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viernes, 13 de mayo de 2016

Je suis taurino

El problema no son los toros, sino la deriva aséptica de una sociedad que reniega de la muerte

No dispongo de grandes argumentos racionales para defender la corrida de toros. Ni me gusta demasiado recurrir a ellos, sobre todo porque las razones económicas y las medioambientales, abrumadoras en ambos casos, aportan un exceso prosaísmo a este misterio eucarístico y pagano que José Tomás, por ejemplo, nos hizo experimentar hace unos días en Jerez de la Frontera. Se nos apareció el maestro, créanme.

Los toros no tienen explicación. Ni la necesitan, mucho menos para dejarse conmover por la doctrina flower power de una sociedad infantil y aséptica que abjura de la muerte y que reniega de cualquier expresión estética capaz de exponerla o dramatizarla.

El rito de la corrida representa un ejemplo absoluto en la dialéctica extrema de Eros y Tánatos. La creatividad proviene de la muerte. De asomarse a ella. Y de mecerla, como hizo José Tomás, ya digo, en Jerez, sublimando por naturales una experiencia catártica, colectiva, que hizo a los espectadores trascender, cuando no levitar.
No vamos a una plaza para gozar con la hemorragia del uro ni para jactarnos de la crueldad. Los toros son un espectáculo sangriento y cruento, pero la propia coreografía de la muerte predispone a emociones descomunales. Casi todas propiciadas desde la liturgia y desde la estética en la comunión del ritual mediterráneo.
Que los toros sean "incomprensibles" representa su mayor virtud. Y que pretendan abolirse desde la moral hipócrita heredada de Walt Disney contradice la devoción que los aficionados tenemos al toro en esa dimensión totémica y propiciatoria.
La corrida no es anacrónica, sino atemporal. Y la tauromaquia carece de ideología, pero semejante evidencia no le ha prevenido de exponerse a los vaivenes del interés político. Para defenderla, como hace el PP en su noción patriótico-identitaria. Y para atacarla, como sucede ahora desde los presupuestos neofranciscanos de la progresía.
Me acuerdo de los lagrimones que nos hizo verter el león Cecil cuando fue cazado en Zimbabue, pero no me consta que esta sociedad del peluche y la mascota haya reaccionado con idéntica militancia a las fosas comunes del dictador Mugabe. Humanizamos a los animales y deshumanizamos a los hombres.
El problema no son los toros. El problema consiste en los hábitos e hipocresías de una cultura inodora, incolora e insipida que recela de cualquier expresión irracional e instintiva y hasta dionisiaca. Tanta corrección, tanto prohibicionismo y tanta mojigatería va a terminar por obligarnos a los aficionados a exiliarnos en Francia. Je suis taurino.
 /EL PAÍS

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