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miércoles, 20 de enero de 2016

Morante en las nubes

Asumo el riesgo de nuestro tiempo donde escribir de toros es ya un tema políticamente incorrecto, pero en tanto se homogenice la cultura y seamos todos teutones sin paella, convencidos del maíz transgénico y de la asepsia hasta en las formas de hablar entre prójimos, parto una lanza a favor de la apasionada adrenalina que elevó el domingo pasado José Antonio Morante de la Puebla en la Monumental Plaza de Toros México. 

En tanto no surja el grupo progre que demonice incluso a la filatelia o el gusto culpable por cantar por lo bajito algunos palos de flamenco, declaró sin miedo la íntima emoción rebosada de metáforas con las que Morante volvió a elevar su tauromaquia a nivel de género literario: el mesurado ensayo de las verónicas a media altura, apenas logrando bajar la mano en una media que terminó por hundir en la arena el hocico de un debilitado toro con reminiscencia de bravura; el poema de las chicuelinas más lentas con el broche de un suspiro de desdén y una leve sonrisa en los labios; lances de relato y el andar pausado de quien sabe mejor que nadie su cuento. Luego, la novela que empieza rodilla en tierra, sin despeinarse, midiendo el galimatías de un toro que –a falta de presencia espeluznante se debatía entre nobleza aborregada (que engaña precisamente a quienes se proclaman antitaurinos) con ecos de una casta (que engañó incluso al Juez de Plaza, quien concedió un arrastre lento, luego de tartamudear su miopía al conceder las orejas).
Fueron varias tandas de derechazos para trazar la secreta geometría en contraquerencias, el giro sobre los talones de quien se sabe ya situado en el eje del universo por un instante en el que puede pasarse los pitones (dudosamente intactos), más allá de lo que el escaso público asistente llegaba a digerir: estaban ante un concertino de toreo a la alta escuela en una tarde en la que Octavio García El Payo había realizado ya en el segundo de la tarde una faena abiertamente morantista como quien rinde homenaje al primer espada que sonríe en el burladero. Ya en el ruedo, en su toro y en plena novela, Morante se pasaba la muleta a la mano izquierda como quien remata un párrafo perfecto sabiendo que escribe en un mundo donde los mortales distraídos con sus teléfonos, los militantes de protesta y los protestantes de otras culturas en realidad no entienden que no entienden: aquí está un hombre vestido de un azul que parece obispo con oros en filigranas que rompían con los tradicionales alamares, de medias largas de agujeta y flecha ascendente, el cante hasta en el peinado y el guiño de un kikirikí en blanco y negro; aquí un pase de pecho que rompe con la ya aburrida horizontalidad del mundo, pasándose la vida entera por la faja hasta desahogar por arriba y encima del hombro. Callar al mundo y cuadrarse, y sin importar los posibles defectos de la estocada, despedir de esta realidad a un animal que fue creado para precisamente para lidiarse y morir a estoque en medio de un vendaval de nuestros tiempos enrevesados donde los enemigos de la ópera han de denostar toda aria como gritos sin sentido y abandonar los teatros por preferir las cintas grabadas en fibras ópticas y olvidarse del cine en sepia pues fardan más las guerras de las galaxias como en parque de diversiones con comida chatarra y una cada vez más generalizada ignorancia que alimenta a la ignorancia misma.
Se abarata la Plaza México con la quejosa media entrada de apenitas que conformaban los afortunados testigos de una faena intemporal; abaratamiento que contrastará con el llenazo que se espera el próximo 31 en cuanto vuelva a la luz vestido de luces Su Majestad José Tomás para que los tendidos del morbo y del mundo se llenen hasta el reloj con entradas cuyos precios de reventa garantizan que los verdaderos aficionados hemos de quedarnos con el eco, con la larga distancia donde de vez en cuando se ve volar a lo lejos a un artista entre nubes, un gitano que no ha perdido el duende con el que embelesó a la Maestranza aquella tarde que vestía de grana y oro y los guardias impidieron que lo lleváramos en hombros hasta la Puebla, todos nosotros improvisadoscapitalistas, costaleros de su paso, que ya viejos y de lejos jaleábamos en la madrugada de España una insinuación al óleo en cuanto Morante desplegaba su capote, un brochazo de acuarela y el relámpago de un trincherazo bien dado, como para helar toda opinión sesuda y cada respiración atónita. Una locura trasatlántica de un arte que día con día vive el peligro de su extinción, sabiendo que quizá llegará muy pronto la tarde en que haya que intentar poner en palabras el milagro de una faena, que irónicamente conjuga en todos sus pases las mejores metáforas para aliviar el tedio y confusión de un mundo que se entretiene en tantas otras cosas.

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