Ni vino desde la carrera de un maletilla que se sueña rico, ni de escuelas de Tauromaquia que enseñan afectaciones. Llegó de sus juegos con el toro. Juegos crudos, de capeas pueblerinas, realistas, como la realidad dura de su vida. Debajo no hay suelo sino tierra áspera, arriba no hay cielo sino sol que quema, y así son El Toro, La Vida y La Muerte: indómitos, poderosos e inexorables, y así tiene que ser el hombre: desafiante burlador de esas realidades aplastantes y encimistas. Viviendo así y siendo así, su toreo obligaba a ser un manual de congojas de cercanías y de intentar modular con templanza la violencia de la lucha a la intemperie.
Así se proclamó Dámaso: rey de las Distancias y del Temple
Sabía de oídas la historia de Manolete y quería imitarle, por eso se trazó un camino desde la parte seria de un toreo cómico. De ahí, por su valentía lo rescató a los ruedos de sangre otro valiente manchego al que la historia ha hecho poca justicia: Pedro Martínez “Pedrés”. Y con ese empuje emprendió su “trabajo como torero” entendido desde el parámetro agrícola que siempre había vivido, combinando el esfuerzo desmedido y luego la espera invierta de la recolección de buena cosecha o de las calamitosas consecuencias del “pedrisco”. Una muestra: se presentó en Barcelona como novillero: “recolectó” cuatro orejas y un rabo; su alternativa en Alicante la rubricó con quince volteretas y una cornada.
Ese fue el toreo de Dámaso, toreo de desafío y dominio, toreo de una verdad que no necesita adjetivos porque se actúa cada tarde; profesión entendida como un trabajo diario con el que hay que cumplir; cuando la jornada se acaba aquí, hay que irse de temporero a América porque el “trabajo de torear” necesita universalidad. Y si hay tiempo, generosidad para las gentes de su tierra de Albacete, apostando la vida para fines benéficos.
En su tiempo, los años 80, en el período más prolífico de la tauromaquia española, rodeado de tantas figuras que intentaban divinizarse, Dámaso significó el triunfo cabal de una Ética del pueblo frente a la Estética afectada de la gilipollez cortesana y mediática. España le debe la honorabilidad de un pasado y a base firme de un futuro.
El toreo le debe la Distancia, nadie como él puso tan cerca el corazón de la mirada negra de los toros. Y el toreo le debe el Temple, nadie como él manejó la muleta pendular con la seguridad de un hipnotizador misterioso que sortea la amenaza de cuchilladas albaceteñas y la vuelve transformadora de violencias salvajes en recorridos serenos. La afición le debe el adjetivo de ¡Valiente!. Con el mismo grito de aquél aficionado que irrumpió en la plaza de Madrid, y supo poner en valor el toreo forzado de aquel muchacho albaceteño, pequeño, desgalichado, enjuto, retorcido de escorzo y deshilvanado de vestido, imagen de un tosco Berruguete esculpido en barros temerarios.
Desde esa aparente fealdad que guarda el baúl de nuestro arcaísmo, Dámaso recorrió, trabajó y recolectó toda la casquería española posible, un amplio medallero americano de premios, vio los dinteles de las Puertas Grandes y cabalgaron sus huesos en incómodos hombros “capitalistas”. Otros lucían, él triunfaba.
Cuando se le pida juicio, Dámaso mostrará sus cicatrices, son los “callos” de su profesión, que le harán inmortal en el recuerdo y en nuestro imaginario. El Planeta de los Toros guardará un satélite para aquél mozo manchego, diminuto y retorcido, silencioso y mal vestido, que tantas veces repitió la hazaña de Jasón.
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