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martes, 6 de junio de 2017

Un toro fiero ante el poderío de Ureña

FERIA DE SAN ISIDRO
Había que ser muy buen torero para estar a la altura de ese toro, tercero de la tarde, Pastelero de nombre, de 520 kilos de peso, descarado de pitones astifinos, que acudió con presteza al caballo, galopó alegre en banderillas y llegó a la muleta pidiendo guerra. ¡Pero qué guerra…!
Había que ser un torero muy poderoso para estar cruzado delante de ese toro, un dechado de fiereza y codicia, remiso a embestir al primer cite, pero duro, exigente y agresivo cuando acudía con acometividad, prontitud y fijeza. Daba miedo desde el tendido verlo cómo perseguía la muleta con con aire combativo y vibrante.
Había que tener las ideas muy claras, valor seco, oficio, seguridad, dominio de la situación, pundonor y arrojo para hacer el toreo con ese toro; para emocionar y arrebatar a unos tendidos temerosos de una voltereta que parecía inminente y lejana a un tiempo por la acometividad del animal y la firmeza del torero.
Vendió cara su muerte Pastelero. Tras una larga faena, en la que se empleó como los grandes, y una estocada algo tendida, el toro se negó a morir y deslució el triunfo incontestable del torero.
Mucha verdad mostró Paco Ureña ante ese toro; un poderío insultante; una capacidad fuera de lo común, una encomiable hambre de triunfo. No cortó las orejas, pero quedó para el recuerdo la obra de un torerazo.

Esperaba el toro en los medios, altivo y orgulloso, cuando Ureña tomó la muleta. Primera tanda con la derecha a modo de mutua presentación. Y quedó claro que Pastelero no era blandito ni dulce, sino una papeleta. La fiereza que guardaba en su interior la mostró en los redondos siguientes, y extraordinarios fueron los tres que vinieron a continuación, firme el torero, envalentonado el animal, y la plaza que comenzaba a rugir de emoción incontenida.
Otra tanda de altura, y quedó la plaza, el toro y el torero convencidos de que el que mandaba en aquella pelea era Ureña. Bajó la fortaleza de Pastelero por el lado izquierdo, pero aún tuvo oportunidad para demostrar la mucha vida que le quedaba cuando el matador volvió con la espada de verdad.
Un espectáculo grandioso, el de la lidia total, no coronado con el triunfo, pero igualmente emocionante y arrebatador. Si muchos toros fueran como Pastelero, la mitad del escalafón estaba en su casa y las colas en las taquillas darían varias vueltas a la plaza…
Con una magnífica disposición se enfrentó Ureña al sexto, que lucía dos pitones de miedo y provocó que la cuadrilla hiciera en banderillas un ridículo impropio de profesionales curtidos. Pareció por un instante que volvía la grandeza, pero el toro, áspero, corto de recorrido y sin clase, lo impidió. No se afligió el torero, y volvió a demostrar que le sobran agallas en el corazón y profundidad en las muñecas, aunque no fue posible.
Más suerte tuvo Talavante, al que le tocó el victorino artista de la tarde, y lo toreó a placer, con temple y hondura, en una faena de muleta, cimentada en la mano derecha, bonita, bien estructurada, pero falta de la emoción de la casta. Lo había recibido con cuatro vistosas verónicas y dos medias de cartel, y paseó una merecida oreja tras acertar con la espada.
Sin embargo, el público quería más y no entendió que el quinto carecía de clase y codicia, y Talavante prefirió montar la espada pronto y ahorrar a todos una suerte de aburrimiento.
Y el que no estuvo fino fue Urdiales. Le tocó el peor lote, ciertamente, pero también fue el torero más precavido y con menos recursos. Y eso no está nada bien. El primero no le gustó desde que lo vio aparecer por la puerta de chiqueros. Era descarado de pitones y astifino, que todo hay que decirlo, y el diestro no se quedó quieto con el capote. Los dos primeros tercios pasaron volando, como prueba de las prisas que tenía Urdiales por que pasara ese cáliz cuanto antes. Y cuando tomó la muleta estaba claro que no sabía por dónde empezar. Era un toro soso, sin fijeza ni sentido de la humillación, y, en un momento, Diego se le quedó mirando: ¿Y ahora qué hago yo? Pues, eso, que no sabía qué hacer. Escaso de recursos, lo macheteó por bajo en una actitud muy precavida y desconfiada. En fin, mal. ¡Un torero tiene que estar de otra manera…!
Tampoco tuvo clase el cuarto, sin fondo ni recorrido, y Urdiales intentó justificarse cuando el asunto ya no tenía remedio.

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