Buscar este blog

miércoles, 6 de julio de 2022

AQUELLOS SANFERMINES DE HACE UN SIGLO

 Por Santi Ortiz

El siniestro había sido provocado. Lo hacía suponer el hecho de que el incendio se iniciara en tres sitios distintos a la vez. Y aquel 10 de agosto de 1921, la plaza de toros de Pamplona sucumbió pasto de las llamas. Hacía un mes –11 de julio– que Juan Belmonte, Sánchez Mejías y Granero habían realizado el último paseíllo en ella para dar cuenta de un encierro del conde de Santa Coloma.

En cualquier caso, cuando se produjo el incendio, la Casa de Misericordia ya había acordado con el Ayuntamiento pamplonés la edificación de un nuevo coso taurino, cuyo centenario se conmemorará este 7 de julio cuando Pablo Hermoso de Mendoza, Morante de la Puebla, El Juli y Roca Rey rompan plaza para entendérselas con un toro de El Capea –el rejoneador– y seis de Núñez del Cuvillo, los toreros de a pie. Cumpleaños centenario de aquella inauguración del día de San Fermín de 1922, cuando la actual plaza de Pamplona nació al toreo. En aquella ocasión se anunciaron los diestros Julián Sáiz, Saleri II, Juan Luis de la Rosa y Marcial Lalanda para vérselas con reses de una de las ganaderías más prestigiosas del momento: la colmenareña de los hijos de don Vicente Martínez. Los toros que ostentaban entonces en sus morrillos el pendón morado de Castilla, podían competir en bravura y nobleza con los que más, aunque en esta corrida inaugural, pese a componer el lote más fino y bonito de la feria, fue, sin embargo, el que menos juego brindó, pues, a excepción del cuarto, que dio muy buen juego, el resto peleó sin codicia, abriendo la boca al tercer puyazo y llegando muy apurado a banderillas y sin opciones al tercio final.

No obstante, la efeméride inaugural ya había acontecido en el encierro matinal al formarse el primer “montón” registrado en el flamante coso. Al llegar a la entrada del redondel, un pequeño desnivel allí existente provocó la caída de dos corredores que sirvieron de obstáculo para que sobre ellos cayeran setenta más, formando un muro humano sobre el que se precipitaron y gatearon violentamente toros y cabestros produciéndose instantes de trágica emoción. Al final, los servicios sanitarios registraron dos heridos por asta de toro, algunas fracturas óseas y decenas de contusionados. El capotillo de San Fermín hubo de emplearse a fondo desde el primer momento.


El levantamiento de la nueva plaza pamplonica fue encargado al arquitecto vasco Francisco Urcola, el mismo que construyera la emblemática plaza donostiarra del Chofre y la Monumental de Sevilla, cuyos planos utilizó para construir la de Pamplona, aunque a una escala más reducida, pues mientras la Monumental sevillana fue ideada para un aforo de 23.000 personas, la pamplonesa sólo rozaba las 13.600 localidades. Fue éste un magnífico edificio, que utilizó como material pionero el hormigón armado, construido en un estilo arquitectónico renacimiento español. Lo cierto es que en tan sólo dieciséis meses y con un coste de 1.400.000 pesetas, el nuevo coso abre las puertas de su historia para celebrar los primeros sanfermines que la tendrán por marco.





Consta el serial de cinco corridas de toros, a celebrar entre los días 7 y 11 de julio de 1922. Cinco prestigiosas vacadas y otros tantos espadas de cartel compondrán las combinaciones de la feria inaugural. Con Belmonte retirado, Joselito, Varelito y Granero muertos y el resto de espadas notables de muy incipiente alternativa, es Sánchez Mejías el torero que disfruta en ese momento de mayor cartel, cosa que Ignacio aprovecha para organizar una temporada selectiva, donde se prodiga rechazando contratos, ya que pretende superar el canon de las 8.000 pesetas por corrida cobrando más por sus actuaciones. Así y todo acepta figurar en el cartel sanferminero y como tal se anuncia en el mismo no sé si con ciertas reticencias, ya que aprovecha la distensión ligamentosa en la articulación escapulo-humeral derecha, que le produce un veragua en Valencia el 4 de julio, cuando actúa en beneficio de la hermana de Granero, para no ir a Pamplona, pues no reaparecería hasta el 16 de julio en Málaga. Los aficionados navarros censuran duramente su decisión, aunque luego muestran su satisfacción al saber que el espada encargado de sustituirlo será Juan Anlló, Nacional II.




¿Hay motivo para tanto contento? A nosotros, con un siglo de por medio, tal vez nos quede demasiado a trasmano el asunto, pero en aquellos momentos, el torero mañico de Alhama de Aragón, alternativado en Oviedo el septiembre anterior, gracias a su esforzado valor y a una férrea voluntad de triunfo que le había hecho sobresalir en las ocasiones de mayor compromiso, se había colocado en uno de los primeros puestos entre los lidiadores de su época. De ahí el contento de los aficionados pamploneses, que no se equivocaron, pues, el diestro zaragozano se erigiría a la postre en triunfador del ciclo.

Una vez parcheado el nombre de Sánchez Mejías, los carteles quedaron de la siguiente guisa:

El día 7 de julio, el inaugural ya señalado.



El 8 por la mañana, la llamada “corrida de prueba”, en la que tradicionalmente cada torero que venía a la feria lidiaba un toro a beneficio de la Casa de Misericordia. Normalmente consistía en una corrida de cuatro toros y cuatro matadores, que en esta ocasión encarnaron La Rosa, Maera, Nacional II y Lalanda, perteneciendo los toros a la vacada que en Funes tenía el ganadero navarro Cándido Díaz; reses bravas y poderosas, una de las cuales hirió ese día gravísimamente en la cabeza al banderillero de Marcial, Pelucho. Esta costumbre de la corrida de prueba desapareció una vez concluida la Guerra Civil.

El día 9, La Rosa, Nacional II y Lalanda, se las vieron con los astados de los hermanos Francisco y Victorio Villar, de Madrid, con sangre de Santa Coloma y Saltillo, uno de los pilares con que se formaría posteriormente el célebre encaste Vega-Villar, y en aquellos tiempos una de las divisas más acreditadas y solicitadas por los públicos. En Pamplona, donde no gustan los toros flojos o mansurrones, pudieron dar fe pues fue la suya la mejor corrida de aquella feria hoy centenaria, galardón que conseguiría en Pamplona por tercera vez consecutiva.

SALERI II
Al día siguiente, Saleri II, Maera y Nacional II, tuvieron que
pasar el trago de los miuras, anunciados a nombre de los señores hijos de don Eduardo. Estos toros, que, según iban perdiendo la fama de terroríficos adquirida al calor de la tragedia, lo hacían igualmente de la bravura seca y dificultosa que los convertía en predilectos del público, conformaron en Pamplona una corrida más mala que regular, cosa corriente en la mayoría de las lidiadas con el mítico hierro, tanto ese año como en las temporadas anteriores. La crítica señalaba que, mientras los ganaderos continuaran durmiendo en los laureles que les dejó su padre, los 
fracasos no cederían el campo a los triunfos pertinentes para resarcir el buen nombre de la torada sevillana.


Por último, el día 11 se clausuraban aquellos primeros sanfermines de la plaza nueva, con Maera, Nacional II y Marcial Lalanda componiendo la terna que hubo de pasaportar cinco toros de Santa Coloma y un remiendo paisano de Cándido Díaz. He aquí –la de Santa Coloma– otra de las ganaderías más famosas del mundo, que en aquellos momentos culminaba una racha cumbre para su divisa, pues aún estaba fresca la memorable pelea del toro “Bravío”, en Madrid, o, más atrás en el tiempo, aquel “Cantinero” que había propiciado a Joselito cortar la primera oreja de la historia en La Maestranza de Sevilla y cuando no eran pocos los ganaderos que pugnaban por comprarle sementales al conde. Del encierro enviado por éste a Pamplona sólo corrieron los mozos cinco toros, pues, al trasladar la corrida la noche antes al corralillo de Rochapea, de donde habría de partir el encierro del día de la corrida, uno de los astados saltó la pared y, vadeando el río, huyó internándose en el campo. Pese a que los pastores y guardas con los cabestros que salieron en su persecución consiguieron devolverlo a tiempo de ser corrido, no corrió el encierro, aunque se lidió, sin que yo haya conseguido averiguar si era éste el jugado en tercer lugar y que fue devuelto a los corrales por resentirse de los cuartos traseros. En cualquier caso, fuese éste u otro, se hizo necesario remendar la corrida con un toro del ganadero navarro.

En cuanto a los matadores, es curioso resaltar su bisoñez, pues,de los cinco espadas contratados para la feria, tres no habían cumplido aún el año de alternativa; Juan Luis de la Rosa no llegaba a los tres y Saleri II –el más veterano– no pasaba de siete. Esto significa que adicionados los años de alternativa del quinteto de toreros de aquellos sanfermines suman casi cinco veces menos de los que cuentan solamente los tres diestros de a pie que componen el cartel inaugural de este año.

Saleri II se mostraba entonces como si hubiese perdido la confianza para estar delante de los toros, no siendo ni la sombra de lo que en un tiempo le colocó entre los primeros espadas de la segunda fila. Mató las corridas de Vicente Martínez y Miura. Con la primera, sin sobresalir en nada, anduvo compuesto y aseado, salvo en la suerte suprema, en la que siempre entró mal. A los miuras no quiso ni verlos, mostrándose desconfiado y sin ganas.

De La Rosa
Dicen los cronistas de la época, que
Juan Luis de la Rosa hubiera podido ser el primero de los toreros de su tiempo de no flaquearle el corazón, pues aventajaba a sus compañeros en la naturalidad fecunda de su arte; sin embargo, el valor lo tenía en la reserva. Toreó en Pamplona los días 7, 8 y 9 de julio y su balance fue malo. Salvo alguna verónica, algún detallito pinturero y cuatro pellizquitos de su arte, todo se le fue en bailar y no darse coba ni un momento. Los pitos lo acompañaron todos los días en su salida de la plaza y en la corrida de prueba cosechó con la bronca un apercibimiento presidencial. Verdaderamente, el torero jerezano no se llevó un grato recuerdo de su paso por la flamante plaza pamplonica.

MAERA

Siguiendo el orden de antigüedad, le toca el turno a Manuel García, Maera, un diestro que, además de sus indiscutibles méritos como banderillero fácil, dominador y de recursos, y de que la afición lo considerara mejor o peor torero, contaba con una cualidad sobresaliente que le sirvió de base para lograr el triunfo en la mayoría de sus corridas: el valor. En Pamplona, hizo el paseo los días 8, 10 y 11, sin que su labor convenciera a los aficionados. Su mejor tarde fue la de los santacolomas, pues en las anteriores no pasó de mostrarse valiente a secas. En ésta no. Aquí dio otra dimensión de su toreo, poniéndose muy cerca, adornándose mucho al torear tanto de pie como de rodillas, aunque también se le apreciara su falta de estilo. Como cabía esperar, pareando se lució en todas las ocasiones.

De Juan Anlló, Nacional II
, ya hemos señalado que entre una 
voluntad indomeñable, un valor auténtico y un alto concepto de la vergüenza torera, se cimentaba el secreto de su éxito y el fervor que los públicos parecían sentir por el torero mañico; fervor que en nada de tiempo lo había llevado a ocupar uno de los primeros puestos entre los espadas de su época. Creador del “puente trágico” –una especie de lance al delantal codillero en que el toro pasaba tan ceñido al torero que éste no tenía más remedio que encoger la barriga mientras volcaba su pecho sobre el animal formando así una especie de arco –puente–, por debajo del cual pasaba el toro–, que a unos gustaba y a otros no, pero que a todos encendía, Nacional II supo hacerse aplaudir extraordinariamente por tirios y troyanos con su derroche de valor y la verdad de su toreo. Y eran particularmente dos las cosas que se le aplaudían sin reserva: su manera de arrimarse al toro y el respeto y cariño que profesaba al público de Madrid, de cuya plaza no querían oír hablar la mayoría de los toreritos de aquel tiempo. En Pamplona, toreó los días 8, 9, 10 y 11, y a su esportón fue a parar la primera oreja concedida en el nuevo coso, premiándose con vuelta al ruedo tanto su actuación con el abufalado toro de Díaz, con que empezó su feria, como con el tercero de Miura. De su mano germinaron las primeras semillas de triunfo en la plaza neonata, a destacar el logrado con el segundo burel de los hermanos Villar. Menú con entrantes de ceñidísimos lances a la verónica, donde resultó volteado, para volver a repetir el mismo plato con otra tanda calificada justamente de espeluznante. En la degustación de los quites, comparte ovaciones con Marcial, y en banderillas, destaca con un par de frente superior y otro con los terrenos cambiados pasando sus apurillos. El plato principal se lo brinda al revistero donostiarra Santomana, y son el valor y el reposo los ingredientes que le llevan a aderezar su faena, salpimentada con pases de rodillas de escalofrío. De postre, un gran pinchazo seguido de un volapié enorme del que sale el toro rodado sin puntilla. Como no podía ser de otra forma, la primera oreja de la nueva plaza fue paseada en triunfo por Nacional II, indiscutible triunfador de los primeros sanfermines de la plaza nueva.

Nos queda hablar del diestro más nuevo: Marcial Lalanda; un torero que iría desplegando a lo largo del tiempo su condición de figura del toreo, pero que en aquellas calendas sembraba de dudas su porvenir. De él se decía entonces que pudiendo ser un torero de cien corridas por temporada a 8.000 pesetas por tarde, se había tirado a la bartola dejándose llevar por prácticas poco aconsejables como desplantes con el público, desprecios a sus compañeros, carencia de pundonor, abulia, medrana… En Pamplona, toreó los días 7, 8, 9 y 11 y tampoco su paso fue brillante. Dejó apuntes de su buen toreo e inteligencia, pero también de su voluntad de hacérselo llegar al público sólo con cuentagotas. Le pitaron en la inauguración, con las reses de Martínez, y no pasó de regular en sus otras tardes.

Retratado el panorama de la feria inaugural, resta decir, por completar la fisonomía de la plaza centenaria y aunque quede fuera de aquellos sanfermines de hace un siglo, que el nuevo coso sufrió una ampliación, acometida tras los sanfermines de 1966, levantando un graderío sobre la andanada que aumentó su aforo a 19.500 localidades aproximadamente.

Posteriormente, en 1983 se estrenó la cubierta actual de la andanada, y en 2005, buscando el cumplimiento de la legislación navarra sobre seguridad en espectáculos públicos, se acomete la última reforma, dotándola de mayor número de salidas, vomitorios y pasillos, aunque manteniendo el aforo anterior, a costa de bajar más el ruedo y crear la fila de segunda contrabarrera.

Llegamos al presente. Después de tanto silencio impuesto por el covid, otra vez la atronadora algarabía. Vuelve la “Feria del toro” por antonomasia. 7 de julio. San Fermín. La fiesta torna a vestirse de blanco, pañuelo rojo al cuello, y a la cintura faja de idéntico color. A la hornacina del Santo se le posan otra vez los cánticos. El chupinazo da salida al encierro. Santo Domingo arriba comienza la carrera. Lo mismo que hace un siglo, pero con una muchedumbre entonces impensable. En el camino, un lenguaje de cien años ha venido puliendo aristas, refinando genética, depurando ideas. Y el toreo sigue viviendo por más que fustigado, aparcado en las tardes de sol, que eterniza el juego del toro y la sorpresa. El pozo seco que nos llena de sed volverá a fluir el jueves con los nuevos milagros que a bien tenga el dios Tauro otra vez depararnos, para que el mundo reanude su camino empedrado de incógnitas y florezca entre las embestidas la luz de la belleza.

Lo tenemos encima.

¡Viva San Fermín!