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viernes, 2 de enero de 2015

'EL TOREO Y SU ÉTICA (I)

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".... el hombre ha de criarlo para que luche con el hombre. Porque, por esa contradicción dialéctica que tan afín se muestra a todo lo taurino, la domesticidad del toro de lidia reside esencialmente en no domesticarlo; antes al contrario, se busca potenciar su bravura con el fin de obtener un animal idóneo para la lidia. El toro es un guerrero del hombre para luchar contra el hombre... que llegue a la plaza pletórico de facultades físicas, con poder y agresividad para afrontar la pelea del ruedo" 
En los artículos precedentes he tratado de aproximarme al toreo, buscando su esclarecimiento, sin pisar el ruedo; esto es: sin adoptar el punto de vista de los aficionados a este arte. 
No he ocupado una sola línea en enumerar ni explicar las distintas suertes ni el contenido de los tres tercios que componen la lidia ni los complejos mecanismos técnicos que hacen posible al hombre torear al toro y salir, casi siempre, vivo del empeño.
 Mi atalaya taurina ha sido la del analista que escudriña las corridas de toros como un fenómeno cultural; la del humanista que se enfrenta a una antropología radicalmente singular e indaga y busca para encontrar y descifrar sus claves. 
Sin abandonar este criterio, pisaré ahora el ruedo únicamente para sentir más de cerca el colofón de la faena torera; la escena final que, en su forma natural y más frecuente, termina con la muerte del toro.


     La muerte –más aún si es causada por otro ser– siempre es algo tremendo que sacude nuestra sensibilidad, subleva nuestra razón y nos produce una suerte de repulsión e incomprensión. Es posible que esto se deba a la certeza de tenerla como insoslayable destino que a todos nos aguarda. A la muerte jamás se le vence, como mucho se la aplaza. Y en una sociedad como la nuestra, que ha hecho del comercio del miedo y la inseguridad un pingüe negocio, la muerte ha pasado a ser un tema tabú del que todos quieren esconderse. La aversión que en amplios sectores de la población provoca hoy la eutanasia, el aborto y las corridas de toros, valgan por casos, no es más que el triple reflejo del horror que produce la muerte en nuestros contemporáneos. No obstante, tras cada uno de ellos late un problema ético, de los cuales –obviando el del ser en gestación y el del enfermo que desea terminar– abordaré el que aquí compete: la muerte del toro en la plaza. 

     El carácter ineludiblemente ético del asunto nos remite por fuerza a otro problema previo, maculado de equívocos e interpretaciones varias, como es el de nuestra relación con los animales. Rechazando los extremismos de cartesianos y animalistas –los primeros, partidarios de discriminar absolutamente al hombre del animal, al que daban categoría de máquina; los segundos, creyentes de la igualdad total entre humanos y bestias (de esto último tendremos que hablar en otra ocasión)–, nos situaremos para lo que sigue en un plano intermedio donde el hombre, habiendo trascendido la animalidad gracias a su inteligencia abstracta, no ha logrado desprenderse totalmente de ella. 
Dicho de otro modo: animales somos, pero superiores a todos los demás dentro de la jerarquía evolutiva. Además de materia viva, pertenecemos a la materia culta, que regula la selección cultural, mientras las demás especies sólo han alcanzado por sí mismas el rango de materia viva, regido por la selección natural. De aquí partimos.

    En cualquier caso, el asunto es complejo, pues, si ya de suyo son confusas las reglas que deben orientar las relaciones humanas, mucho más lo son las que regulan nuestro trato con los animales. No obstante, dilucidar esta cuestión resulta de capital importancia para establecer cuáles son nuestras obligaciones éticas con el resto del mundo animal. Sin embargo, ya en la frase “nuestro trato con los animales” se nos presenta una enorme dificultad. Animales son un perro y una rata, un gato y una cobra, un canguro y una tarántula, un caballo y una avispa, un gorrión y un toro, un delfín y un lobo, un paramecio y un cachalote y una miríada de especies más, tan distintas entre sí que pretender englobarlas todas en un solo término: “animal” –cuya utilidad taxonómica es indudable–, carece de sentido cuando se refiere al trato que tendríamos que dispensarles.
 El “animal” como tal no existe, igual que no existe el “mamífero” o el “pez”.
 Existen las distintas especies de animales, de mamíferos o de peces. Y como a nadie en su sano juicio se le ocurriría conceder el mismo trato a una pulga que a un tigre, tampoco hablar de “trato”, como si existiera un trato único para los animales, tiene ningún sentido.

     Estas consideraciones, que pudieran parecernos perogrullescas, adquieren su importancia cuando, a partir de ellas, podremos enunciar dos principios esenciales para lo que sigue: 1º) Es imposible –además de absurdo– tratar a todos los animales del mismo modo, y 2º) Nuestras relaciones con los animales habrán de establecerse a partir de lo que cada especie es, y se concretarán según lo que cada una de ellas es para nosotros. Esto quiere decir que al lobo hay que tratarlo como lobo –no como gallina o como zorro–, al burro como burro –no como caballo o como cebra–, al perro como perro –no como hámster o como gato–, y al toro de lidia como toro de lidia; pero además, al lobo habrá que tratarlo como animal salvaje; al burro, como animal doméstico y de carga, y al perro, como animal de compañía, ya que, atendiendo a lo que éstos son para nosotros, los animales suelen dividirse en dos grandes grupos: domésticos y salvajes, y dentro de los domésticos, haciendo una segunda subdivisión, se escindirían en animales de compañía o mascotas y animales de producción.

     En función de estas tres categorías resultantes, podemos trazar ciertos rasgos comunes a nuestro comportamiento con cada una de ellas. Nuestra relación con los animales de compañía –aceptando que el trato dado al perro, al hámster y al gato no debe ser el mismo si queremos respetar su especificidad– tendrá por denominador común el afecto.  Son animales de los que nadie pretendería obtener una rentabilidad y, porque se les tiene cariño, llegan a tomarse como “miembros de la familia”. 
Por su parte, los animales de producción son aquellos que se han domesticado y se les cría y alimenta con la finalidad de obtener de ellos algún tipo de rendimiento.
 Aportan alimentos, fuerza de tracción para labores agrícolas, materias primas para trabajos artesanales o estiércol para fertilizar los cultivos.
 En cuanto a los animales salvajes, son aquellos que viven en completa libertad en su hábitat sin haber sido objeto de domesticación por parte del hombre ni tener prácticamente convivencia alguna con él.

     Estos tipos de relación definen o acotan las obligaciones que tenemos con los animales y que, en ningún caso podrán confundirse –o poner al mismo nivel– con las que los humanos tenemos entre sí como personas que somos. Éstas se dan en un doble sentido: de nosotros para los demás y de los demás para nosotros; mientras que las que tenemos con los animales, se dan en un sentido único: nosotros las tenemos hacia ellos, pero no al revés. ¿Y cuáles son estas últimas?... Veamos.

     Nuestra obligación con los animales de compañía, además de alimentarlos y cuidarlos, es no defraudar su afecto, por ejemplo: abandonándolos o matándolos. Con los animales de producción es la de no tratarlos como si fueran mera mercancía, como si no fueran seres vivos que necesitan unas condiciones adecuadas para vivir. 
Sin embargo, no es inmoral sacrificarlos, pues para eso se crían. Por último, con los animales salvajes, nuestra relación y nuestra obligación se dan a nivel de especies, no de individuos; de ahí que nuestro deber sea el de preservar el ecosistema en que vivan, proteger las que estén en riesgo de extinción o en condiciones de vulnerabilidad y combatir aquellas que representen un peligro para el hombre.

     Y con el toro de lidia, ¿qué se hace? O, primeramente, ¿a cuál de las tres categorías citadas pertenece? A la de animal de compañía, evidentemente no. Entonces, ¿es doméstico de producción o es salvaje?... Sí y no, habría que contestar; reparando, de nuevo, en la resistencia que oponen toro y toreo a ser contenidos en cualquier cuadrícula fijada de antemano. Si tenemos en cuenta que el hombre lo cría, dirige por selección cultural su reproducción y explota una de sus cualidades para la venta, diríamos que pertenece a la primera. Sin embargo, si atendemos a que el animal doméstico está “domesticado”; esto es: domado, enseñado para obedecer al hombre, no cabe duda de que el toro no puede encuadrarse en tal categoría. 
En definitiva, ¿doméstico el toro? Sí y no. Del mismo modo, si nos fijamos en la relación –aunque sea mínima– que vincula en el campo al toro con el hombre, los cuidados que éste le profesa y cómo lo ayuda en su alimentación, no podríamos calificarlo de animal salvaje; mas, si tenemos en cuenta la rigurosa necesidad de mantenerlo en su hábitat natural para su conservación y que no sólo se le preserva, sino que se le potencia su agresividad, su indomable independencia y su naturaleza brava, hemos de encuadrarlo entre los componentes de la fauna salvaje. Por tanto, ¿el toro animal salvaje? Sí y no, de nuevo.

     Llegamos de este modo a la conclusión de que el toro no encaja en ninguna de las tres categorías apuntadas, sino que sus características lo sitúan en una región difusa entre lo doméstico y lo salvaje; algo así como el fruto de una invasión de la inteligencia del hombre en el territorio de lo salvaje para trasladar lo salvaje al territorio de lo doméstico. En cualquier caso, de aquí se deducen dos cosas: que la clasificación realizada es incorrecta por incompleta –el toro de lidia se le escapa por no pertenecer cabalmente a ninguno de los elementos de la división– y que la raza de lidia posee unas particularidades tan genuinas que nos obliga a considerarla al margen de todos los demás animales.

     El toro de lidia, como el caballo pura sangre, no es un animal que el ganadero cría buscando su rendimiento cárnico, su piel o cualquier otro de los productos que normalmente se explotan en el ganado doméstico –aunque la carne de los toros lidiados y de las eralas de deshecho, y su piel se comercialicen como fuentes secundarias de ingresos–, sino una cualidad –la bravura– destinada al fin para el que son criados: la lidia en la plaza; del mismo modo, que el pura sangre se cría buscando su velocidad, pues la finalidad de su crianza es su participación en las carreras de caballos.

     La preservación y mejora de la bravura preside y condiciona toda la relación del hombre con el toro. Éste no es un animal doméstico ni salvaje, es un animal “bravo”. Por lo tanto, para que la clasificación animal que hemos manejado sea completa, para que en ella el todo sea igual a la suma de sus partes, habría que añadir a la clase de animales domésticos y a la de animales salvajes, la del animal bravo. En ella entraría el toro, pues “animal bravo” es lo que define al toro de lidia en su naturaleza.

     Siguiendo el patrón que hemos establecido para todos los animales, nuestra relación con él habrá de establecerse conforme a su naturaleza brava; dicho de otro modo: respetando en todo lo posible dicha naturaleza.
 Para ello, se le deja vivir en extensas dehesas enclavadas fundamentalmente en las dos mesetas, Andalucía y Extremadura si no en completa, en plena libertad; esto es: conforme a su naturaleza salvaje e indómita y ese agresivo instinto suyo de defensa que la selección cultural de los ganaderos ha venido potenciando como bravura a lo largo de siglos. 
Este carácter huraño y violento hace que su manejo en el campo ofrezca peligro, complicaciones y dificultades, las cuales precisan de personal especializado para afrontarlas y superarlas. Además, este manejo ha de ser el mínimo necesario ya que se persigue que el toro tenga con el hombre el menor contacto posible.
 Por otra parte, su carácter belicoso hace que los machos, bien por cuestiones de liderazgo, por estar en celo o porque los toros “también tienen sus cosas entre ellos”, como gusta decir al ganadero Eduardo Miura, entablen entre sí frecuentes peleas que, en no pocas ocasiones, se salda con la muerte o graves heridas de algunos de los contendientes.

     Para evitar estas bajas, hace unos años que un número creciente de ganaderos viene poniéndoles a sus toros fundas en los cuernos, buscando así evitar que se hieran. No obstante, hay otros que se oponen a tales prácticas. 
Uno de ellos, Fernando Cuadri –afamado ganadero por afición y estirpe–, daba entre otras razones una que ilustra perfectamente lo que es relacionarse con el toro atendiendo a lo que el toro es y aceptando su naturaleza singular. Sostenía Cuadri que tal vez la razón de más peso para no ponerles fundas a sus toros fuera la del respeto obligado que se le debía tener al animal. Que ese respeto se traducía en acatar su libertad. Y que si sus toros querían matarse a cornadas, eran libres de hacerlo. Eso es precisamente lo que significa relacionarse con el toro respetando lo que el toro es; aunque cumplirlo en ocasiones como ésta exija anteponer dicho principio a lo que el toro es para él, pues, un animal destinado a venderse para una plaza, herido o muerto, se vuelve inservible con el perjuicio económico que ello conlleva.

     Establecida nuestra relación con el toro por lo que éste es, abordemos la segunda cuestión: ¿Cómo se concreta la relación del hombre con el toro en función de lo que el toro es para él? Ya sabemos que para el hombre el toro es un animal destinado a la lidia; esto es: a la lucha en la plaza. Por lo tanto, el hombre ha de criarlo para que luche con el hombre. Porque, por esa contradicción dialéctica que tan afín se muestra a todo lo taurino, la domesticidad del toro de lidia reside esencialmente en no domesticarlo; antes al contrario, se busca potenciar su bravura con el fin de obtener un animal idóneo para la lidia. El toro es un guerrero del hombre para luchar contra el hombre. La crianza del toro debe garantizar su hostilidad hacia el hombre y que llegue a la plaza pletórico de facultades físicas, con poder y agresividad para afrontar la pelea del ruedo; una pelea donde, además de la casta, tendrá que lucir su nobleza, otro de los atributos que la selección cultural trata de potenciar y que viene a ser la virtud homóloga del fair play del torero; ese no mentir que el engaño del toreo supone.

     Deber con el toro es, igualmente, hacerlo llegar virgen a la plaza. En un doble sentido: no haber sido debilitado ni manipulado en sus defensas ni en su físico y no haber tenido contacto alguno con capotes o muletas. Al macho destinado a la plaza no se le puede torear previamente ni para probar su bravura, como se hace con las hembras en la tienta para seleccionar las que se quedarán como madres. Un toro toreado, aun de becerro, se vuelve intoreable de nuevo. Su memoria y retentiva le facultan para aprender, en una segunda ocasión, a distinguir el engaño de lo que es el hombre que lo maneja, haciendo inútiles las reglas del toreo y dejando al torero indefenso y a su merced.

     Hay una tercera vía de virginidad, no obligatoria, aunque cumplida salvo excepciones, que es la de llegar el toro sin haber mantenido antes relaciones sexuales con ninguna hembra. Desde el punto de vista de la lidia, es este un aspecto irrelevante, aunque contiene una innegable carga simbólica, como si arribara a la muerte totalmente inmaculado y puro, como una vestal masculina consagrada al culto del toreo.

     No se agota aquí, cuando hemos dejado al toro a punto de salir a la arena, la ética que rodea al toro y la corrida. 
Continuará ésta hasta esa muerte anunciada a la que aún no hemos llegado e incluso después de que la misma se produzca. 
Lo iremos viendo en próximos capítulos

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