Ayer me levanté de la tele ciertamente asqueado; más aún, con una agorera
sensación de haberme quedado fuera del tiesto, de no tener cabida en un
presente al que taurómaca y no taurómacamente cada vez entiendo menos.
Ya
sabemos todos lo que es Pamplona: un toro muy serio, unos emolumentos altos
para que acudan las figuras y de barreras arriba un guirigay ensordecedor y, a
veces, inaguantable que hace de dicha plaza una singularidad de trago duro.
En
eso no hay sorpresas. Hasta las charangas y peñas repiten año tras año su
letanía de cánticos en un orden tan inamovible como el pueril y circense
numerito de los alguacilillos en el despejo. Pero ayer se me antojó Pamplona un
reflejo de la degeneración que vengo observando en el público taurino. Cada vez
me siento más ajeno al sentir y discurrir del no siempre justamente llamado
“respetable” ni tampoco comulgo con los nuevos decálogos que manejan los
neoaficionados.
Dice un refrán que “más vale caer en gracia que ser gracioso”.
Eso les
viene ocurriendo a dos toreros a los que se les está rodeando de un halo de
bondadosa exageración elevándolos a unas cotas que no se corresponde con su
labor en los ruedos; uno es Pablo Aguado, del que ya hablé en otra ocasión, y
otro Antonio Ferrera, que ha metido al público en la gatera con un toreo
impostado con lentejuelas místicas del que se canta lo bueno, lo malo y lo
regular, como si fuera el súmmun del arte de torear. No seré yo quien niegue la
originalidad que a veces puebla sus faenas,
pero exhibirlo como si fuera el paladín de las esencias me parece una
barbaridad.
Ayer, por ejemplo, ocupados tal vez en las viandas del “toro de la
merienda” no apreciaron cómo Ferrera dejó matar en el caballo a uno de los toros
de más clase que han salido en la feria. Tullido y todo como lo dejaron, mostró
su calidad siguiendo los engaños con una nobleza infinita. Lo que no tenía –no
podía tenerla– era repetición, cosa que aprovechó Ferrera para tomarse su
tiempo entre pase y pase como si estuviese consultando el oráculo de su más
recóndita inspiración.
Así y todo, ya que la estocada fue certera, el personal
no tuvo reparos en solicitar mayoritariamente la oreja que la neófita
presidenta concedió previa consulta a su asesor. Yo no vi argumento para el
trofeo por ningún lado; antes al contrario, me pareció digno de repulsa el
trato dado al animal en el jaco. Pero así están las cosas y peor se iban a
poner, o mejor dicho, ya se habían puesto después de que obsequiaran a Cayetano
con dos incomprensibles orejas en su primero ante un astado –uno de los mejores
de la buena corrida de Cuvillo– que a mi juicio estuvo por encima de su
precario concepto del toreo.
Parecía una tarde encaminada a las orejas fáciles. Pero salió el quinto, y en la dominadora y valiente muleta de Perera –que lo había dejado crudo en el caballo– el toro sacó su clase y su casta y el torero su temple y su valor. Para mí la faena más maciza y redonda de la feria hasta ahora y que valía con creces el premio de las dos orejas. Sin embargo, mire usted por donde, Perera pinchó arriba antes de lograr la estocada que mandó el toro a las mulas y eso fue suficiente para que el público que demandó unánimemente la concesión del primer trofeo guardara unánimemente sus pañuelos sin solicitar el segundo afrentando al torero con el agravio comparativo de la orejita de trapo que le habían concedido a Ferrera en el toro anterior, por no hablar de las ya mencionadas de Cayetano.
Con una faena como esa, incluido el pinchazo, en la época de Ordóñez,
Puerta, Camino, etc., el público pamplonica habría solicitado las dos y hasta
el rabo. Pero esto ha cambiado tanto que una faena inexistente rematada con
estocada se premia de la misma forma que un faenón por el simple hecho de mediar
un pinchazo.
En
el último, ya con todo a favor de obra, Cayetano cortaría otras dos orejas más
proclamándose virtual triunfador de estos sanfermines. Sin embargo, en mi
aritmética particular la oreja de Perera valió más que las cuatro de Cayetano
juntas y con la de Ferrera de propina.
Para
que vean hasta qué punto estoy desfasado y ajeno a lo que, cada vez con más
frecuencia, veo acontecer en las plazas
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