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sábado, 31 de enero de 2015

EL TOREO FRENTE A LA CULTURA DEL MIEDO

Por SANTI ORTIZ.

"El miedo es un arma de eficacia probada en manos de los poderosos para disuadir malestares y blindarse en sus privilegios... ese miedo que los medios de comunicación alimentan interesadamente...

Ante la moral actual, que alimenta la sensiblería de que todo es preferible a morir, el toreo... muestra que el valor supremo de la vida no está en aferrarse a ella por encima de todo, sino en arriesgarse a perderla..."

A medida que he venido desarrollando este estudio del toreo, buscando esclarecerlo intelectualmente; según lo hemos ido situando dentro de la cultura, del arte, de la ética –o mejor, de suética–, se ha ido destacando constantemente, a través de todos los puntos de vista con que lo hemos tratado, una característica suya que ha venido creciendo en enjundia e importancia hasta adquirir un peso específico de primera magnitud: su singularidad.

     Una singularidad, una excepcionalidad tan particular y única, que se hace extensible a sus dos principales protagonistas: el toro y el torero. 
Una singularidad tan extraordinaria, que me hace preguntarme cómo es posible que el toreo continúe existiendo todavía.
 Y no lo digo por considerarlo anticuado u obsoleto como pretenden los taurófobos, sino porque su escala de valores, su ética, su compromiso moral, cae tan a trasmano de los que esta sociedad nos ha inculcado, que parece milagro su subsistencia. Milagro doble porque también se me antoja prodigioso que continúen existiendo toreros. Veamos por qué.

     En cualquier empresa que el hombre se plantee acometer, compiten entre sí dos ingredientes básicos: el deseo de ejecutarla y el temor al peligro que acarrea, de ahí que la primera disyuntiva que se le presenta al enfrentarse a ella es: emprenderla –si nuestro afán de lograrla se antepone a nuestros miedos– o eludirla, si dichos miedos nos hacen desistir.

     El común del hombre occidental actual vive atribulado bajo una carga tal de temores que poca fuerza o confianza en sí mismo le quedan para no dejarse llevar por la aprensión y eludir la mayoría de las empresas que le sería obligado emprender, incluidas aquellas que más vitalmente le afectan. 
La denominada “cultura del miedo”, capitalizada como estrategia –como un Caballo de Troya– por el Neoliberalismo para tomar sibilinamente por asalto el Estado del bienestar, expande su corrosivo veneno e intoxica hasta el último rincón de nuestro cerebro saturando de alarmas, recelos y pavores la existencia humana.

     Víctimas del emponzoñamiento morboso que nos hace ver enemigos y peligros por todas partes, nos dedicamos –como sostiene el sociólogo polaco Zygmunt Bauman– “a escudriñar los siete signos del cáncer o los cinco síntomas de la depresión, o a exorcizar los fantasmas de la hipertensión arterial y de los niveles elevado del colesterol, el estrés o la obesidad ]…[ y, entre nuestros nuevos objetivos improvisados, nos topamos con advertencias contra inhalar cigarrillos ajenos, la ingesta de alimentos ricos en grasas o en bacterias “malas”, la exposición al sol o el sexo sin protección.”

     El miedo es un arma de eficacia probada en manos de los poderosos para disuadir malestares y blindarse en sus privilegios. Recientísimos son las injerencias amenazantes del Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea hacia Grecia ante la posibilidad de que salga elegido el partido de la oposición Syriza, o aquí en España la aprobación de la Ley de Seguridad Ciudadana, o la advertencia de las plagas que pueden asolarnos si nos salimos del euro u osamos socialmente inclinarnos hacia algo que suponga una verdadera alternativa a este sistema donde, bajo la tapadera de la democracia, los que realmente ostentan el poder no pasan nunca por unas elecciones, pues siguen gobernando y tiranizando a la ciudadanía con independencia de quién gane en las urnas.

     El miedo al cambio, el miedo a lo nuevo, el miedo al otro, el miedo que hace aparecer como amenaza todo aquello que nos rodea, el miedo que pretende aislarnos del resto y petrificarnos en un inmovilismo paralizante que nos deje inermes ante los abusos cometidos desde el poder de los llamados eufemísticamente Mercados o del delegado en los políticos a su servicio; ese miedo que los medios de comunicación alimentan interesadamente sacando de sus chisteras monstruos aterradores, los cuales, en su inmensa mayoría, no empiezan a tomar existencia real hasta que los instalamos en nuestros cerebros, nos ha sumergido en un clima tal de inseguridad y de impotencia, y encaminado hacia un futuro tan lleno de precariedad e incertidumbre, que los antiguos anhelos de libertad han sucumbido ante la demanda de seguridad, o mejor dicho: ante una exigencia de protección que las empresas de puertas blindadas, automóviles todoterreno, cámaras de vigilancia, vallas, servicios de seguridad, artes marciales, dietética saludable, armas, aerosoles defensivos, sistemas de alarma, etc., traducen en pingües beneficios, en tanto que la escalada de acciones defensivas contribuyen a potenciar la imagen de un mundo más peligroso y traicionero, que alimenta a su vez a la autopropagación del miedo, reforzando un círculo vicioso del que no sólo somos incapaces de salir, sino que contribuimos a perpetuar.

     Con el progresivo desmantelamiento que los “recortes” vienen operando en los mecanismos de defensa protegidos y financiados por el Estado, como la Sanidad y la Educación públicas, y la evidente deslegitimación de los sistemas de defensa colectiva, como son los sindicatos de trabajadores, el Sistema arroja a los ciudadanos a respuestas defensivas individuales y solitarias que acrecientan el egoísmo y tienden a anular todo rasgo de solidaridad. 
No es extraño que, viendo en el prójimo un enemigo o un adversario potencial para el mantenimiento del puesto de trabajo o para salir de las listas del desempleo, o un peligro para cualquier faceta de su estatus, el ciudadano sea más sensible a su mascota o a los tiernos e inofensivos animales de compañía, que a los padecimientos y tribulaciones de sus propios congéneres.

     Paralelamente, la única solución ofrecida por el Neoliberalismo a este hombre expuesto a los caprichos del mercado laboral y arrastrado por la vorágine despiadada de la globalización es la flexibilidad; es decir: la ineludible y sumisa adaptación a las condiciones que impongan las leyes del Mercado, o dicho de otro modo: la regresión del hombre a la condición de animal regido por la selección natural –cuya mejor herramienta de supervivencia es la adaptación al entorno– en detrimento de su condición de individuo sujeto a la selección cultural, con capacidad no sólo de adaptarse al medio que lo rodea, sino de cambiarlo de arriba abajo si le hiciera falta. 

La ética del toreo conlleva otro modo de entender el mundo, de vivir la vida y de usar de la muerte en libertad

     Peor que este miedo del que estamos hablando, localizado e identificable, existe otro diluido como una atmósfera, invisible, inconcreto, indefinido, terrorífico; un miedo cuya presencia presentimos espiándonos, controlándonos, observándonos invisible en la espesura, como el que atenazaba al protagonista de “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad, o que nos invade la mente como si fuera una fuerza maligna y exterior capaz de conseguir hasta echarnos de nuestro propio hogar, como le ocurrió a los hermanos de “La casa tomada”, de Julio Cortázar. 
Un miedo que nos devuelve a ese hombre primitivo, precientífico, ayuno de las leyes que determinan el comportamiento de la Naturaleza y, por ello, condenado a vagar desconcertado y lleno de inciertos temores por la vida. 
Y nos devuelve a él porque ahora sentimos similar indefensión, no por falta de conocimiento, sino por caer en la certeza de estar desbordados por esa tecnología terrible, tremenda, todopoderosa, que queda fuera de nuestro control y hasta de nuestra comprensión, y que nos amenaza con su capacidad de abandonar su estado de latencia y demostrar cualquier día su atroz poder de destrucción. 
Como, además, nuestra creencia en que la sociedad puede salvarnos ha muerto, volvemos a abrigar ese miedo indeterminado, alojado en las almas, que dio origen a tabús y ritos mágicos y que nos angustia a la espera de que un acto fortuito e imprevisible desate cualquiera de las secretas fuerzas hostiles que se ocultan en la tierra.

     Tanto este miedo difuso actual como el que atenazaba al hombre primitivo conviven en el territorio del azar. Ambos se sustentan en la aleatoriedad de cualquier contingencia, de cualquier capricho, que pudiera desencadenar la temida desgracia (aunque no sepamos muy bien a qué nos referimos con este término). 
Son algo que se escapa al control del individuo y ante el que se siente impotente.
 Un tipo de miedo, por cierto, que guarda alguna semejanza con el que el torero experimenta ante la inminencia del enfrentamiento con el toro e incluso durante su lidia. 
Todo diestro sabe que la erradicación del azar es imposible en el ruedo; que, por muy noble, muy claro y muy boyante que sea el toro, la incertidumbre jamás deja de sobrevolar la escena.
 Esto le abre fisuras en la conciencia, por donde a veces penetran la inseguridad y el temor a lo imprevisto. No obstante, me apresuro a advertir que, más allá de lo aquí señalado, el miedo del torero y el del hombre de hoy nada tienen que ver.

     Volviendo al retrato que hemos plasmado del panorama en que se desliza temeroso el ciudadano actual, díganme qué entendimiento podrá tener el hombre arrinconado por tal modelo, el hombre atribulado por las mil y una amenazas –reales o imaginarias– que sobre él se ciernen, el hombre que se ve perdedor en la imagen que de él arroja el espejo del “progreso”, el hombre avaro de su seguridad, que prefiere que lo dejen “como está” a atreverse a mejorar su situación por miedo a caer en el infierno; qué entendimiento podrá tener, repito, este hombre aquí reflejado de ese otro que hace del riesgo su modo de vida, su razón de ser, su máxima ilusión.

     Es evidente que el prototipo de hombre actual, que teme tanto a la multitud como a la soledad, a los rateros como a la policía, al hambre como a la comida, a la esclavitud como a la libertad, a la muerte como a la vida, está tan lejos de ese espíritu que podíamos llamar “aventurero”, que parece imposible toda aproximación comprensiva hacia el mismo y hacia quienes lo poseen; por ejemplo, hacia el toreo y los toreros.

     Para quienes buscan una vida exenta de peligros e inconvenientes y por tanto huyen del riesgo, debe ser difícil imaginarse la textura de un alma para la que vivir significa arriesgarse. 
Pertenece ésta a ese tipo de personas que ante la disyuntiva planteada al principio del artículo, no encuentran en el peligro, en el riesgo de una empresa, razones que le lleven a evitarla. 
Entre un hombre que recorre la vida en perenne cautela y otro cuyo habitual estado de ánimo le lleva a vivir afrontando a diario un peligro de muerte, nada hay en común. Y menos que nada, la confianza en sí mismo de que hace gala el arriesgado ante la inseguridad manifiesta del hombre pusilánime.

     Esta autoconfianza no proviene de ignorar los males del mundo, al revés: conoce al dedillo el dolor que inflige, y los riesgos, y experimenta a flor de piel la angustia de vivir; pero su actitud ante esta realidad es opuesta a la del común del hombre actual. El ánimo aventurero –en particular, el ánimo torero–, pletórico de vitalidad, se echa la existencia al coleto con total serenidad y determinación, incluidos todo el dolor y todo el riesgo que contenga.

     Esto no quiere decir que el torero –ya lo hemos señalado–, el ciclista, el corredor de motos o de Fórmula I, el boxeador, el alpinista, el trapecista sin red, o el hombre aventurero en general, que hace del riesgo su propia vida, carezcan de miedo. 
Al contrario, conscientes de los peligros que les acechan y que voluntariamente buscan sortear, tienen al miedo más presente que nadie; pero lo aceptan como algo consustancial a su aventura, como algo ineludible y por tanto inobjetable; en consecuencia, en vez de rechazarlo, aprenden a convivir con él e incluso a domarlo. El que acepta el miedo y lo controla, se reviste de valor: se hace valiente. 
Con esta valentía arrostra el peligro y, lejos de rehuirlo, sale a su encuentro a plantarle cara, no como un fin, sino como medio para lograr llevar a buen puerto su aventura.

     Comprendo que para un espíritu funcionarial, o mercantil, o usurero; o para quienes perciben la existencia como una angustia permanente –los mismos que, curiosamente, supeditan todo a no perder la vida–, la idiosincrasia del torero, esculpida por la ética de la excelencia –la versión taurómaca del aretégriego–, teniendo cada corrida que enfrentarse a dos toros de media tonelada para perseguir contra, con, en, frente a ellos, la consecución (inalcanzable) de sus ideales, sea poco menos que inconcebible. Eso de echarse la vida en el bolsillo y salir a gastarla, les debe parecer de locos.

     Tampoco deben de entender muy bien al montañero que contempla la cara más escarpada del pico que pretende escalar y empieza a preparar su espíritu escudriñando los miles de metros que le separan de la cima, mientras hace recuento de los riesgos y zonas más difíciles de superar; o del esfuerzo del atleta dispuesto a dejar en el camino los pulmones y el postrer ergio de energía para cubrir los últimos 195 metros que le separan de la meta tras correr los 42 kilómetros de la maratón; o la tensa concentración del piloto de Fórmula I en los entrenamientos previos a la carrera para memorizar hasta la última curva del circuito y diseñar la estrategia que lo lleve al pódium; o el machaque físico y psíquico del boxeador o el ciclista para enfrentarse al reto de un combate crucial o de un tour. 
A todos estos sacrificios, entrenamientos, preparaciones mentales, les guía la firme voluntad de avanzar por la senda de los ideales hacia la utopía.

     Hablar de utopías en esta época puede sonar hasta chocante; máxime cuando la idea de progreso ha pasado de ser una carrera en pos de la liebre del desarrollo y la mejora, a una veloz huida para que no nos coja el toro de las catástrofes que viene pisándonos los talones. 
No obstante, a desprecio de la realidad en que se halla inmerso, el espíritu aventurero –el espíritu torero– sigue mirando al frente y persiguiendo, codiciando, soñando, objetivos lejanos y sublimes, más atractivos cuanto más difíciles.

     Ante la moral actual, que alimenta la sensiblería de que todo es preferible a morir, el toreo –que es drama radical, no se nos olvide, pues lejos de presentarse como una realidad acabada, ha de irlo haciendo cada diestro tarde a tarde, toro a toro, entrenamiento a entrenamiento, instante a instante, en medio de una inquietante tensión de desasosiegos y satisfacciones condenada a sobrevolar una perpetua y radical incertidumbre– muestra que el valor supremo de la vida no está en aferrarse a ella por encima de todo, sino en arriesgarse a perderla a tiempo con empaque y donaire.
     En esa extraña singularidad que es el toreo, en esa inseguridad sin paliativos que lo convierte en azarosa aventura, en ecuación irresuelta de riesgo, enigma y gloria, late una antropología antigua llena de virilidad y valentía, que se nutre del orgullo de hombres que han elegido libremente una manera de morir, una forma de echar una partida con la muerte poniendo la vida como prenda. 
Ese tipo de hombres también se eligen libres para vivir y, por ello, son mucho más difíciles de domesticar, mucho menos manipulables. Son hombres capaces de irradiar ese sentimiento de suprema libertad –consecuencia de poner la propia vida en la balanza– a todo el coro circular que lo contempla y juzga, lo que convierte a la fiesta de los toros en un ejercicio de autoafirmación individual, de libertad colectiva, opuesta a cualquier forma de apropiación de las conciencias.
 La ética del toreo conlleva otro modo de entender el mundo, de vivir la vida y de usar de la muerte en libertad. 
El torero, como el aventurero, aún siente vibrar en sus entrañas aquella verdad, digna tan sólo de hombres sublimes, que Petrarca dejó plasmada en el siguiente verso: “Un bel morir, tutta la vita onora.”

     ¿Se entiende ahora por qué tachaba yo de milagro que siguieran existiendo aún el toreo y los toreros?

     Antes de abordar en sucesivos capítulos el análisis del discurso animalista, nos queda aún por tocar una faceta inédita del toreo: su comunicabilidad.
 A ello dedicaré los próximos artículos.

http://dueloliterae.blogspot.com.es/

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