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lunes, 3 de noviembre de 2014

Nuevo OPUS de Tierras Taurinas

LA CASTA NAVARRA 
En los montes de Vizcaia y en las faldas de los Pirineos, subsisten en libertad 400 cabezas de la raza más antigua europea. El Betizu, o “vaca arisca”, es el descendiente directo del uro, y como tal un vestigio del neolítico. 

De su selección surgió la casta navarra.
De la casta navarra surgieron a su vez en la Edad Media los primeros juegos taurinos, y de aquellos las bases del toreo acrobático de los matatoros vasco-navarros que popularizó Goya. 

Desde el siglo XIV fueron los primeros profesionales de a pié, tres siglos antes de que surgieran los de Sevilla y Ronda.
Seguir la huella de la casta Navarra y de sus matatoros, permite entender la riqueza de un arte que, antes de pulirse en Andalucía, existió cuatro siglos en el País Vasco, en su forma más ancestral. 

Tierras Taurinas
Una realidad histórica inapelable que, sin embargo, los ideólogos separatistas prefieren ocultar.
LA OTRA CUNA DEL TOREO

Cuna de la casta Navarra, tan importante durante los siglos XVIII y XIX, cuna también del toreo a pie gracias a sus toreadores ventureros y matatoros, y cuna, por supuesto, de una de las mejores aficiones del mundo, el País Vasco y Navarra dan para mucho más que un solo opus. Por ello, habrá que regresar a las tierras de las Bardenas y la Rivera del Ebro. No obstante, para empezar, era necesario, a través del presente trabajo, contar la evolución que ha experimentado la Fiesta en estos territorios con el fin de entender su idiosincrasia. 
La afición vasca no se parece a la de la marisma, la de Extremadura o la de Ciudad Rodrigo. Quizá guarda más parecido con la francesa, y también esto se explica aquí. No olvidemos que Vascones y Gascones formaron parte de un mismo pueblo, unido en un único reino, y que ambas regiones pertenecieron a la cultura franco-cantábrica. 
De este pasado lejano, algo queda, incluso si el tiempo y una frontera administrativa las separó, a pesar de la polémica. 
Cuando cayó el Imperio Romano y fueron derrumbados los 200 coliseos donde los taurarii combatían para complacer a la plebe, el toro volvió a su destino primigenio como presa en las dehesas.
 En toda la Península, los campesinos cazaban a aquellos astados que no conseguían domesticar. También eran perseguidos por los caballeros. 
No en vano, desde el siglo X, a medida que la Reconquista ganaba terreno, esta “caza caballeresca” se apoderó de los territorios nuevamente cristianizados. Desde el campo, el toro entró de forma oficial en las ciudades para participar en los torneos que festejaban grandes acontecimientos políticos o religiosos. No obstante, también entró de un modo más fortuito y frecuente, cuando había que conducirlo al matadero para abastecer a la población de carne. 
Bautizos y bodas reales, además de la celebración de algunos Santos, constituían una ocasión idílica para que la nobleza luciera su valor y destreza, alanceando al toro en plaza cerrada. Aunque la Iglesia no simpatizaba con esta clase de divertimientos a causa de los desórdenes que ocasionaban en el pueblo, no pudo más que acatar. Sin embargo, no aceptó los altercados que se producían cuando los toros eran llevados al matadero, ocasión que el pueblo aprovechaba para soltar algunos astados y jugar con ellos por las calles. 
Desde el siglo XI, la fiesta taurina se dividió en dos: la de la nobleza, autorizada y alabada; y la del populacho, que se intentó limitar. La lanzada a caballo, ejecutada por un caballero, simbolizaba el valor de la clase alta y su pundonor, mientras que la del populacho, que agredía al toro a palazos, garrochazos o cuchillazos, desembocaba en escenas de desorden que no podían consentirse. 
Ver al animal acribillado de forma traicionera era lo de menos. Lo que escondía este espectáculo -y de ahí su peligro- era que cualquiera podía sentirse autorizado a saltarse las reglas, alzándose por encima de su condición humilde gracias a esta gloria efímera que el coraje le brindaba.
Al final de la Edad Media, sin que aún hubiera terminado la Reconquista, ambos tipos de Fiesta cohabitaban: la de los caballeros que daban la lanzada a caballo; y la del pueblo llano, que a menudo la ejecutaba a pie o saltaba sobre el toro con la garrocha. Pudientes y nobles por un lado, plebeyos atrevidos por el otro. 
Obviamente, la primera versión gozaba de una gran aceptación en las altas esferas, razón por la cual, sea verdad o no, Moratín asegura que el Cid y Carlos V alancearon toros. 
El primero en el siglo XI, el segundo en el XVI. Durante este período de tiempo, la fiesta taurina evoluciona en su versión plebeya: así, aparecen los “corredores”, que cobran por enfrentarse al toro. Mientras que los caballeros demuestran su valentía y pundonor, estos “ventureros” -gente de campo o soldados ociosos entre dos guerras- lo hacen por dinero. 
Es decir, los caballeros pretenden demostrar su orgullo y los “ventureros” actúan en busca de su propio provecho. Como explica Gonzalo Santoja en su obra magistral “Luces sobre una época oscura”, las clases altas de la sociedad desprecian a estos ventureros, procurando limitar sus actuaciones, sin conseguirlo por supuesto, ya que el pueblo disfruta con este juego donde cualquiera con valor puede participar. 
Bastante antes de que el toreo caballeresco se apodere de Andalucía, donde erigirá dos templos consagrados a su grandeza -las Reales Maestranzas de Caballería de Ronda y Sevilla-, estos “toreros” de a pie, llamados también “toreadores” o “matatoros”, existen en casi toda la Península. Pero principalmente en Navarra, y más exactamente en Pamplona, donde se hacen famosos y conquistan una enorme aceptación social. 
En el siglo XIV, ya tenemos constancia de varios matatoros famosos oriundos de Navarra y Aragón, a quienes los propios Reyes ordenan contratar para divertirse con sus hazañas... y quizá también para espolear a sus caballeros. Tristemente, a estos primeros “toreros” de a pie los historiadores no les hicieron justicia hasta hace muy poco tiempo: la historia siempre ha sido escrita por los letrados de la Corte, y en concreto la taurina, por los archivos y documentos de la Real Maestranza de Sevilla. En ellos, hasta mediados del siglo XVIII, los toreros de a pie no aparecen, salvo como lacayos de los caballeros.
Sin embargo, en el archivo municipal sevillano, citado por Santonja, queda constancia de juegos taurinos en el matadero desde el año 1546... dos siglos antes de Pedro Romero, Costillares y Chiclanero. Asimismo, existe una petición de un tal Juan Guardiola al Consejo de Sevilla en 1594, para la compra de una capa nueva, ya que los toros le habían estropeado las dos que traía durante una función en la plaza de San Francisco. 
Queda claro que estos juegos constituyen una excepción en el mundo caballeresco de la Fiesta taurina de entonces... pero existían. En cambio, donde son norma es en Pamplona. Los archivos de Navarra permiten comprobar la importancia que tuvieron los “matatoros” o “toreadores” autóctonos, bastante antes que se conquistara Sevilla. Algo que se puede constatar también en las Siete Partidas redactadas por Alfonso X el Sabio en 1261, donde se prohíbe a los clérigos la lidia “por precio” del toro. 
Es decir, no se prohíbe lidiarlo, sino cobrar por ello. Deducimos, por tanto, que esta práctica se celebraba con frecuencia, hasta el extremo que el Rey juzgara oportuno vetarla. 
¿Cuál es el motivo de tan curiosa prohibición que, de hecho, nunca entró en vigor gracias al propio hijo del Rey, que no promulgó el texto hasta muchos años después?  En el ordenado mundo de la Edad Media, donde las tres clases sociales son inmutables -“oradores, labradores y guerreadores”-, los matatoros ventureros surgen como una fuente de disturbio: no actúan ni por amor a Dios ni por complacer al Rey, y resulta evidente que tampoco quieren trabajar. Lo que buscan es dinero y gloria, por lo que su ejemplo puede resultar perturbador, incitando al pueblo a rebelarse contra su condición y desafiar el orden establecido. 
No obstante, por muy “enfamada” que resulte esta actividad, no deja de ser provechosa, en vista de las gratificaciones concedidas a los mejores. Lo cual explica que, desde el siglo XIII, al lado de los matatoros “de banda” contratados en Pamplona cada San Fermín, aparezcan también toreadores ventureros que buscan la oportunidad de actuar a su lado, a los que se paga en función del juego que ofrecen. 
Los mejores cobran y, en la libreta oficial donde se apunta la reseña de cada festejo, se sentencia a los menos duchos con un “inútil” definitivo. Como se ha comentado, las Siete Partidas, redactadas en 1261, no entraron en vigor hasta 1348. Los matatoros gozaban ya de tal fama y tenían tal aceptación que la prohibición se diluyó en todas partes, y más aún en Navarra donde, en este siglo XIV, el Reino se aferraba a su identidad y a sus prerrogativas.
El final de la Reconquista y el descubrimiento de América convierten Sevilla en la capital económica del país y una de las ciudades más ricas del mundo. El oro de los incas llega por barcos enteros y la nobleza construye sus palacios lo más cerca posible de la Torre donde lo almacenan. También edifica a pocos metros su Real Maestranza de Caballería, donde se concentran el poder, la riqueza y la gloria.
 La Fiesta caballeresca se encumbra dentro de ella, mientras que en la Plaza del Castillo de Pamplona los matatoros vasco-navarros son el eje de la Fiesta popular, haciéndose famosos incluso en Madrid, donde los contratan para participar en las Fiestas Reales organizadas en la Plaza Mayor. Habrá que esperar a que el primer Borbón llegue al trono de España (1701), para que sus colegas del sur, empleados en las Maestranzas o en el matadero de Sevilla, encuentren una oportunidad para lanzarse por su cuenta y pasen de papel secundario a protagonista. La historia oficial del toreo en la era moderna ya puede empezar. 
Y cuando esta crónica nombra a Francisco Romero -nacido en Ronda en 1700- como el inventor de la muleta y el primer torero que mata al toro con espada, pasa por alto tres siglos de matatoros que hacían lo mismo en Pamplona y en la Plaza Mayor de Madrid, a veces con un sombrero en lugar de una muleta. Cuando en 1777 Morantin firma su “Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de Toros en España”, tampoco hace justicia a los matatoros vasco-navarros. 
Y así hasta hoy. No cabe duda de que la historia de la Fiesta moderna nace en Ronda y Sevilla, y de que Pedro Romero, Costillares, Chiclanero o Pepe Hillo son sus inventores. También es cierto que, de ellos, parten todas las líneas alternativas que llegan hasta nosotros, haciendo de los matadores pasados, presentes y futuros sus ahijados, más o menos lejanos. 
Sin embargo, cuando los toreros andaluces empiezan su andadura, compiten en el norte con los últimos matatoros que Goya hace famosos, incluyéndolos en sus grabados al lado del recibir de Romero o la muerte de Pepe Hillo. 
Entre los toreros del sur y los matatoros vasco-navarros, la competencia se saldó con una victoria aplastante de los primeros, cuyo innovador toreo de muleta y las estocadas llenas de majestad eclipsaron a los recortes y saltos de los olvidados “ventureros”. No obstante, algunos lances de capa y la suerte de banderillas, ambas invenciones vascas, subsistieron en el repertorio común de todos los toreros posteriores. De forma paralela, al cabo de un siglo, los toros andaluces también acabaron con el resto de razas, ya fueran la  Jijona, la Castellana o la Navarra. 
Esta última, afortunadamente, no desapareció del todo gracias a los numerosos festejos populares que se siguieron dando en Navarra, Guipúzcoa, Vizcaya, Álava y Aragón, donde podemos percibir la huella de los “corredores” de la Edad Media. 
Desde un punto de vista antropológico, es apasionante descubrir como, a principios de nuestro siglo XXI, gracias a la crisis económica que ha debilitado al sector taurino, la tauromaquia de estos primeros “corredores” vasco-navarros, bastante marginada y desprestigiada por parte del mundillo “oficial”, ha vuelto a resurgir a nivel nacional, hasta aparecer en muchas ferias como el chaleco salvavidas de las empresas, merced a su bajo coste y su enorme tirón. 
¿Y por qué no? Este fenómeno parece una revancha de los antiguos corredores en contra de aquellos toreros que los expulsaron de las plazas de mayor prestigio hasta las calles de los pueblos, donde supieron conservar y ampliar el enorme arraigo de su tauromaquia popular. No es una nimiedad señalar que la empresa “Toro Pasión”, que desde hace unos años ha puesto de moda el recorte fuera de su ámbito tradicional creando un campeonato nacional, surgió en Rincón de Soto, donde nació Juan del Candil, quien cobró cien reales y se libró del regimiento por haber toreado y danzado con zancos en la corrida de San Fermin del 12 de julio de 1633. 
La antigüedad de la tradición taurina en toda la zona, y más aún su permanencia y vitalidad en numerosos cosos, pone en evidencia a los políticos independentistas, quienes aseguran, con una total ceguera, que la Fiesta nunca ha constituido una tradición vasca. 
En resumen, para ser fieles a lo que representa la Fiesta taurina en el País Vasco, debemos enfocar su historia bajo tres temáticas fundamentales. La primera es la casta Navarra, desde su origen mítico a partir de los Betizus salvajes -hoy casi extinguidos-, hasta su recuperación para la lidia que se desarrolla en Estella.
 La segunda es la historia de este toreo autóctono ejecutado por los matatoros vasco-navarros, llamados muy al principio “corredores”, cuyas características podemos entrever todavía, en paralelo a los recortadores que vuelven a profesionalizarse, en un culto a la virilidad que se ha mantenido vivo a lo largo de diez siglos en la tradición de los encierros. Una costumbre, por cierto, que Ernest Hemingway dotó de fama internacional. 
La tercera temática, que bien lamentamos tener que abordar, es la vergonzosa instrumentalización política de la Fiesta por parte del integrismo separatista que utiliza la negación histórica como principal arma de propaganda. 
Tres vías para reivindicar la tauromaquia de los vasco-navarros, ésa “otra cuna” donde, en parte, bebe la Fiesta actual.

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