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martes, 17 de febrero de 2015

Cargar la suerte, esa es la cuestión

Las tres diferencias entre torear y destorear
No es lo mismo torear que destorear. Ya lo explicó hace más de medio siglo Domingo Ortega, un maestro curtido en duras capeas pero que supo rodearse de una pléyade de intelectuales que admiraban su toreo, su inteligencia y su filosofía. El llamado paleto de Borox dictó cátedra en una conferencia en el Ateneo de Madrid el 29 de marzo de 1950, donde explicaba con claridad las diferencias. Así lo plasmó entres sentencias de idéntico tronco y dignas de enmarcar, tres diferencias que se resumen en una sola:
1º. «Ustedes, aficionados, a poco que recuerden, habrán visto muchas veces en las corridas de toros faenas de veinte, treinta,cuarenta pases y el toro cada vez más entero... ¿Cómo es posible que con esa cantidad de pases aparentemente bellos para la gran parte del público, el toro no se encuentra sometido? La respuesta es muy sencilla: lo que ha ocurrido es que el torero ha estado dando pases, y dar pases no es lo mismo que torear».
2º. «Parar, templar y mandar. A mi modo de ver, estos términos debieron completarse de esta forma: parar, templar, cargar y mandar, pues posiblemente, si la palabra cargar hubiese ido unida a estas otras palabras desde el momento que nacieron las normas, no se hubiera desviado tanto el toreo. Claro que el autor de esta fórmula no pensó que fuese necesaria, porque debía saber muy bien que, sin cargar la suerte, no se puede mandar y, por tanto, en este término van incluidos las dos».
3º. «En el toreo todo lo que no sea cargar la suerte no es torear sino destorear. Torear no es que el toro venga y usted se quede en la recta, eso es destorear; pero si usted carga, echa el cuerpo hacia delante con la pierna contraria al lado por el que viene el toro obliga a torear, si no le coge, porque es un obstáculo que usted le pone delante».
Domingo Ortega sorprendió a todos en esta conferencia que ha quedado como una de las grandes lecciones de la Tauromaquia. No podía ser otro quien hablase así, el maestro poseía «un garbo, una naturalidad, una sencillez aparente, una profundidad esencial y una ausencia de énfasis que lo emparejan con el arte de escritor de Cervantes o con la gallardía del estilo pictórico de Velázquez».

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