Rafael Sánchez Ferlosio había escrito , en EL PAÍS, un artículo , "Patrimonio de la Humanidad", una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra los toros, que él quisiera que desaparecieran de una vez “no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”.
Según él, los toros son la manifestación más flagrante de la barbarie humana. Su artículo evoca a las hordas sádicas que hicieron “una protesta ensordecedora” cuando don Miguel Primo de Rivera, en 1928, ordenó que se protegiese con gualdrapas forradas a los caballos de la suerte de varas que, hasta entonces, morían como moscas despanzurrados por los toros. Y, al parecer, era eso, más que la lidia, lo que los aficionados querían ver: el sufrimiento y la matanza de los brutos. He asistido a muchas corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción del público es siempre la contraria
.En los toros hay una violencia que para muchas personas, como Sánchez Ferlosio, es intolerable, algo absolutamente digno de respeto. Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligar a nadie asistir a un espectáculo que malentiende y abomina. Es menos digno de respeto, en cambio, que él y quienes quisieran acabar con los toros, traten de privarnos de la fiesta a los que la amamos: un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas. Y tampoco es respetable la caricatura de la corrida como una expresión de machismo y chulería en la que se expresaría “el alma-hecha-gesto de la españolez”. No entiendo lo que esta frase quiere decir, pero sí la intención que la mueve y ella es un puro disparate. “La españolez” (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España
.El artículo de Sánchez Ferlosio está redactado de tal modo que, se diría, la “españolez” es algo que se encarna solo en “los castellanos”, pues son estos, a su juicio, quienes “se han puesto a reivindicar la alta culturalidad” de los toros. ¡Protesto!
¿Y los andaluces, vascos, gallegos, peruanos, colombianos, mexicanos, ecuatorianos, bolivianos que defendemos la fiesta? ¿Y los franceses, que han declarado la corrida un bien cultural de la nación? La “barbarie” taurina tiene un arraigo mucho mayor que la geografía castellana y llega, por ejemplo, hasta Suecia, donde, la última vez que estuve en Estocolmo, descubrí una peña taurina con varios cientos de afiliados.
Por otra parte, el artículo deja la impresión de que, por haber prohibido los toros, los catalanes quedan exonerados del oprobio barbárico. Protesto, otra vez. Conozco buen número de catalanes tan aficionados a la fiesta como yo y sin duda él mismo recordará que, cuando se discutía la prohibición, en el manifiesto en defensa de los toros que apareció en Barcelona, entre los firmantes figuraba buen número de artistas e intelectuales catalanes de primera línea, entre ellos
Sánchez Ferlosio vapulea a Fernando Savater por “la poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” de su ensayo sobre la muerte y la tauromaquia, y ridiculiza a Ortega y Gasset por ese “excelso ortegajo” que, en su opinión, fue afirmar que no se puede comprender la historia de España sin tener en cuenta la historia de las corridas. Ambas recusaciones son innecesariamente hirientes e injustas. Savater y Ortega han escrito ensayos que ayudan a entender la complejidad de la fiesta, su entraña sociológica, su reverberación tradicional y mítica, sus raíces psicológicas y su valencia artística. ¿Qué hay de ridículo en utilizar la perspectiva taurina para estudiar, por ejemplo, la filiación que enlaza a España con la mitología de Creta y Grecia y llega, pasando por Goya, hasta Picasso y García Lorca, en la que destaca como protagonista la noble estampa del toro de lidia?
Pero, tal vez, para entender cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo.
© Mario Vargas Llosa, PAÍS, SL, 2012.
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