Con un toro de calidad extraordinaria de Cuvillo, el joven torero peruano, sereno y dueño, se inspira y se deja ir en una faena de sello propio que cala en los tendidos
Valencia, 16 mar. (COLPISA, Barquerito)
Viernes, 16 de marzo de 2018. Valencia. 6ª de Fallas. 10.5000 almas. No hay billetes. Templado, primaveral. Dos horas y treinta y cinco minutos de función. Un minuto de silencio en memoria de Paco Peris y Curro Marín, toreros del país, fallecidos esta semana. Seis toros de Núñez del Cuvillo. El sexto, sobrero. Sebastián Castella, silencio y saludos. José María Manzanares, una oreja y saludos tras un aviso. Roca Rey, dos orejas tras un aviso y silencio.
VINIERON EN LA corrida de Cuvillo tres toros de nota. Uno de ellos, excepcional. Rosito, sexto de sorteo, pero jugado de tercero bis por un titular tullido, renco y devuelto. Negro lucero, bragado, meano y girón, armado por delante, 531 kilos. En la larga ganadería de Cuvillo pervive la huella de la rama Osborne. Secreto de laboratorio, fórmula magistral, pero delatan esa huella los troncos cilíndricos, que propician toros, digamos, redondos. Como este, que embistió lo que no está escrito y más, con una alegría y un ritmo fuera de lo normal. ¡Qué toro!
El miércoles pasado echó aquí mismo Alcurrucén lo que parecía el toro de la feria. Un cinqueño de embestida profunda. De cincuenta embestidas seguidas solo interrumpidas por las pausas forzosas. Una joya. Y, de pronto, este cuvillo cuatreño, que en número de viajes -una embestida es un viaje- superó la cota del bravo alcurrucén de hacía solo dos tardes. No es cuestión de contarlos, pero el de Cuvillo se llevó al otro mundo diez, once o doce series, ninguna breve, y llegó a la hora de la muerte tan fresco. Podría haber empezado otra faena después de la vista.
Una faena con la firma de Roca Rey, que es de letra y rúbrica propias: la temeridad, el ajuste y la firmeza reunidas en espumoso cóctel. Fundidas las tres tramas por un hilo conductor que a veces se pierde, y de siempre salpicadas por variaciones heterodoxas: los cambiados por la espalda son aderezo habitual, también los cambios de mano que interrumpen el ritmo de una tanda, pero la infla con el globo de la sorpresa.
El asiento ligero de torero peso pluma, que es parte de la gracia; su parsimonia para no todo pero casi, su serenidad, valor sin cuento, el fácil vuelo de engaños sin apenas apresto. Y, en fin, pausas a capricho, paseos recreativos ni cerca ni lejos del toro. Y algún desplante dirigido al público y no tanto al toro. Por si a alguien se le había olvidado qué cosas hace Roca Rey, y cómo, y cuántas, la faena de este glorioso toro Rosito fue muestrario completo.
Las cosas de Roca y su aparente desenfado han pasado a ser parte del repertorio general y del imaginario de los toreros noveles y no tanto. Las saltilleras o valencianas; el quite alambicado y rizado abierto con el lance en bucle mayúsculo de El Calesero; el estatuario suave en encaje y vuelo, tres seguidos por lo menos y sin ceder ni un palmo; la arrucina solitaria intercalada entre el redondo y el cambiado o de pecho; los cites de largo en impertérrita postura; los circulares cambiados resueltos con un pase en la suerte natural que los cose. Y en esta faena tan volcánica de Valencia, una interpretación muy precisa de esa variante del toreo frontal por alto y muleta escondida en péndulo que el maestro Joaquín Bernadó se trajo de México a España hace cincuenta y tantos años. La famosa y tantas veces adulterada bernadina.
De todo el repertorio de Roca, lo clásico, lo puro, es el toreo cambiado por abajo y hacia dentro, las trincherillas de tantos viejos carteles. Su muletazo perfecto, infalible. Esa fue, en fin, la fórmula de Valencia. El volcán estalló con una tanda de apertura en tablas, de rodillas y templándose en cada uno de los siete muletazos de la serie. Y ya no dejó de manar un fuego que no quemaba. El toro puso la música; Roca, la letra. La estocada, a capón y hasta el puño, atacando por delante, como en el año de su revelación, fue inapelable. Dos orejas. Un jaleo.
Además del toro Rosito -se pidió la vuelta al ruedo, la ovación en el arrastre fueclamorosa- saltaron dos toros de los que no hacen sufrir. ¿Disfrutar? Es mucho decir. Manzanares no terminó de acoplarse con un encastado jabonero, segundo de sorteo. De esa pinta clara perlina tiene también Cuvillo la fórmula en casa.
Castella toreó templado, firme y ajustado al cuarto de la tarde, castaño, noble y dulce, solo que avisó con rajarse y se rajó. De distinta condición los otros tres toros. El sobrero, jugado de sexto, se derrumbó y Roca cortó por lo sano. Del primero, desganado, claudicante y sin entrega tuvo que tirar Castella con tenaza. Manzanares le pegó a un quinto alborotador pero de menos a más un sinfín de muletazos.
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