El misterio se hace carne a las 19.30 en Algeciras, referencia temporal y espacial de un fenómeno taumatúrgico cuya excentricidad precipita la hiperbólica ferocidad de la reventa. Las entradas se vendieron nada más abrirse la taquilla hace un mes. Y se revenden desde entonces en proporción geométrica, de tal forma que los ricachones de ultramar convocados a la revelación josetomasista —mexicanos, peruanos— y los patrones del IBEX que veranean en Sotogrande están dispuestos a apoquinar hasta 18.000 euros por unas entradas postineras.
Es el contexto de histeria y de devoción que implica la presencia ausente de José Tomás. Se ha convertido el maestro en la definición taurómaca de Salinger, o de Kubrick. No estar es su manera de manifestarse. Menos torea y se exhibe, más se propaga y se radicaliza la leyenda, hasta el extremo de haberse convertido en una religión dogmática e intransigente.
No pisa un ruedo español desde septiembre de 2016.
Y no ha vuelto a vestirse de luces desde que lo hizo fugazmente en México el 12 de diciembre de 2017, razones que sobrecargan de expectación el paseíllo de Algeciras. Se supone que su única actuación del año. Y no se sabe si habrá una posterior, en agosto o acaso nunca, de tal forma que llegan por aluvión sus partidarios anónimos, homónimos -los adolescentes bautizados con su nombre- e identificables. Sabina y José Ramón de la Morena. Miquel Barceló y Calamaro. Y el Rey Juan Carlos también, cuyos achaques de salud aspiran a disiparse en la catarsis del rito que se oficia esta tarde en Algeciras.
La plaza se erige junto a la feria, de forma que el estruendo de las atracciones y el olor a fritanga de los quioscos aledaños desdibujan el ascetismo con que se ejerce la militancia del josetomasismo, reflejo simétrico de un torero enjuto, vertical, hermético, que parece una escultura de Salzillo y que se reivindica en la tauromaquia del poder y del peligro. Ha regresado JT de la extremaunción y tiene un chaval de siete años, motivos suficientes no para abjurar del linaje de los “bushidos” japoneses, pero sí para espaciar los episodios de exposición en las vías del tren.
José Tomás (Galapagar, 1975) es el torero que menos torea y que más dinero gana. Y el único que ha llevado al extremo de la inmolación la guerra contra la televisión y contra el sistema empresarial. Por eso se ha ido acorralando a sí mismo. Y por la misma razón sus actuaciones evocan el delirio de los viejos tiempos. Cuando los aficionados se informaban por la radio. Y cuando los toreros se convertían en escultura de bronce, como pasaje de iniciación hacia la inmortalidad.
El monumento a Miguelín, el torero de Algeciras, corona la plaza donde se anuncia esta tarde José Tomás. Y las pendientes y escaleras que conducen hacia la cima representan el Gólgota del maestro para gloria de los mercaderes. No hay una habitación de hotel disponible en el Campo de Gibraltar. Ni una mesa de restaurante. Tantos madrileños proliferan por aquí que la plaza de Algeciras parece Las Ventas, aunque se agradece la brisa marina y el abanico de los vientos propicios. Se presume una tarde de triunfo. Y sería una tragedia no haber estado.
Habrá que añadir que es un mano a mano. Que torea Miguel Ángel Perera. Y que no se le podrá objetar a JT haber eludido la rivalidad, pero el fenómeno de José Tomás, o de Tomás, como simplifican los más ortodoxos de los ortodoxos, no reconoce otras religiones. Y sí reconoce fronteras. Hay más franceses que algecireños con entrada a la ceremonia de las 19.30.
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