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domingo, 13 de diciembre de 2020

LAS BODAS DE PLATA DE UN TORERO MÍTICO

 


Por Santi Ortiz

Veinticinco años ya. Y todavía parece que estoy escuchando a Federico Arnás retransmitiendo en diferido, desde la plaza México, la corrida del doctorado de José Tomás, hasta entonces un novillero que, de la mano del inolvidable Antonio Corbacho, había emigrado un año antes al país azteca huyendo de la moda, impuesta en España por los ponedores, de tener que pagar por torear. Yo ya lo había visto, antes de que partiera, en dos novilladas que televisó Antena 3 desde Benidorm, y, sin que su triunfo fuera grande, despertó en mí el mismo interés que me hace grabar en la memoria la advertencia “a éste hay que seguirlo”, cada vez que veo a un chaval que me transmite cosas fuera de lo corriente.

Ya de vuelta a España tras su aventura mexicana, y apoderado por Emilio Miranda y Santiago López, mi interés se vio satisfecho la tarde de su debut en Las Ventas, donde no sólo abrió la Puerta Grande, sino que volvió a apuntar unas formas y un fondo que lo proyectaban hacia esas cotas que únicamente pueden alcanzar los elegidos, siempre que la voluntad no se tuerza, el toro los respete y la suerte los acompañe. De ahí mi ilusión de ver su repetición capitalina en aquella Feria de Otoño de 1995 y mi frustración cuando, en el recibo de capa a su primer novillo, fue brutalmente entrampillado y conducido inconsciente a la enfermería de la que no volvió a salir.


De las 50 novilladas que toreó en España aquel año, José Tomás había salido con muy buen ambiente, insuficiente, sin embargo, para tomar una alternativa de campanillas. Y como el torero estaba cuajado para dar el salto al escalafón superior, se pensó en la propuesta hecha por el empresario Rafael Herrerías para que se doctorara en el coso de Insurgentes. Las conversaciones llegaron a buen término y el novillero de Galapagar, tremendamente ilusionado por alternativarse en México, firmó el contrato para hacer el paseíllo el 10 de diciembre de aquel año 95. Una semana antes, en una plaza tan ligada a su vida, su gloria y su tragedia, como la de Aguascalientes, José Tomás se despedía de novillero cortándole las orejas a un utrero de Fermín Rivera.


Aunque en un principio se pensó en David Silveti como padrino del
doctorado, su crónica lesión de rodilla se lo impidió, ocupando su puesto el hidalguense Jorge Gutiérrez, mientras Manolo Mejía ejercía de testigo de la ceremonia. El ganado anunciado era de Xajay. La corrida salió mala; en particular, el lote bronco y manso de José Tomás, que dio la vuelta al ruedo en su primero y sufrió una cornada del remiendo de Teófilo Gómez, que cerraba plaza, del que se le pidió la oreja. El toricantano estuvo muy por encima de “Mariachi” y “Fifís” y dejó muchas ganas de volverlo a ver.

De aquí arranca una historia amasada con pureza, personalidad, valor, sangre, libertad, exigencia, clasicismo, honradez y afición, para conseguir como producto final la quintaesencia de la excepcionalidad. Contadísimos son los toreros que, a lo largo y ancho de la historia, pueden presumir de lucir en tan alto grado su prodigiosa vitola. De ahí que José Tomás haya conseguido traspasar –¡estando aún vivo!– los límites de la historia, para instalarse en las elevadas cumbres de la mitología.


Gozar de los aires puros y fríos de tales alturas, sin más compañeros que la soledad y el silencio –espejos donde contemplar cada día su talla moral–, sólo les es dado a las escasas y eximias singularidades que muy de tarde en tarde aparecen fulgurantes para iluminar, no ya los predios del toreo, sino los inmensos dominios del hombre.

¿Cómo ha conseguido La Estatua de Galapagar elevarse a esas cimas? Ni más ni menos que cumpliendo de manera insobornable y hasta sus últimas consecuencias todos los atributos a los que he hecho referencia; atributos que no pueden ser tratados como compartimentos estancos, sino en una indisoluble interacción; por ejemplo: no se puede hablar de la personalidad de José Tomás como algo ajeno a su valor, a su pureza y demás elementos que la configuran. No obstante, con objeto de analizar, aunque sucintamente, cada uno de dichos atributos, voy a tratarlos separadamente en aras de una mayor claridad.

La pureza viene a ser una consecuencia de la concordancia del torero consigo
mismo; esto es: del acuerdo entre su forma de sentir y de expresar el toreo. Dentro de que el arte de torear no es un recetario y la condición del toro influye en la manera de plantearle la lidia, siempre hay un concepto, una forma idealizada que el torero persigue expresar. Ser fiel a ella, a ese concepto, sin apoyarse en triquiñuelas ni ventajismos, es lo que otorga pureza a su quehacer, y en eso ninguno como el torero de Galapagar.

La personalidad, como antes apuntaba, es el resultado de muchos elementos que se van sumando para dar un estilo propio y unas pautas personales de comportamiento en el ruedo y fuera de él. La de José Tomás es acusadísima.

El valor es de las cualidades cuya base no se aprende ni se adquiere. Se podrá estirar o encoger según el estado anímico por el que atraviese el hombre de luces, pero siempre desde una plataforma de valentía que es tan innata como el color de los ojos o la huella dactilar. En el caso de La Estatua su valor es superlativo, cimentado en la quietud, el aguante y una lúcida osadía. Yo no he alcanzado a ver otro torero con un valor igual al suyo y eso que los he visto valentísimos, como Pablo Gómez Terrón, Litri, Chamaco, El Cordobés, Dámaso González, Paco Ojeda o Roca Rey.


La sangre es el tributo que paga el toreo –los toreros– para ser ético,
para tener autoridad moral de dar muerte al toro. La de José Tomás ha sido derramada con pródiga generosidad. La pureza y la verdad de su toreo le han exigido pagar un alto precio y lo ha satisfecho con la naturalidad de los héroes. Los toros le han pegado muy fuerte; de hecho, las de Autlán de la Grana, en febrero del 96, por un toro de Begoña, y la de Aguascalientes, por el célebre “Navegante”, de Garfias, en abril de 2010, fueron dos cornadones que lo pusieron en la misma linde del mundo de los muertos. Sin embargo, salió de éstas y de todas las demás –la prueba más fehaciente de su inmenso valor– como si se las hubieran pegado a otro, pues volvió al peligro de las astas con el mismo sitio, la misma verdad y la misma decisión que si no las hubiera sufrido.

 


La libertad es una conquista del hombre, no una concesión que le viene
otorgada. El torero galapagueño ha conseguido la suya a base de buscarla con ahínco ante el toro y fuera de él. Ante el toro, porque con sus triunfos y la categoría alcanzada ha conseguido torear lo que quiere, cuando quiere, donde quiere y en las condiciones contractuales que le han parecido oportunas, cosa que, como es persona sensata y de espíritu generoso, no lo ha llevado al abuso ni a excederse con nadie. Y fuera de él, porque no se ha dejado “comprar” con halagos ni rendir con exigencias. Dijo no a la televisión, cuando el mantra era “quien no sale en la televisión no existe” y parece que el tiempo le ha dado la razón, porque él, desde su lejanía y su mutismo, sigue más vivo que nunca sin necesidad alguna de aparecer en los medios.

Su exigencia nace de la verdad con que afronta la lidia y es hermana de su valor y su pureza. Él sabe que en el papel que se ha propuesto desempeñar en el toreo no cabe defraudar al público, al seguidor, al aficionado. Pero mucho menos defraudarse a sí mismo. Ello le exige en cada corrida, en cada toro, satisfacer un deber casi imposible de cumplir, que, sin embargo, él logra cada vez que se viste de luces: estar a la altura de los sueños. Ni más ni menos. Por eso es quien es y lo siguen como lo siguen.


El clasicismo rubrica sus formas de concebir las suertes. Lejos de la heterodoxia, cumple con la tétrada de cánones –parar, templar, mandar y ligar– con exquisito esmero. Pararse con los toros como él se para, mete el escalofrío en los tendidos, la angustia en el corazón de los
espectadores y admira a la razón, que no da crédito. Templar, en su concepto, es superar la armonía del toreo sosegado para convertirlo en pura caricia. El mandar se adoba en él con tal suavidad y tal lentitud, que se transforma en persuadir. Con estas prendas, los toros parecen olvidar sus brusquedades y hasta la violencia natural de su instinto y obedecen sumisos sin verse violentados. En cuanto a ligar, es fruto de quedarse colocado en el sitio justo donde el toro no tiene más remedio que repetir la embestida para que él la encauce de nuevo con la despaciosidad que lo lleva hasta el sitio de repetir otra vez la acometida.

Su honradez, como la de Manolete, no sabe geografía. Da igual la plaza y el lugar. En todos los sitios, sabe que el público paga para verle y eso le merece el mayor de los respetos. Salga el toro malo o bueno, haya viento o no lo haya, sean adversas o favorables las circunstancias, ahí está José Tomás dándose por entero con su pureza a cuestas; con su valor, armado, y con su firme voluntad de no defraudar a nadie, dispuesto a seguir manteniendo por encima de todo su condición de torero de época.



Por último, su afición. Esa que le hizo exclamar en una ocasión, tras su retirada en 2002, “vivir sin torear no es vivir”. Sería imposible lograr sin afición las cosas que él ha logrado, los retos que ha asumido, los riesgos que ha corrido, la depuración que ha experimentado su toreo, el sentimiento que ha expresado toreando y el lugar preeminente que ha acuñado en los anales de la tauromaquia.

Con tales ingredientes, macerados a lo largo de estos veinticinco años de alternativa, José Tomás ha venido discurriendo por la senda de lo excepcional. Nunca vistió de luces una dureza tan sensible ni un mutismo tan elocuente ni un humanismo tan heroico ni un estoicismo tan apasionado. Esculpidas en bronce perviven sus hazañas. Escritas en el viento reposan sus lecciones. Y unas y otras superarán el paso de los tiempos sin perder ni brillo ni grandeza porque, veladas por los dioses de la mitología, descansan en los palacios de la inmortalidad.