tandas muy intensas pero mas cortas. Entonces empezó a convivir la faena manoletista, cerrada, con la faena abierta, de preguntas al toro, respuestas de este, un híbrido con la manera de la faena de muleta practicada en los años 30, la que pedía el toro anterior a la guerra civil.
El toro de nuestro tiempo, de superior bravura, no siempre manifestada porque su embestida debe superar dos handicaps,un sobrepeso antinatural y un lamentable castigo en varas, y que si ha sido bien lidiado se emplea con una fijeza absoluta, un viaje largo y una humillación antes inusitada, ofrece unas virtudes que atemperadas por los condicionamientos mencionados, restan emoción al toreo. Son muchas las suertes de capa y muleta geométricamente bien ejecutadas que se presencian en silencio sin que brote un solo ole. Y esta anomalía se repite una tarde tras otra porque los lances y los pases, despegados, faltos de compromiso, no lo merecen.
Pero este toro, generalmente bravo, no tiene la culpa de que la emoción haya huido del ruedo. La culpa es del común de los toreros, que suelen mostrarse tan técnicos como conservadores. Hoy no se prodiga la espantá ni el jipío, pero si torean en Bilbao se pasan el toro por Antequera. Y es que el toro de hoy pide entrega y más temple. Una entrega equiparable a su fijeza y entrega, porque solo se templa la bravura. Nadie puede templar el derrote, solo la embestida se puede templarse. Lo exige el toro de nuestro tiempo, bravo, fijo, que responde al toque como un calibre de alta precisión y regala embestidas largas como ríos, codiciosas, imantadas al engaño. Su bravura estaba esperando el torero que lo templase, que acoplara su velocidad al toreo despacioso, irreal, forjador del ole, restaurador de la más cabal emoción del toreo.
Por fortuna, ese torero ha llegado. Y no es uno, sino varios toreros. El aldabonazo inicial lo han dado tres diestros, Juan Ortega, Pablo Aguado y Tomás Rufo.
Por eso mismo son la generación del temple.
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