¿Qué hubiera sucedido si Morante de la Puebla y Prieto de la Cal triunfan en la histórica encerrona celebrada el pasado 7 de agosto en la plaza de El Puerto de Santa María?
Posiblemente, habrían crujido las columnas de la fiesta de los toros, y se hubieran sentado las bases para una nueva concepción de la tauromaquia moderna. Quizá, quién sabe, las figuras no tendrían hoy más remedio que someterse a exámenes dificultosos con hierros toristas; quizá, peligraría la posición dominante de las ganaderías comerciales y algunas correrían el peligro de pasar al apartado de ‘encastes minoritarios’.
La afición confirmaría que sus exigencias están cargadas de razón, y el público descubriría que otro espectáculo es posible; es decir, la corrida de El Puerto podría haber propiciado un vuelco a la situación actual.
Esta podría ser la trastienda de una gesta que se le ocurrió a un torero que, quizá, no fue consciente del alcance histórico de su apuesta. Morante tuvo un sueño y lo compartió con la afición. Y ambos elevaron los pies del suelo, volaron por las nubes de la magia y tomaron el camino de El Puerto a sabiendas de que todo podría acabar en desencanto.
Pero merecía la pena intentarlo; prueba de ello es la expectación que despertó el festejo desde el mismo momento en que se conoció la decisión del torero. Será recordado para siempre el espectáculo tan solemne como grandioso que se vivió en la plaza cuando se abrió la puerta de cuadrillas, apareció el torero, y los tendidos, puestos en pie, irrumpieron en una ovación atronadora que se escuchó en las entrañas de la tauromaquia y sirvió de aliento, respeto y admiración al héroe vestido de luces.
Solo por ese momento, único e irrepetible, mereció la pena el viaje.
Instantes después, un toro jabonero con siniestras ideas en su interior rompió el hechizo, y los aficionados, uno a uno, despertaron, poco a poco, a una realidad que no estaba en el guion inicial.
La fiesta de los toros tiene la china. Todo salió el revés. Sí, era previsible, pero no por ello menos doloroso. Quedaba la esperanza de que, a veces, los sueños se cumplen, pero se impuso la verdad de que la mayoría se roncan. Y la gesta de Morante, lamentablemente, fue de estos últimosTodo quedó, pues, como antes. Más de un taurino presente en la plaza se frotaría las manos al comprobar que nada cambiaría; como ya ocurriera aquel Domingo de Ramos de 2015 cuando el recordado Iván Fandiño se encerró en Las Ventas con seis toros de distintos hierros toristas. El torero vasco retó al sistema y demostró que otra fiesta es posible, pero no triunfó y se lo hicieron pagar con intereses.
Morante no sufrirá ese castigo público porque goza de una indiscutible condición de figura, y porque el suyo ha sido un desafío contra sí mismo.
Morante es un torero genial, y un hombre del siglo XXI encerrado en una lámpara del primer tercio del XX. Añora la tradición, rechaza la modernidad, y admira a Joselito el Gallo y su tiempo.
Él soñó un día con ser el torero de Gelves, y no se conformó con comprar su despacho y sentarse en su mesa; decidió meterse en su cuerpo, llegar a la plaza en una carriola antigua junto a un botijo, vestir un traje de luces de singular diseño añejo y lidiar, como su admirado vecino, seis toros de una ganadería histórica.Y, como puede, lo intentó. Cuando se abrió la puerta de cuadrillas, quien se plantó en la arena portuense era Joselito el Gallo, y como tal cruzó el ruedo entre la aclamación popular.
Pero cuando cambió la seda por el percal, sonó la trompeta portuense y salió el toro, el espíritu de Joselito se esfumó. Cosas de la magia. Y quien estaba allí era Morante en cuerpo y alma, con el corazón en el pasado, pero hijo de su época, un torero artista que se vio superado por las circunstancias.
Él mismo lo reconocía el pasado miércoles en este periódico: “Puse mucha ilusión para que pasara algo importante y no pasó. Fue una tarde muy dura en la que sufrí mucho por el desarrollo del festejo. Todo se iba poniendo cuesta arriba, y no lograba tener fuerzas para cambiar el resultado”.Quiso ser Joselito, pero era Morante. Pretendió lidiar como el de Gelves, y él lo que sabe es torear, y muy bien, a los toros artistas.
Solo él sabrá lo que le pasó por la cabeza en aquellas dos horas que le debieron parecer eternas, pero no pudo. Esa es la verdad. No logró reunir fuerzas para cambiar el resultado del festejo.
A pesar de todo, hay que agradecerle que protagonizara un acontecimiento, que hizo feliz, aunque solo fuera un sueño, a mucha gente. Hay que agradecerle que se retara a sí mismo, aunque se perdiera en el difícil viaje al pasado
¿Y los toros de Prieto de la Cal? Estaba cantado que no ofrecerían facilidades, y se les vio ayunos de casta y fortaleza. No es menos cierto que el director de lidia ordenó a sus picadores que les infligieran un castigo desmedido. La corrida cumplió sobradamente en varas, galopó en banderillas —el quinto fue devuelto sin motivo aparente— y llegó agotada al tercio final. Allí les esperaba un desdibujado torero y no pasó nada.
Morante volverá a ser el de antes la tarde que vuelva a dibujar una verónica en cualquier plaza. Prieto de la Cal es un hierro atado a una historia y no se verá perjudicado por este tropiezo.
La que perdió en El Puerto fue la tauromaquia. Un torero y unos toros jugaron una partida que pudo cambiar, quién sabe, el curso de la fiesta moderna, pero no fue posible.
He aquí un sueño que fue muy bonito mientras duró.
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