Los toros tienen pitones, pero no ideología
“La fiesta de los toros ha estado, desde su lejano origen, en el centro de la polémica, ha provocado grandes pasiones a favor y en contra, y estoy convencida de que esta situación persistirá mientras exista el espectáculo”.
Así opina Beatriz Badorrey, profesora de Historia del Derecho y autora del libro Taurinismo / Antitaurinismo. Un debate histórico (Cátedra, 2022), en el que analiza cómo la tauromaquia ha sido objeto de encendidos debates en la política, la Iglesia y la sociedad desde el siglo XIII. Se habló de toros en el Concilio de Trento, el Papa Pío V los prohibió mediado el siglo XVI, los políticos ilustrados del XVIII protagonizaron una nueva acometida contra la fiesta, Carlos IV trató de erradicarla y la Generación del 98 tuvo también su tinte antitaurino; el franquismo manipuló los toros a su conveniencia, avanzada la segunda mitad del siglo XX, el animalismo nació con fuerza en el Reino Unido, España se integra en Europa en 1986 y el espectáculo taurino comienza otra etapa convulsa.
El espectáculo taurino, a la vista está, ha sido y sigue siendo un asunto controvertido. Y los políticos de hoy, en su inmensa mayoría, se posicionan en contra por acción u omisión. Tanto es así que los toros son considerados oficiosamente malditos, y deben ser los tribunales de justicia los que recuerden de vez en cuando a los políticos que la tauromaquia está protegida por la ley.
En 1991, el senador socialista Juan Antonio Arévalo lideró una cruzada contra el fraude y promovió la aprobación de la Ley de Potestades Administrativas sobre Espectáculos Taurinos, la primera en la historia de España.
Años después, en 2013, a instancias de Luis Gibert, presidente de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña, el Congreso de los Diputados recibió 590.000 firmas que solicitaban una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para que los toros fueran considerados Bien de Interés Cultural (BIC). Gobernaba entonces el Partido Popular y aquel empuje ciudadano, con la colaboración imprescindible del diputado popular Juan Manuel Albendea, derivó en la aprobación de la ley 18/2013 para la Regulación de la Tauromaquia como Patrimonio Cultural.
A pesar de esta cobertura legal, que obliga al Estado a la defensa y promoción de la fiesta de los toros, los políticos de todo signo le han dado la espalda y, al igual que el franquismo, la utilizan en su beneficio cuando la ocasión les es propicia.
El PSOE, por ejemplo, jamás ha votado a favor de los toros en el Parlamento y el Gobierno actual hace política cuando solo les dedica 75.000 euros de subvención en los Presupuestos Generales del Estado, en clara discriminación con el resto de las industrias culturales. Y vuelve a posicionarse políticamente cuando excluye los toros del Bono Cultural Joven. El PP aprobó la ley de 2013 y se olvidó completamente de ella. Salvó su honor ante los firmantes de la ILP, pero se rindió ante su propio complejo antitaurino.
TVE hace política cuando en 2006 decidió no retransmitir festejos taurinos, actitud que han mantenido hasta hoy todos los gobiernos de PSOE y PP.
Siete Comunidades Autónomas han declarado los toros como BIC y son varias las Diputaciones Provinciales y muchos los Ayuntamientos que proclaman su amor a los toros, pero todas las administraciones son cicateras en extremo con la fiesta cuando aprueban sus presupuestos.
Madrid, por ejemplo, que enarbola la bandera taurina a los cuatro vientos, ha concedido ayudas con motivo de la pandemia, pero tiene abandonado el edificio de Las Ventas, que tantos millones ha reportado a las arcas autonómicas.
Guillermo Fernández Vara, presidente de Extremadura, dijo en un programa televisivo: “Si el toro tiene un problema, yo tengo un problema”, y resulta que su comunidad concede a los toros 86.000 euros al año. Hace solo unos días, el presidente de la Junta de Andalucía, el popular Juan Manuel Moreno, reivindicó la tauromaquia como “referente indiscutible” de la cultura andaluza y anunció el aumento de las “subvenciones a las escuelas taurinas” y las ayudas al sector ganadero del toro bravo, después de muchos años de abandono por parte de esta autonomía.
Parece que los políticos solo saben que los toros tienen pitones, pero no suelen acudir a las plazas (no las frecuentaron Suárez, ni Calvo-Sotelo, ni Felipe González, ni Aznar, ni Rodríguez Zapatero, ni Rajoy, ni, ahora, Pedro Sánchez). Prefieren utilizar la fiesta a su antojo. Y cada vez que lo hacen unos y otros, supuestos defensores y proclamados detractores, la maltratan. Todos olvidan, como dijo Anna, hija de Carlos Saura, en la reciente gala de los Premios Goya, que la cultura no tiene ideología. Y la tauromaquia —que es patrimonio cultural—, tampoco.
Hoy, que tan enraizados están el animalismo, el mascotismo y el bienestar animal, pero también el respeto a la libertad de creación, de opinión y de afición de los demás, ¿serían capaces los políticos antitaurinos de prohibir la fiesta de los toros? ¿Tendrían el valor para adoptar una decisión tan arriesgada? Quizá, no; quizá no se atrevan por motivos electoralistas y opten, como ahora, por el maltrato continuo, que no deja de ser una forma delictiva, una afrenta a la ley que protege la fiesta de los toros.
¿Serán capaces los políticos que se dicen taurinos de despojarse de su rancio complejo, abandonar la hueca palabrería y apoyar los toros con la ley de presupuestos en las manos?
¿Por qué unos y otros no reconocen de una vez que existe una minoría cultural —amplísima, eso sí— que merece que se reconozcan y respeten sus derechos? ¿Hasta cuándo los aficionados taurinos tendrán que aguantar que la política abuse de su paciencia?
Los toros tienen pitones, pero no ideología, y nadie debe olvidar que toda ley está para cumplirla. Que no les gusten los toros a algunos responsables públicos no les exime de respetarlos y protegerlos; y los otros políticos, los que se dicen taurinos, que se tiren a la arena, cojan al toro por los cuernos y se jueguen los muslos en un apoyo sin fisuras a la tauromaquia en igualdad de condiciones con las demás manifestaciones culturales.
Todo lo demás es acoso y maltrato, por un lado, e hipocresía, por otro.
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