Cinco minutos bastan para soñar toda una vida.
¿Cómo explicar aquello que se escapa a las palabras?
Resplandecían demasiado como para pertenecer al lenguaje, tan viciado últimamente. Era la belleza absoluta, esa del medievo en la que se ahondaba en la proporción y la luminosidad. Los lances, con raíces en La Puebla, florecían en Olivenza: la mano de salida arriba, el vuelo echado, el compás de lo inexplicable.
¿Y la media? Agua bendita. Tan profunda, que cabía un mar entero.
Algo brusco el toro, Morante le aplicó la moneda opuesta: frente a la fuerza bruta, caricia para hacer bueno a «Lechón».
Al hilo de las tablas, suave, suavecito, pasito a pasito...
No, no era una canción de mercado, era la música del toreo. Sonó a destiempo una guasa: «Mátalo». Y Morante citó despacioso.
Eran las 17:45. A partir de entonces, cada muletazo contuvo una historia. Qué empaque el suyo. No se había visto cosa igual en las tres horas matinales, ni en lo que iba de feria. A izquierdas lentificó el tiempo: las telas y el pecho ofrecidos, el toque preciso, aguantando paradas con ese valor natural que solo poseen los verdaderos artistas.
No se puede torear con más reposo, sin necesidad de aspavientos, ni escenificaciones. Cuando regresó al camino diestro, remató los derechazos donde la muñeca duele sin necesidad de retorcerse.
Eso es pureza, eso es torería natural. Rotaba en el sentido de las agujas del reloj Morante, con el tictac cuasi parado.
Todo tan ceremonioso.
Qué gustazo. Cuando parecía que la creación había culminado, esculpió unos ayudados por alto que nacían en el Guadalquivir y venían a morir al Guadiana. Un río dentro de cada pase.
Diez minutos para soñar toda una vida, a lo Benedetti.
O una faena para soñar una temporada de demasiados lugares comunes. Cortó una oreja, pero eso importa poco.
¿Cuánto vale el arte? Que la quemen el par de provocadores de ARCO. Se quema lo que tiene precio.
Y el arte auténtico no lo tiene.
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