Ha movido al caballo
con torería y dotes de buen jinete para cuadrar al burel en una suerte
que se está perdiendo. Se ha levantado sobre la montura y lo ha
provocado hablándole para darle el pecho cuando el astado se arrancaba
apuñalando al aire con las astas de la incertidumbre.
En el momento
oportuno, con el toro al galope de las seis y media, le ha echado el
palo en todo lo alto agarrándolo con hombría y soportando un embroque
violento que buscaba derribar al jaco, al hombre y a la tarde. Bendita
suerte de varas, tratado de medición de bravura.
Pero al torero de chaquetilla de oro y manos de bronce le abren la
puerta del callejón a la altura del desolladero. Debe huir.
La fiesta de
hoy ha decidido que debemos quitarlos rápidamente de la visión global
de la fiesta. Un monosabio le coge la cara al caballo, otro le
agarra la cola para que el caballo atraviese la estrechez del callejón.
El picador descansa los nudillos sobre sus muslos porque no tiene animal
que gobernar. Va suelto de manos y le están obligando a perderse rápido
del espectáculo, cual culpable de haber hecho sangre.
Monta como los
niños que suben a los caballitos ponys de la feria.
Lleva la piel
curtida, las manos agrietadas de tanto palo y tanta cuerda, lleva
astillas en el alma y moratones en las cachas.
Tiene callos en las
soldaduras de las costillas y su torería está ahora mismo soportando que
dos jóvenes chavales “le lleven” su caballo como si no supiera montar.
Hay que ganar minutos a la corrida porque -dicen- se hace largo el
espectáculo y hay que meterlo en el siglo XXI.
El público quiere aplaudirle pero hay otro torero -éste de plata-
yendo al toro para ponerle un par de banderillas y por tanto debe
guardarse un respeto que riñe con las palmas que mereció el piquero.
Se
marcha casi en silencio, por un callejón, sin la gloria de la arena,
apenas con el guiño de una pareja de la Policía Nacional que asiste al
espectáculo en un burladero junto a toriles y un ole sincero de Romu
Puelles, que tiene el clarín entre las piernas y el sombrero de ala
ancha bajo el toldillo.
Desconozco el número de minutos que de verdad
“ganamos” metiendo a los picadores por el callejón como si hubiera que
ocultarlos, que esconderlos. No lo sé a ciencia cierta.
Pero tengo muy claro
que hablamos de Sevilla, de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Sí, de
Caballería.
Y al público se le está robando, se le hurta la posibilidad de
contemplar cómo se retira montado a caballo un torero que vino por el ruedo
pero no puede marcharse por él.
El respetable se queda sin ver cómo monta un jinete
profesional después de picar, cómo regresan el hombre y el caballo después de
ahormar la bravura y el ímpetu. Lo hemos cambiado todo por unos minutos de más.
Hay que aligerar los tiempos del espectáculo por el bien de la fiesta, dicen, y
se quedan tan panchos. Yo quiero honrar a esas sagas de torero de oro, a los Atienza, Pimpi, Salas, Saavedra, Muñoz,
Quinta, Trigo, Martín Sanz, Cid, Carbonell, Cruz y tantas otras que jalonan
mi memoria de toros arrancados y hombres valientes.
Que alguien me devuelva la hermosa estampa de verlos regresar al
patio de caballos llevando las riendas de su destino. Aquí dejo mi
puyazo, aunque me hagan volver por el callejón para que no se vea una
realidad lamentable.
No callaré. Malditas prisas, maldito tiempo.
Maldita globalización.
>Víctor García-Rayo
https://centrohistorico.info
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