Viendo por televisión la corrida del pasado domingo en Insurgentes, veinticinco mil personas en los tendidos y Zotoluco, Morante y Silveti en la arena, ante toros(sic) de Hamdan, uno no podía por menos que dejarse llevar del mosqueo, tal vez indignación, ante aquel desfile de animales de beatífica apariencia y que apenas aguantaban un par de embestidas sin que su esqueleto se tambalease y/o desplomase.
No es la primera vez que ocurre (ahora, antes y mucho antes) , ni allí ni en muchas (demasiadas) plazas del orbe taurino y eso, claro, lleva a los aficionados y la crítica especializada (bueno, no toda) a preguntarse si esa es la Fiesta que queremos, aquella por la que luchar cuando (como ahora, en grado sumo) vienen mal dadas y, sobretodo, si en ella reconocemos los valores que , precisamente, le dan carta de naturaleza. Unos valores que hablan de honestidad, desafío, reto, coraje, superación , creación artística, valor (el del torero)... y en los que el toro (en su integridad) resulta esencial.
En todo eso pensaba viendo la corrida de marras (también lo he pensado ¡ay! otras tardes) pero hubo un momento, media docena a lo sumo, en que la pantalla del televisor dejó de existir como filtro de espacio, tiempo y lugar; el toro endeble se trastocó (vana ilusión) en fiero e imponente uro y , ante mí, se apareció la frágil, inalcanzable, belleza suma del toreo.
Ocurrió cuando Morante desplegó su capote, apenas sostenido por las yemas de unos dedos que son paleta de colores y cincel de esculturas inmateriales, "arte efímero del vuelo". Verónicas aladas, que se fraguan en los recovecos del alma y una media, después otra , de asombroso prodigio. Hubo más , un saleroso galleo por chicuelinas al paso para llevar al toro al caballo (trámite innecesario dadas las circunstancias).
Ahí se podía haber acabado la corrida y todos contentos. Que digo contentos, felices, radiantes. Pero, claro, fue que no y en el marasmo el posible olvido del milagro.
En ese momento me vino a la mente lo leído unos días antes en el blogg que en El Mundo, es tiene un joven cineasta (de dinastía, como tantos toreros) español, Jonás Trueba. Citaba Jonás (no el de la ballena, sino el hijo de Fernando, el sobrino de David) : " El mal y la fealdad se cuidarán solos. Es el bien y la belleza lo que necesita de nuestros cuidados".
No necesita la Tauromaquia que la política certifique lo que ya es por sí misma. Pero esa Fiesta perseguida y calumniada desde fuera y maltratada desde dentro, sólo se preservará, más allá de grandilocuencias e interesadas manipulaciones y apropiaciones, si a una autenticidad sin mácula une voces que la sepan valorar y/o cuidar.
Al hilo de la cita de Jonás, muchos de los males que derivan en fealdades que acosan y se enquistan sobre el toreo tapan el sol de sus bienes y de belleza como la comentada en los lances morantianos. Convendría, pienso, saber desbrozar- para denunciarlos- donde anidan unos (el mal, lo feo) y surgen los otros (el bien, lo bello) y cuando estos se nos aparecen saber valorarlos y, sobre todo, contarlos, cantarlos.
Claro que siempre habrá quien tache, al que así lo haga, de palmero y otras lindezas. Allá ellos con su "sentimiento trágico de la vida".
Ésta, la vida, es demasiado dura, también demasiado frágil, como para vivirla sin- cuando podemos o nos dejan- buscar al menos un atisbo de belleza. Esa belleza que, mira por dónde, los aficionados a los toros (o así nos consideramos) podemos percibir, sentir, en un segundo de toreo. Afortunadamente.
Por Paco March ( Burladero )
No hay comentarios:
Publicar un comentario