El otro día me enteré de que a mi vecina Elena le gustan los toros.
Que te gusten los toros en Cataluña te manda a un lugar de la mesa en el que hay que estar muy convencido para querer sentarse. Se lo tenía calladito, pero cuando se lo preguntamos se sinceró con timidez: ‘Me gustan, pero no estoy segura de porqué’.
El color, las luces, la música o incluso la estética de un embroque son
sus razones aparentes. Aparentes, por no tenerlas claras. Razones
porque cree que son esas y no otras.
Y andaba pensando en los motivos de la gente como mi vecina, cuando, camino de Ceret,
intenté obligarme a mí mismo, sin éxito por cierto, a analizar los
porqués de mi afición a los toros. Pero mis respuestas me parecían entre
no ciertas y poco convincentes, incluso para mí y a esa tendencia que
tengo de darme casi siempre la razón.
Cinco horas más tarde, volviendo a Barcelona, creí
entender lo que por la mañana no acertaba a saber. Me gustan los toros,
porque me gusta vivir.
Me gustan, como me gusta escucharme respirar.
Tomando consciencia de que sigo aquí y aún no allí. Me gustan como me
gusta una puesta de sol en una playa sin nadie, comerme el morrillo del
atún, o escuchar una guitarra en cualquier rincón donde merezca la pena
estar en ese rincón en ese momento y con ese alguien.
A la gente le gustan los toros, porque han tenido la suerte de estar
en el lado de los que tienen la capacidad de sentir.
Qué difícil debe de
ser ver el mundo sin vivir lo que se vive cuando se viven momentos como
los de ayer en Ceret.
Y es que, de vuelta a casa, después de ver la novillada de Monteviejo, donde un utrero de Urcola tuvo la suerte de dar con un francés llamado Solera,
y, viendo a algunos llorar, pensé en todas esas pobres gentes que ni
tienen ni tendrán jamás la sensibilidad de emocionarse en un tendido.
Todos esos que viven en su imaginaria felicidad, infelices de no llorar
lo que lloró ayer, alguien como Juanito, que, entre lágrimas, decía que debe ser la leche estar tan loco como había estado Maxime.
Porque es de estudio de psiquiatría qué gen de más (o de menos)
tienen los toreros para ser capaces de entrar a esa plaza con ese ruedo
tan pequeño y ese toro tan serio con la cara del que va al cine, para,
después, irse a portagayola a que el de Monteviejo te haga volar literalmente por los aires y volverse a ir tres minutos después cuando el que sale es el sobrero de Urcola.
Tiene razón Juan, no puede uno que esté en su sano juicio anclarse en el centro de ese minúsculo ruedo a esperar con la muleta planchada a un novillo que cambió de incierto a cierto y hasta a muy bueno gracias a la firmeza de ese francés que decidió, un 14 de julio, tomar su propia Bastilla en una plaza donde hacía muchos años que nadie salía por la Puerta Grande con dos orejas del mismo toro, tanto tiempo que hasta el alguacil preguntaba si los toros tienen dos orejas.
Tener el privilegio de vivir mañanas como la de ayer nos hace dejar
de preguntarnos cosas que sólo tienen respuesta desde el sentir que la
vida es tan bonita que solo los que la viven son capaces de saberlo. Y
nos hace estar tremendamente orgullosos por ser de los que están a este
lado del muro y no en aquel.
Más allá de lo que piensen los demás,
creámonos unos privilegiados por ser capaces de decir ‘olé’ donde otros
no ven la ‘o’, ni aunque les den el canuto.
Artículo de JAVIER VILA
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