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lunes, 26 de agosto de 2013

Polemicos palcos presidenciales.

Todos los espectáculos taurinos se rigen por un criterio absolutamente presidencialista y, además, sin posibilidad ni de recurso ni de previa recusación.
 El Reglamento le concede un poder unipersonal para antes y durante la corrida adoptar todas las decisiones que considere necesarias para el buen fin del espectáculo.
 Sin embargo, el margen de discrecionalidad resulta tan amplio que de modo necesario tiene que provocar polémicas, como recientemente ha ocurrido en Madrid y en Bilbao.
 Lo que ocurre es que en ocasiones es el propio palco el que las provoca de modo innecesario, cuando no equivocado. 
Algunos afirman que frente a estos problemas hay que apostar por la profesionalización. No todos opinan lo mismo, ni hay antecedentes en la Historia

.El Reglamento taurino --que a falta de uno hoy tenemos más de media docena-- ofrece una visión completamente presidencialista del espectáculo. Los poderes que se le conceden, antes y durante el festejo, al palco son amplísimo y en todos los casos acaban otorgando unipersonalmente la capacidad de la decisión final.
Esta orientación normativa, con una amplísima trayectoria histórica a sus espaldas, crea en la práctica una situación de cierto conflicto: como todo poder único, concentra en una sola persona los errores y los aciertos.
 De ahí que la ecuanimidad de quien ejerce la presidencia resulte tan crucial para la buena marcha del festejo, cuando además lo que se juzga es una creación artística, con toda la subjetividad que su valoración encierra.
En las últimas semanas hemos tenido dos casos muy criticados: uno en Madrid, otro en Bilbao. En ambas ocasiones por la no concesión de trofeos, como por lo demás es bastante frecuente. Siempre en todo esto hay puntos discutibles. La  prueba es que cuando en una plaza se le forma al usía una señora bronca, luego siempre hay un sector del público que se levanta para aplaudirle. No se conoce arte alguno que levante opiniones unánimes. El toreo no iba a ser una excepción.
Por eso a tales discusiones conviene concederles un valor muy relativo. Eso sí, previamente a tal benevolencia deben darse siempre dos condiciones necesarias e inexcusables: la idoneidad de quien ejerce tales labores presidenciales y su propia independencia de criterio. No siempre ni ha ocurrido ni hoy ocurre así. Casos se podrían contar, a caballo entre la picaresca e, incluso, la mala fe. Pero no son más que la excepción que confirma la regla.
Lo que ocurre es que el ejercicio presidencial necesariamente constituye un cierto paseo por el alambre. ¡Hay tantos elementos discutibles en la interpretación del Reglamento! Uno y no pequeño se refiere a tener o no la sensibilidad de medir la importancia y trascendencia que encierra la concesión de un trofeo. Sin apartarse de criterios de justicia, que los regalos valen poco en el toreo, no puede ser indiferente negarle ese trofeo a un novillero que trata de abrirse camino, para el que esa oreja le abre un nuevo camino, que hacerlo con una figura que, con o ella o sin ella, tiene la temporada sobradamente hecha.
Otro caso muy propio. ¿Qué criterio debe seguir un Presidente en una plaza llena de turistas --los célebres “chinitos”  de hasta el tercero toro, en Madrid-- a la hora de realizar su conteo del número de pañuelos al aire? ¿La aritmética pura y dura o una cuenta más recalculada en razón de criterios cualitativos? Conociendo la plaza en la que ejerce, no le debiera costar mucho trabajo distinguir donde está ubicado cada cuál en los tendidos.Con todo, el caso límite suele estar en la concesión de la segunda oreja, esa que la norma deja a  la potestad exclusiva del Presidente y en la que, por tanto, no tiene por qué obligatoriamente seguir el sentido de la petición popular. ¿Cuáles son los criterios por los que un Presidente debe decidir en estos casos?
 El Reglamento, desde luego, no los especifica, ni menos los enumera puntualmente. Lo deja a su libre decisión, con un  total margen de discrecionalidad.
 Es su acierto o su error personal lo que queda en juego.
Tiempo atrás, muy atrás, en Bilbao hubo un Presidente, magnífico Presidente, que cada tarde recordaba personalmente a los toreros tres cosas: que en esa Plaza era costumbre --hablamos de antes de la Ley Corcuera-- que todos los toros fueran tres veces al caballo y por tanto que se abstuvieran de solicitar el cambio con anterioridad, porque no se les iba a conceder; la segunda, que la música no rompería a tocar antes de que el torero iniciara su toreo con la mano izquierda; la tercera era también muy precisa: que la segunda oreja dependería globalmente de toda la lidia, desde el manejo del capote, quites incluido, hasta la estocada final, que no era suficiente tan sólo una gran faena de muleta.
Tales criterios podrían, como todo en esta vida, admitir opiniones en contra, por más que eran muy razonables. Pero al menos hay que reconocerles dos cosas: que eran bien concretos y que resultaban de público conocimiento.
 Por tanto, en nada podría luego extrañarse el torero. Quizás por eso, sin ruidos ni polémicas, fue una de las etapas de mayor seriedad en el ruedo de Bilbao.
[En este paréntesis: nunca se ha visto sufrir más a un Presidente como a éste, en una tarde en la que por un error suyo dejó sin castigar suficientemente a un toro. Lo lidiaba por cierto Andrés Vázquez. El hombre estuvo en un ¡ay! continuo en el palco, hasta que por fin el diestro zamorano dejó a su enemigo en manos de las mulillas. Pero el Presidente era tan señor que a continuación se disculpó con el torero.]
El ejemplo de ese mismo Presidente sirve para hilvanar con otras grandes cuestiones. Y así, el de referencia vivió y se retiró en el anonimato. Sólo los muy iniciados en lo taurino le reconocían por la calle y desde luego no era, ni asidua ni ocasionalmente, participante en tertulias y coloquios, que en aquellos años se iniciaban --entonces ajenos a los circuitos comerciales--, gracias a un gran presidente que tuvo el Club Cocherito: Facundo Álvarez. En suma, no era ni famoso, ni popular; era un señor más de los muchos que uno se cruza por la calle.
Y  su caso es un buen ejemplo porque nada hace más daño a un Presidente que la notoriedad pública, en especial si ha sido mal digerida. Pasar a ser alguien por subirse al palco, eso ya es definitivo porque le sitúa en puertas de verse tentado por la popularidad. De ahí al abismo media un escasísimo trecho.
 En una plaza hay y siempre debe haber dos protagonistas únicos: toro y torero. Todo lo demás forma parte del atrezzo, que siempre es indispensable para la buena marcha del espectáculo, pero que no se refiere al fondo de la cuestión.
Pero es que esta ausencia de notoriedad guarda estrecha relación con otra condición necesaria: la independencia, y su consecuente inmediato: el respeto, unos requisitos a los que le ocurre como a la mujer del Cesar: que deben serlo y además de parecerlo.
 Y la independencia y el respeto dejan, al menos, de parecerlo cuando, por ejemplo, un Presidente se pasea de feria en feria, ocupando localidades de la Empresa en la que ejerce su cargo. O cuando se siente en la obligación de acudir a todos los sitios imaginables a ofrecer en vivo las razones de sus decisiones.
Si vitalmente necesita de tales actitudes y notoriedades, por legítimas que sean en la vida privada, su validez para un palco comienza a tambalearse. El fondo, es lo que subyace en buena parte de los Presidente que levantan polémica. 

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