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miércoles, 22 de septiembre de 2021

TOMÁS RUFO

 Por Santi Ortiz


Se han cantado hasta la saciedad –y con razón– las verónicas de Diego Urdiales en Vistalegre, las de Morante de la Puebla, en varias plazas, y las del pasado domingo en Sevilla, a cargo del debutante Juan Ortega. Sobre todo con estas últimas se dispararon las hipérboles, los calificativos de “históricas” y hasta el director de la censura musical de la banda, concedió el plácet de hacerla sonar en su honor. Sin embargo, lo mejor que se ha hecho este año con el capote a la verónica, tiene otro nombre propio: el del entonces todavía novillero Tomás Rufo, que, en la Plaza Real de El Puerto de Santa María, formó un verdadero “lío” al bordar en temple, limpieza y arte su extenso recibo capotero a “Enemigo”, el novillo de El Freixo que abrió plaza en el festejo inaugural del abono portuense.


No voy a decir que no se le ensalzara porque sería faltar a la verdad, pero no he visto reflejada la verdadera dimensión de su alcance en ninguna de las crónicas y reportajes con que me he tropezado. Si lo que hizo Rufo lo llega a protagonizar Finito, Aguado, Manzanares u otros diestros etiquetados con el sello de “artistas”, todavía están los “papeles” babeando almíbar; pero lo hizo un muchacho –desconocido para muchos de esos güenos afisionaos, que no suelen inmiscuirse demasiado en el territorio de la novillería–, que no anda amparándose en la bullanga ni rebusca orejas en las concesiones a la galería.

Tomás Rufo es un torero toledano con el sobrio sello de Castilla en su escudo de armas; un hidalgo veinteañero, embutido en una anacrónica armadura llamada traje de luces, que, como aquel caballero andante inmortalizado por la literatura, va de plaza en plaza para satisfacer su afán de aventuras desfaciendo entuertos ante las astas de un toro.

Por esos herméticos mecanismos de la herencia, el tuétano de su toreo está impregnado de aquellos códigos de honor individuales en los que se apoyaban las proezas de los míticos héroes que poblaron los cantares de gesta y los libros de caballerías. Pero en Rufo no hay ficción. Todo lo más, sueños de fama y de grandeza, que, como de sobra sabe, tiene que abrirles paso en la ruda realidad de la lidia si quiere verlos alcanzar su plenitud.

Tomás Rufo es un hombre serio, introvertido, parco en palabras y pródigo en acciones. Torea para sí mismo. Hace lo que siente y siente lo que hace. No se da coba y su hidalga condición le impide mendigar trofeos, como hacen otros, o adoptar posturas sanchopancescas impropias de un valiente agraciado con ese valor seco, auténtico y no postizo, que saca a relucir cuando le sale por las puertas del chiquero un astado buscándole los muslos o, simplemente, hurtándole la posibilidad de obtener un triunfo. Así el segundo astado de su alternativa vallisoletana, al que cortó las dos orejas después de recibir una violentísima voltereta de la que salió ileso porque los dioses, emocionados por la verdad desnuda de su toreo, como lo estaba el público, manejaron con tino el capote de la providencia.

Si saldó su alternativa llevándose en el esportón cuatro orejas, su segunda corrida –el pasado sábado en Talavera de la Reina– aún le fue mejor, pues al premio obtenido en Valladolid le sumó ahora el rabo de uno de sus enemigos. Eso se llama vivir en plenitud la sonrisa del éxito, gozar viendo abierta de par en par la puerta de la esperanza. Después vendrán la sangre, los contratiempos, las zancadillas y las incomprensiones, multiplicadas en esta época de mediocridad, que tanto abundan en un mundo tan proceloso como es el del toreo. Pero confío en que todo sabrá soportarlo sin que su voluntad de hidalgo se resienta, como le ocurriera a aquel afamado don Quijote de la Mancha, pese a los quebrantos a que viera sometidos sus huesos. Por algo era considerado el más valiente caballero que se viera en los contornos del campo de Montiel.


Rufo es un diestro que milita en la orden del temple al tiempo que en la escuela estoica. Por la primera, busca siempre la despaciosidad en el manejo de las telas. Por la segunda, entierra sus zapatillas en la arena e inmoviliza su instinto de conservación para dirigir, desde su quietud, las pautas de su ortodoxia torera.

En su concepción del toreo, Tomás Rufo es un clásico. No comulga con la pinturería. Prefiere el empaque de quien extrae el sentimiento de lo más profundo de su ser. Por su sobria condición, a veces lo tachan de frío, y a mí me florece la sonrisa de la nostalgia cuando recuerdo la misma crítica al José Tomás novillero. También aquel pecaba de frío y miren ustedes adónde ha llegado. Rufo no sé dónde llegará, pero me apuesto lo que quieran a que, si no se malogra, es un torero que viene a instalarse entre las figuras más cimeras del escalafón. Todo es cuestión de tiempo, que será quien me dé o me quite la razón. Pero, de momento, los empresarios podrían comenzar a hacerle un favor a la Fiesta, aprovechando la desgraciada lesión de Aguado para sustituirlo por la promesa de futuro que encarna Tomás Rufo. Vamos a dejar ya de mirar al pasado y centrarnos en el porvenir, porque toreros hay y la Fiesta los necesita

1 comentario:

Coronel Chingon dijo...

Esperemos que Rufo sea una nueva estrella brillando en el firmamento del toro. Un abrazo.