El Juli anunció que deja de torear al final de la temporada
En un país tan cómodamente asentado en lo políticamente correcto, el anuncio de la despedida de El Juli, una reconocida figura del toreo, es ocasión propicia para una explosión general de ditirambos que ensalzan hasta el sonrojo la trayectoria del personaje, y ocultan, como una suerte de autocensura impuesta por la modernidad, cualquier atisbo de crítica, como si tal atrevimiento fuera costumbre maledicente de indignos enemigos de la fiesta.
Y no es verdad. Un torero que, por sus propios méritos, ha estado en la cumbre de la fiesta de los toros durante 25 años merece, claro que sí, una avalancha de elogios que reconozca los hitos personales y profesionales que lo adornan, pero no está exento, ni mucho menos, de un análisis que pretenda ser objetivo sobre las sombras de su carrera, que las ha tenido, como cualquier hijo de vecino.
Valga este preámbulo para recordar a Forrest Gump en aquella secuencia del banco de un parque en la que el protagonista le cuenta a una joven acompañante que la vida es como una caja de bombones, “porque nunca sabes lo que te va a tocar”.
A Julián López El Juli le tocó, sin duda, el mejor de la oferta, un regalo, un bombón grande, reluciente, apetitoso, que le ha permitido hacer de su vida un rosario de éxitos.El Juli nació torero. La afirmación no tiene vuelta de hoja. Dibujó sus primeros lances ante una becerra el día de su Primera Comunión, y ahí sigue cuando ya ha cumplido 40 años. Y resulta inútil y más propio de una enciclopedia que de un texto volátil detenerse en la brillante hoja de servicios de un torero forjado para el triunfo.
Se vio obligado a viajar a México cuando su corta edad le impedía torear en plazas españolas; y allí se convirtió en un ídolo que se consagró en 1997, cuando en la plaza Monumental de la capital del país azteca indultó al novillo Feligrés. Volvió a España encaramado en el podio del éxito, y aún no se ha bajado del pedestal.
El mérito de este torero es incuestionable. Abrió la caja de bombones, le tocó el más sabroso y ha sabido exprimir su delicia —su suerte— hasta un extremo que ni él mismo, con seguridad, habría nunca soñado. La clave reside, sin duda, en una afición ilimitada, y una inteligencia privilegiada. Pero nadie es perfecto; ni siquiera El Juli, que parece estar en posesión del libro de los secretos del toro, y al que solo le ha faltado nacer del vientre de una vaca.
¿Quién ha sido El Juli más allá de una gran figura de referencia?
Ha sido —es— un torero que ha hecho gala de una ejemplar regularidad, carente de profundidad; un catedrático tan enciclopédico como superficial; un torero poderoso sin chispa alguna, y un estoqueador mediocre. Pero como es torero grande e inteligente, ha protagonizado tardes para el recuerdo, como las siete Puertas del Príncipe en La Maestranza o la proeza del 11 de mayo de 2022, en la plaza de Las Ventas, cuando rubricó una de las grandes faenas de su vida ante un toro de La Quinta, “una lección magistral de conocimiento, temple, armonía y embrujo”, decía la crónica, que malogró, otra vez, con la espada.
El Juli es un hijo de su época; he ahí su grandeza y su pecado. Ha sabido aprovechar hasta la última migaja las posibilidades del bombón que le tocó en la tómbola de la vida, y todo su esfuerzo lo ha dedicado a su mayor gloria profesional.
Hace bien… Al menos, esa es la actitud comúnmente aceptada en los triunfadores modernos. Pero, no, no es eso.
El Juli ha recibido la mejor lotería, y sería justo que hubiera devuelto a la sociedad una parte de lo mucho de lo que ha gozado.
¿Qué ha aportado esta gran figura a la tauromaquia de su tiempo? Cuando el 1 de octubre diga adiós en La Maestranza, ¿se podrá afirmar que deja una fiesta mejor que la que él se encontró? ¿Se le conoce a El Juli algún compromiso con su profesión más allá de la búsqueda constante de su gloria personal y su legítimo beneficio?
No es el taurino un sector proclive a las heroicidades fuera del ruedo; se le acusa, por el contrario, de un feroz individualismo, de un conservadurismo contumaz, y de buscar el dinero pronto y en la mano; los toreros que pueden persiguen con celeridad el cobijo de una casa protectora, y olvidan con la misma rapidez a compañeros con peor suerte y, sobre todo, a los aficionados y al público, que son los garantes de la permanencia de la fiesta.
El Juli, quizá como todos, toreros y civiles, ha dedicado toda su energía a materializar sus propios sueños —inalcanzables para la mayoría—, y ha olvidado que personas de su talento están llamados a mejorar, con más ahínco que los demás, el mundo que les ha tocado vivir.
Por lo que se sabe, el torero ha consagrado su vida y su esfuerzo al toro, pero no por el toro. Ha vivido instalado en su zona de confort —la privilegiada franja que le ha permitido el bombón— y ha peleado como un jabato para estar en los mejores carteles, con las ganaderías más cómodas y con los compañeros más apropiados.
Al margen de un porrón de declaraciones estudiadamente correctas, El Juli no se ha mojado nunca en contra de los males de la fiesta, ni ha liderado una propuesta contra los enemigos internos y externos, ni ha osado probar el sabor de otros bombones además del suyo.
25 años son muchos. Toda una generación ocupando puestos de máxima relevancia en todas las ferias, y hoy no serán pocos los toreros que hayan respirado con el anuncio de su retirada, en la confianza de que puedan aspirar a alguno de los muchos puestos que dejará libre El Juli. Y más de uno pensará que ya era hora. Como lo es para otras figuras de la quinta de El Juli, que podrían tomar buena nota y dejar paso a otra generación de toreros.
Por otra parte, no son pocos los toreros que en el momento del adiós se preguntan qué huella dejarán en la sociedad, si pasarán al olvido o permanecerá su humano deseo de trascendencia.
Esa es la pregunta que, quizá, habría que hacerle hoy a El Juli ¿qué estela dejará usted en las próximas generaciones tras su muy exitoso paso por el toreo? ¿Cuál ha sido su aportación al mundo del toro?
Ya lo decía Forrest Gump: “La vida es como una caja de bombones…”
ANTONIO LORCAEL TORO, POR LOS CUERNOS
OPINIÓN Cultura | EL PAÍS (elpais.com)
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