Haría falta una edición completa de cronistas para
detallar lo que vivimos en la plaza de Madrid en la descomunal actuación
de Antonio Ferrera que ha encumbrado el toreo a su máxima expresión.
Lo
del primer toro, un templadísimo y serio ejemplar de Zalduendo, es para
repetirlo mil veces. El concepto del toreo al natural con el que inició
su sinfonía es exactamente lo que defendemos: citar cruzado, cargar la
suerte templar con infinita tersura y rematar allá, en la cadera.
Para
seguir con el recital llegaron los redondos concebidos con igual pureza
y de ejecución solemne. Las trincheras y el toreo accesorio de torería
trianera nos llevaron al momento de locura cuando Ferrera, enajenado en
su obra maestra, citó a recibir desde 15 metros, como tal vez se
ejecutaba esta suerte en tiempos de Pedro Romero.
Es verdad que la
estocada fue caída pero en esa asombrosa ejecución dicha colocación
nunca puede restar la segunda oreja que un pésimo aficionado en el palco
le birló a Ferrera.
Ah, los naturales con el toro herido de muerte me
recordaron un momento mágico de Julio Robles hace años.
Pero la
puerta grande no se le podía escapar y Ferrera se sacó de la manga toda
la torería para crecer ante un manso al que dejándole la muleta en la
cara acompasó una faena que, en efecto, creció hasta poner a la gente en
pié. Otra estocada en la suerte de recibir, esta vez desprendida y el
palco se tuvo que tragar las dos orejas, era una, porque la segunda
correspondía al primer toro. Ferrera salió en hombros.
Hace quince días
casi moría ahogado en el Guadiana.
De ese infierno al cielo de Madrid.
Curro
Díaz toreó al unipase a su primero y luego, en el quinto, se estiró en
muletazos sueltos persiguiendo al manso. Luis David fue cogido
azarosamente por el sexto. Salió de la enfermería para seguir su
trasteo, con gran entereza muleteó al de Zalduendo que había sacado
genio. La espada, que en su primero fue letal, le dejó sin un premio a
su gesto torero.
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