Todo estaba preparado para una tarde inolvidable, siempre con el permiso del toro. La corrida de Cuvillo fue ideal para la ocasión. Baja de hechuras, cómoda de cabeza, la mayoría de los toros se dejaron torear en distinto grado. Solo el quinto desentonó. A Tomás había que verlo con uno muy bueno y con otro vulgar.
Esta expectación necesita una justificación en el ruedo. Tomás se presentó en Jerez como lo hace un torero de cuerpo entero, en perfecto estado físico y torero. Su faena al excelente Lanudo fue un compendio de toreo. La quietud de las plantas, asentadas en el albero en todo los momentos de la lidia; la templanza en las telas, milimétrica; la colocación ante el toro, siempre en el sitio justo; el ajuste inverosímil de sus muletazos, verdaderamente de asombro; todo fue de impacto.
Estatuarios en el centro, toreo con la derecha de calidad y naturales tremendos, en los que llevó con una lentitud clamorosa al buen toro de Cuvillo prendido en su embestida hasta más allá de lo posible. Los faroles precedían a los de pecho, completos, pases de pecho de verdad. Todo fue de sensación, la plaza estaba conmovida ante una demostración del mejor toreo del espada de Galapagar. Si a ello se le suma la solemnidad del diestro, esa forma de andar ante el toro en la que lo domina y lo respeta, se puede entender el estremecimiento de los tendidos ante una obra cumbre de principio a fin. No hay lugar a discusiones, lo de Tomás es otra cosa.
A la tarde le quedaba ver al torero con el toro malo. Fue el quinto, carita alta, desentendido de las suertes, de malos remates, con el que se puso delante para limarle, pase a pase, los problemas. Con la izquierda fue sometiendo con los vuelos de la muleta al toro, ganando un paso porque era el sitio y la distancia del animal, de forma que también con este menos agradable dejó la huella de su toreo. Tomás está puesto y dispuesto.
Por Carlos Crivell
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