En estos días asistimos a un debate interesante en el mundo hermano del fútbol. Ante el daño en taquilla que genera la permanente emisión en directo de los partidos, los clubs propugnan bajar drásticamente el precio de las entradas, compensando esta reducción con un nuevo reparto de los derechos de televisión. Se habla incluso de reducir los precios hasta en un 50%. Y es que la mayorías de los estadios se quedan en la actualidad semivacíos.
Dejando al margen que en este caso hay unos compromisos adquiridos e incluso cobrados de antemano, el ejemplo del fútbol no es linealmente trasladable al de los toros. Entre otras cosas, porque los clubs cobran unas cantidades globales por sus derechos de imagen que garantizan, en buena medida, sus presupuestos anuales: sin los ingresos de la televisión una mayoría estaría al borde de la quiebra. Pero es que, además, cualquier estadio, por pequeño que sea, más que duplica el aforo de una plaza de toros.
Si, además, anotamos que los hábitos sociales, y nada digamos de los aficionados, son radicalmente distintos entre futboleros y taurinos, las situaciones se hacen aún más dispares. A efectos prácticos, la principal diferencia radica en que mientras los futboleros actúan coordinadamente a través de la Liga Profesional de Clubs, la Fiesta persiste en mantener su reino de taifas, cada cual por un lado. En el fútbol también se dan intereses contrapuestos entre unos y otros, pero los solucionan entre ellos; en los toros, en cambio, las disparidad de intereses lleva a la inacción.
Sin embargo, hay un punto en común: frente a más televisión, menos venta de entradas. Por más que la estadística pura y dura diga lo contrario --como se demuestra en el estudio del profesor Royuela--, la realidad es que entre pagar 40 euros por un tendido y pagar en torno a 5 euros por ver el espectáculo en televisión hay mucha diferencia. Y nada digamos si en lugar de quedarnos en el sofá de casa nos vamos a un bar: por menos de 5 euros nos ofrecen un pack más completo: la corrida, pincho de tortilla y caña, aunque la silla de resulte algo menos cómoda que el sofá.
Con lo que al final todo ese
cante de las maléficas influencias del desaparecido G-10 se diluye como un azucarillo en el agua. El problema es mucho más profundo que los
caprichos de un grupo de figuras. La cuestión central es otra bien distinta; el fondo, localizar cuál es el equilibrio estable y rentable para todos entre televisión y toros.
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