El triunfo del torero, saliendo a hombros de los aficionados por la puerta grande, es la expresión de júbilo más antigua de nuestra historia contemporánea, y concentra en un solo acto muchas de las cualidades que han adornado desde siempre la fiesta de los toros: la superación, la entrega, la admiración y la recompensa. En ningún arte se da esa identificación, tan de la raíz del pueblo, entre la obra recreada por el artista y la asimilación ensimismada de quien la contempla.
Esa imagen del torero convertido en héroe popular tras vencer a la muerte, representada por el negro toro en la arena, sigue siendo hoy, pese a todo, la manifestación más potente del éxito.
Pero hay en el triunfo de José Antonio Morante de la Puebla la otra tarde en la corrida de la Beneficencia, algo que la distingue de otras salidas por la puerta grande, aunque todas tengan su mérito. Y es que hay en el toreo de Morante algo de intemporal que no encontramos en otros toreros, como si su maestría no estuviera acotada a un tiempo concreto, y a una tauromaquia definida. Uno ve a Morante allí delante, vestido de azabache como los toreros de arte de nuestra juventud, con toda su debilidad de hombre a cuestas, y de repente irrumpe como un ensalmo toda la historia del toreo al mismo tiempo, como si en su atormentada figura se fundieran el galleo de Joselito, el sueño de una noche de luna de Belmonte, el valor sereno de Manolete o el recorte sevillano de Pepe Luis o Chicuelo. Es esa sublimación del arte de torear por encima de las tendencias lo que despierta la admiración de tantos, al punto de desbordar la alegría hasta llevarlo en procesión como un santo laico cortando las calles para escarnio de este Madrid descreído de nuestros días.
Si hasta ahora los llamados toreros de arte flaqueaban en la técnica, y no digamos en el valor, con Morante cambió el paradigma. Aquella torería exquisita que destacaba sobre todo en el toreo accidental de sus comienzos, ha sido acompañada con una técnica depurada que le permite hacer faena incluso en los momentos más insospechados, y un valor seco que le permite poderle a muchos toros. Todo eso, y un conocimiento de la Fiesta y de su historia poco común, ha propiciado esta revelación del toreo en toda su expresión justamente el día de Pentecostés, como un signo de esperanza para los aficionados.
Por Eduardo Osborne
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