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martes, 29 de marzo de 2016

C0SAS VEREDES....

La ovación a Morante, después de dejarse un toro vivo
Una plaza de toros viene a ser como una sociedad en pequeñito, en la que cada cual siente y se enaltece a su manera. Así lo ha sido siempre. 
El otro día a Morante y en Sevilla le hicieron salir a saludar al tercio después de haberse dejado un toro vivo, incumpliendo uno de las normas esenciales de la Tauromaquia. Pero cómo había toreado antes de este episodio. Justamente con esto se habían quedado los aficionados que aplaudieron, dejando en un segundo plano el episodio del estoque de cruceta. En otra plaza no habría ocurrido así, pero este hecho no resulta causa suficiente para desnaturalizar a la afición de la Maestranza. Es un signo más de la rica variedad del público de toros, en el que cabe los que le hicieron salir al tercio y los que en Madrid sacan el pañuelo verde.
Ha tenido un punto de polémica que el otro día Morante de la Puebla, después de dejarse un toro vivo en la Maestranza, saliera al tercio a saludar, como respuesta a una ovación importante. ¿Pero qué broma es ésta?, se ha venido a preguntar más de uno. Y tienen un punto de razón. No haber sido capaz de dar muerte a espada a su enemigo, no deja de ser un atropello a la más estricta ortodoxia, una falta de respeto a una de las fases esenciales de la lidia.




Sin embargo, antes de rasgarse las vestiduras, habría que tener en cuenta que el público de toros no sólo es cambiante en sus criterios, sino que sobre todo en cada lugar de la geografía taurina se corresponde con unas señas de identidad un tanto singulares. Y no sólo por una cuestión de gustos, sino también por responder a un modo propio de entender y de interpretar las razones profundas del espectáculo. Por eso, nada tendría de extraño que lo ocurrido en la Maestranza resultara impensable en otras plazas.
Más que un problema de ortodoxia, que puede serlo, habría que colocar esa idiosincrasia que, además de diferenciar a una plaza de otro, contiene un elemento enriquecedor de esa variedad que caracteriza a la Fiesta, sin que por ello tengan que saltar por los aires las leyes permanentes del toreo.
Pero es que el público en los tendidos marca la inmensa diferencia que distancia a torear en el campo a hacerlo en un ruedo, con toda su liturgia. A quien conoce lo que supuso la revolución que trajo el Pasmo de Triana, viene a cuento recordar una anécdota que  llama la atención, y además grandemente.
 Ocurrió en cierta ocasión en la que le convencieron para que, ante el público y en la plaza de Jerez, toreara una becerra en un improvisado tentadero organizado para unos visitantes ilustres. Aquel día a Belmonte, ya en el tramo final de su vida, no le preocupaba si podría producirse un percance, incluso se puede afirmar que tampoco le quitaba el sueño si iba a  estar mejor o peor con la muleta; su preocupación primera se centraba en lo ridículo que supondría que una becerra pudiera trastocar en un momento toda la torería que correspondía a su historia. “No hay nada más grotesco  --vinieron a ser sus palabras-- que caerse ante una erala, a la vista del público, llamándote Juan Belmonte”. 
Y es que, en efecto, la presencia del público en los tendidos marca un verdadero hecho diferenciador de lo que encierra la Fiesta, como espectáculo, pero también como acto de creación de arte y hasta de su historia.
Incluso a quienes no andan en los secretos de la Tauromaquia no puede menos que llamarle la atención que allá donde se le diga a un taurino que has ido al 7, se sabe de antemano aquello de que se habla. Resulta innecesario especificar que el 7 es un tendido y, además, de Las Ventas. Y es que quien aparece por el coso de la calle de Alcalá percibe que, fuera de los ciclos feriados, en los graderíos se dan inexorablemente dos constantes: la dosis semanal de los chinitos, que ordenadamente se marchan cuando arrastran al tercero de la tarde, y los tradicionales del 7, que contra viento y marea ocupan sus localidades, aunque en los demás tendidos se vea más cemento que público. Pero si sólo de unas pocas ocasiones de acudir a la plaza ya se percibe que el 7 es otra cosa, estamos ante un ejemplo evidente de la personalidad de cada plaza.
Más allá de otras cosas anecdóticas, el público de toros nunca han sido un todo, ni menos homogéneo, sino que siempre fue diverso y hasta en ocasiones opuesto frontalmente en sus apreciaciones. Y ni por eso hay que pasar página acerca de sus comportamientos.  Semejante diversidad nace, por supuesto, del maridaje necesario de dos componentes distintos: los espectadores de ocasión y los aficionados, dos estirpes distintas, que no necesariamente acaban por tener relación de parentesco alguno, ni entre las que, hablando en propiedad, caben los mestizajes, tan en boga.  Los primeros pasan como de largo, incluso si repiten en el acto social de ir a un tendido, tal que los días de ferias, sobre todo; los segundos, en cambio, forman ese grupo que al tendido no va sólo a ver --incluso, a admirar-- sino que para quien siente la Fiesta, a una plaza va con el sentido claro de ser participante. Con un papel diferente por completo de quien viste de luces, pero participante
Es la primera y gran diferencia entre espectador y aficionado radica, justamente, en ese sentido de  participación, de que nada te resulte ajeno de cuanto se sucede en la corrida, en sus prolegómenos y en sus postrimerías. Por eso, un aficionado no puede confundirse con un espectador, que sin dejar de serlo, resulte luego más o menos asiduo, pero en la lejanía, desde lo ajeno; todo lo más  diría que ese es un espectador reincidente, con toda la buena voluntad que se quiera, pero no pasa de ahí.
En cambio, de lejos se conocerá a quien es aficionado, incluso aunque por las razones que fueren no sea ocasionalmente un asiduo del tendido, precisamente por ese sentido de casi propiedad que siente por la Fiesta. En el fondo, por ahí encontramos una respuesta a eso que tanto a algunos le llama la atención, cuando oye decir a los taurinos: “¡Cómo hemos toreado hoy!”, cuando las más veces, por no decir que siempre, ni por asomo pisaron ese ruedo y menos tomaron la muleta y la espada. Salvo algunas extralimitaciones bien comprensibles por más que anecdóticas, los que así se expresan tratan de explicar, en general, que sintieron como propio lo que otros, queridos,  admirados o incluso contratantes, hicieron ante el toro.
Pero el público de toros que con toda propiedad se llama aficionado, tampoco es un todo homogéneo. Si uno se  pone a ello con un papel y lápiz, verá cuántas clasificaciones le salen. Sin embargo, las constantes que en el paso de la historia se produce en este colectivo de quienes tienen en común esta pasión taurina. Y así, los hay más vocingleros, como los hay  que son peligrosamente silenciosos; se encuentra a algunos que acreditan una estricta vara de medir calidades, mientras que otros pasan por ser más comprensivos. No  diría que eso va con culturas y modas, pero casi. Pero siendo tan diferentes, siempre tendrán más en común que con ese otro grupo de los espectadores, del que los separa justamente ese sentido de la participación.
Cuando se trata de resumir cómo cabría definir con toda propiedad a ese aficionado, viene a la memoria un testimonio, que data de 1818  y  que se puede leer en un viejo libro de J.A. de Zamácola titulado "Historia de las Naciones Vascas".  Explicaba allí el autor que, cuando en Bilbao se anunciaba alguna función de toros, resultaba admirable ver salir a los viejos octogenarios días antes hacia el camino de Castilla, para preguntar a los pasajeros si habían visto los toros que debían correrse en los festejos, qué les habían parecido, qué nombres tenían, si eran bien engallados y si los toreros anunciados para lidiarlos eran de aquellos que detienen el ímpetu del toro y le matan a la primera estocada.  En esta profesión de fe taurina, que resulta entrañable, se refleja con nitidez lo que quiero decir.
Como este testimonio podrían recopilarse otros, que desde circunstancias muy distintas conducen a lo mismo. Y es que para un espectador ocasional la corrida comienza después de la copa y el puro, si los hay, justamente por eso, porque en su ánimo está  asistir a una representación, grandiosa sin duda, pero representación nada más, no es algo propio. Urge matizar que en todo esto no hay nada despectivo. A ese espectador tal como se describe, nunca lo deberíamos considerar como un mal necesario, bajo la excusa de que, al menos, aporta su dinero contante y sonante a la taquilla, gracias al cual se sostiene todo este tinglado de la organización taurina, aunque a cambio tengamos que admitir algunas extralimitaciones. Tal es una visión pedestre. Y no hay que refugiarse solo en las tan repetidas palabras de Guerrita, cuando dijo aquello de que “en este mundo hay gente pa´to”. No, no es eso.
Por lo pronto, al espectador debe reconocérsele que, al menos, en lugar de elegir entre otros muchos espectáculos que hoy tiene a su alcance, apostó por los toros. Y eso ya es mucho.  Pero, además, sin  estos espectadores, jamás la Fiesta podría haberse convertido en un espectáculo de masas, que necesita serlo, y no primariamente por razones de sostenimiento económico, que también, sino por cuanto encierra de capacidades para servir de escudo protector ante las embestidas de los intransigentes, que los hay. Y aunque la experiencia dice que no debe confiarse mucho en esperanzas tan frágiles, la simple posibilidad de que algún día un espectador se transmute en un aficionado, ya es razón suficiente para considerarles con respeto.
En un viejo cuento el  autor ponía en boca de un gitanillo simpático, que pasaba a ser el hilo conductor de aquella historia, unas palabras muy ciertas, cuando se refería a que el cariño entre las personas se hace  y se acrecienta con  el roce, con la proximidad. Por extensión podría decirse: deja, hasta propicia,  que ese espectador, incluso si es ocasional, se roce con la Fiesta, que de seguro eso es algo bueno.
En el mundo de los aficionados, en cambio,  encontramos una diversidad tremenda. Sin llegar a aquellas palabras casi cáusticas que le dijo Juan Belmonte a quien ejercía la presidencia en una corrida manchega, cuando le requería para que concediera la oreja pese a que en los tendidos de sol  no había pañuelos:“cómo los van a sacar, si nunca los  han tenido”, una plaza se comprueba que es como una sociedad en pequeñito, en la que cada cual siente y se enaltece a su manera. Así lo ha sido siempre.
Cuando se tenga ocasión, recomendable es repasar colecciones de periódicos antiguos y ver como de siempre, y hablo del siglo XIX y de antes, hubo casi tantas opiniones como aficionados en las gradas. Demos por seguro que hay una constante histórica, en virtud de la cual la Fiesta ha convivido siempre con adictos en extremo exigentes y con otros con todos los grados pensables en la benevolencia. Cómo no va a ser así, si hasta a Joselito se le puso la afición ferozmente en contra cuando quedaban unos días tan sólo para la tragedia de Talavera.
Por eso, resulta preferible que del  7 se cante su constancia a la hora de no dejar pasar en blanco fecha taurina alguna; lo otro, lo del pañuelo verde y el dedo acusatorio que frena tantas vueltas al ruedo, es más aleatorio y, sobre todo, no es una novedad, lo ha habido siempre. Pero incluso en discrepancia, son de respetar sus propias exigencias, porque el 7 y todo lo que encierra es necesario, como para impartir Justicia no basta tan sólo con el juez: también hay que contar con el fiscal y la defensa.
Como por contraste con ellos, mucho más que ese pañuelo verde a quienes se siente implicados en la Fiesta debiera llamar la atención la falta de vertebración que se produce en la afición organizada. Salvo honrosas excepciones, de las peñas y clubes, la mayoría más parecen casinos para echar la partida; en alguno hasta molestaba que se encendiera la televisión una tarde de toros, porque “metía ruido” y distraía en el juego de cartas. No sé si será casi una extravagancia, pero es lamentar esta tendencia a convertir los clubes en el hogar del jubilado, que es lugar muy digno y respetable, pero que no es taurino de por sí.
Pero conviene ser realistas. En un país de individualistas soberanos, como es éste, no parece fácil desde luego eso de reunir a la afición por cauces de representación. Ni a la afición taurina, ni a muchas otras gentes. Dicen que no tenemos cultura de asociacionismo. A lo mejor es cierto. Pero parece indudable que si se superara este handicap, con las actuales leyes taurinas –-que a falta de una tenemos casi 17-- en la mano,  el papel de la afición organizada podría adquirir una relevancia importante, con todo lo que ello supondría en defensa de la Fiesta.
Pero volviendo al motivo del inicio, antes de entrar en disquisiciones entre el espectador y el aficionado, incluso de su peso numérico en el tendido, mejor irían las cosas si se promoviera que los aficionados tengan organizaciones adecuadas. En lo demás, unos podrán alinearse  con quienes priman las exigencias y otros serán mas benevolentes.  Pero siendo conscientes que, también en esto de los toros, que desde la intransigencia, y más si se convierte en una categoría universal, difícilmente puede quererse nada. Y la Fiesta, al final, exige del enamoramiento; a su modo y manera, pero enamoramiento. La ovación del otro día a Morante y en Sevilla, después de dejarse un toro vivo, habría que enmarcarla ahí.

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