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domingo, 26 de diciembre de 2021

ORGULLOSAMENTE TERCOS

 Por Santi Ortiz.


La toalla sigue en nuestras manos. No nos anubarran las claudicaciones. Seguimos en lo nuestro. Sin darnos jamás por vencidos. Como San Jorge ante el dragón. Como Hércules frente a los toros de Gerión. Como Teseo contra el minotauro. Como José Tomás con el sobrero de El Sierro.

Nunca derrotados, por más que nos quieran poner contra las cuerdas. Por más que nos hayan empujado al borde del abismo. Ninguna noche ha podido arrancarnos la luz. Ninguna tormenta ha logrado arrebatarnos la calma. Ninguna amenaza ha conseguido privarnos del valor.

Somos lo que somos: jardineros de emociones, descifradores de enigmas, juglares de ilusiones, prestidigitadores de hazañas, fabricantes de bravura, alquimistas genéticos, guardianes de mitologías. Y tercos. Orgullosamente tercos. Depositarios de un ancestral legado que estamos dispuestos a preservar y transmitir por encima de cualquier catástrofe.

Sabemos más que nadie de desgarros y cicatrices, de heridas de tristeza, de suturas del alma. Muchas veces nos hemos despertado en la UCI, incluso alguna sotana nos ha querido dar los santos óleos, y otras tantas nos hemos visto recorriendo el milagro de volver a estar vivos cuando el mundo ya nos daba por muertos.

Hay murciélagos revoloteando agoreros por los sueños del toreo. Esparcen temores, incertidumbres y desasosiegos. Parecen ignorar que son éstos tres elementos los que el planeta del toro tiene bien asumidos, pues su vida se ha desarrollado siempre entre el miedo, el indeterminismo y la intranquilidad. Los tres son inseparables compañeros de camino. Hasta tal punto, que quien no soporte su compaña, hará bien en cruzar sus fronteras y marcharse a otro sitio.

Tiaras pontificias y coronas reales nos hicieron objeto de su cólera y su intolerancia, buscando acabar con nosotros. No consiguieron nada, salvo hacernos más fuertes. Ahora ocurre lo mismo con la amariconada burguesía del buenismo y la traición al humanismo de los que pretenden borrar la frontera que existe entre el hombre y las demás especies animales. Todos han aspirado o aspiran a privarnos del próximo amanecer, de gozar de un nuevo día; a circunscribirnos a la cárcel-oscuridad de una memoria, postergada por el silencio mediático, que esperan se extinga con el tiempo.

También esta pandemia que nos va estrangulando la vida poco a poco, se une a los jinetes del Apocalipsis, buscando ahuyentar nuestras estrellas para que el firmamento del toreo quede negro, yerto y vacío. Nos ha tocado hacer funambulismo para seguir manteniéndonos vivos en medio de las condiciones más precarias. Pero del latigazo que supone que un toro bravo vaya al matadero, se curten y endurecen las voluntades de los hombres y mujeres que entregan a la geografía de España un territorio lleno de bravura. Medio millón de hectáreas en las que el toro encampana su casta. ¿No es algo impresionante?

Deshojando almanaques, cumpliendo calendarios, el arte de la lidia a pie cuenta con una biografía de siglos, cuyo natalicio protooficial tiene lugar con la venida al país de la dinastía borbónica, cuando Felipe V e Isabel de Farnesio fueron alejando a la nobleza de las lides taurómacas. Entonces, el toreo progresivamente se bajó del caballo, cambió el atuendo aristocrático del caballero por el sencillo ropaje de majos y chulapos y se dio a medirse con el toro desde su misma altura. Toreo caballeresco en retirada, toreo popular al ataque. Ya en 1711, en la serrana localidad huelvana de Campofrío, se construye una plaza de toros de fábrica: la primera redonda de que se tienen noticias. ¿Cómo se originaría la idea de construirla y en ese lugar? Un buen enigma para reto de investigadores y alimento de la imaginación.

Lo cierto es que, seis décadas más tarde, el toreo a pie se ha hecho el amo de la tauromaquia. Y que, cuando en París, se alzan las llamas de la Revolución Francesa, en España, la terna compuesta por Costillares, Pedro Romero y Pepe-Illo, ha elevado el toreo a una dimensión nueva y acapara el entusiasmo de los aficionados, que militan en toda la escala de clases sociales. Ya para entonces tienen que vérselas con el frente antitaurino que capitanean Vargas Ponce, Jovellanos, Feijoo y el muy ilustrado y progresista marqués de la Ensenada, cuyo racismo le llevó a idear un plan para erradicar a todos los gitanos de España, repartiéndolos entre presidios y galeras. Afortunadamente, sus deseos no llegaron a verse cumplidos. Pero el toreo también contaba con férreos defensores entre los hombres de la Ilustración. Así tenemos a Nicolás Fernández de Moratín, Francisco de Goya, Ramón de la Cruz y Bayeu, como nombres más destacados.

De aquellos tiempos a esta parte, una frase ha venido repitiéndose machaconamente con su destello de certeza en medio de un mar de incertidumbres: ¡Ya soy torero! Cuántos muchachos, situados ante el espejo de sus vidas, han visto llegado el momento de entonarla con los labios de las ilusiones… ¡Ya soy torero! No figura del toreo ni matador de toros ni nada por el estilo: torero. Sentirse torero. Comprender que uno ha conseguido traspasar esa puerta hermética y arcana tras la que se abre un mundo único, mágico, duro y fascinante en el que ha conseguido insertar su existencia para satisfacción de sueños y cuitas. Sobre la ingente calderilla de las palabras huecas, resuena el metal noble de esta frase vital del iniciado, depositaria de una moral, tan exigente a veces que es casi despiadada, que inviste al paladín de las arenas de unas reglas de comportamiento, de una entrega y dedicación al modo de vida que ha elegido, que lo convierten en un personaje fundido con metales de textura granítica y le sirven de brújula para seguir, a través de la niebla, los fragosos caminos que llevan a la heroicidad: aquellos que debe cubrir con solamente un arma: el estoque del amor y la muerte.

Y aquí estamos. Resistiendo como numantinos el desprecio del Gobierno, la postergación de las televisiones, las mentiras e insultos de las redes sociales, la animadversión mayoritaria de la clase política, la ignorante iniquidad de la progresía, los estragos del Covid y la agresiva irracionalidad del animalismo. Esa conjunción de fuerzas enemigas puede llegar a ser temible. Sin embargo, como afirmaba Quevedo, aquel que ha pasado por muchas prosperidades llenas de gloria y por muchas adversidades llenas de temor, de nada se espanta. Así es el toreo. Así somos las gentes que habitamos el planeta taurino. Incluso malheridos, jamás hemos tirado la toalla. Y aquí seguimos, para darle –montera en brindis y espíritu dispuesto– la bienvenida a este 2022, que tampoco entra con buenos augurios, pero que habrá que darle la buena lidia que el toreo necesita.

Y ustedes que lo vean y lo luchen.

sábado, 25 de diciembre de 2021

Plaza de Toros Monumental de Barcelona


 

EL TORO, POR LOS CUERNOS

 


El animalismo (“una nueva religión”) y la tauromaquia, una pareja malavenida

Antonio Purroy, catedrático de Producción Animal, publica un libro en el que defiende la fiesta de los ‘bulos’ del movimiento antitaurino

Si algo tiene claro el movimiento animalista es su lucha contra la tauromaquia. Tiene que haber una razón muy poderosa para que una corriente mundial de pensamiento —que se viene demostrando que es una corriente innecesaria— ataque tan virulentamente al mundo de los toros, que tiene una importancia social y económica pequeña en el contexto internacional”. Este es uno de los axiomas que Antonio Purroy (Pamplona, 72 años), catedrático de Producción Animal de la Universidad de Navarra y aficionado a los toros, expresa en su libro El movimiento animalista, la producción animal y la tauromaquia. Una trilogía malavenida(Ediciones Temple), de reciente publicación.

Y sigue: “Los animalistas se aprovechan de la fama mundial de la tauromaquia para difundir su pensamiento ideológico, basado en la igualdad entre hombres y animales (antiespecismo) y en el no maltrato animal”. “Tengo la obligación de conocer la existencia del movimiento animalista”, cuenta Purroy, “por mi profesión y mi afición, y he tratado de explicar en qué consiste, qué pretende, a qué sectores afecta y desmontar los mitos y bulos que maneja”.

“Pero el libro no pretende ser un ataque contra nadie”, insiste el catedrático, “sino explicar el fundamento del animalismo, su gran explosión en los años 70 del siglo pasado, que surge en los grandes campus universitarios, y argumentar mis desacuerdos, que se centran en el ataque a la producción animal y su importancia en el sector agrario y ganadero, y en lo que afecta a las personas, tanto en la obtención de productos y servicios animales, como en las que se refiere a las costumbres y tradiciones que están relacionados con animales”.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

No al fanatismo, sí a las libertades

 


Imaginemos una sociedad en la que un grupo determinado pretende imponer sus preferencias morales, sus gustos o lo que considera como políticamente correcto sin tomar en cuenta el punto de vista de los demás. Imaginemos que ese mismo grupo busca ir en contra del espíritu de los Estados democráticos en los que, por principio rector, los derechos de todos deben ser respetados. Es a este escenario regresivo al que, desde hace algunos años, distintos sectores pretenden orillarnos en su intento de prohibir las corridas de toros.

Bajo un mal entendido concepto de bienestar animal, algunas asociaciones nacionales y extranjeras se han acercado a distintos órganos legislativos federales y locales para pretender acabar con una actividad cultural y popular que se encuentra arraigada en nuestra sociedad desde hace 500 años.

En su afán por imponer su visión, estos grupos quieren poner fin a toda una industria que, por citar un ejemplo, es generadora de una derrama económica anual de 6,900 millones de pesos, según fue calculado por la Secretaría de Agricultura en 2019, y que representó ingresos fiscales para el Estado por más de 800 millones de pesos. Se trata de cerrar, de la noche a la mañana, más de 225.000 empleos directos e indirectos y de negarle la posibilidad a más de 4 millones de aficionados a que asistan a una plaza de toros como sucede cada año.

lunes, 20 de diciembre de 2021

ÚLTIMO TERCIO


 TRAS EL ANALISIS DE LA TEMPORADA RADIOFONICA EN HISPANIDAD RADIO DE LA SEMANA PASADA , LA DIRECCIÓN NOS CONCEDE UN  ESPACIO DE REGALO PARA DESPEDIR EL AÑO CON LA PUBLICACIÓN DE LOS QUINTOS PREMIOS TAURINOS , DE ESTE AÑO 2021. ÚLTIMO TERCIO EN AMENA TERTULIA CON ALGUNOS DE LOS AGRACIADOS .

domingo, 19 de diciembre de 2021

La Feria del Toro de Olivenza


 

AMOR AL TOREO

 Por Santi Ortiz


Yo amo al toreo por no sé cuántas cosas. Tal vez porque en él se muestre, como en ninguna otra parte, el rostro fugaz de la verdad. Porque nada hay que valga lo que un instante vivido en plenitud. Porque es una pasión que va muriendo en el mismo momento de nacer. Por su capacidad de contener cadencias y caricias que han transformado la lucha en poesía. Versos de arte mayor nacidos del silencio, de la victoria de los sentimientos sobre el viento que el miedo precipita a través de las ventanas abiertas, sin cristales, de la imaginación. Es necesario ser un domador de miedos para luego erigirse en vencedor del duelo de la arena.

Yo amo al toreo porque siento cómo cantan los sueños en las tersas muñecas, cuando del crujido del lance brota un aroma único. Porque siento cómo, del rumor que la plaza ensordece, nacen ecos en mi corazón. Amo esos labios de la plaza anegados de oles. Amo el extraño idioma del Arte de la Lidia, con palabras de tela que buscan discurrir por un cauce de temple; palabras que, en su inmóvil movilidad, nos trasladan a parajes fantásticos. Juego de brisa y luz, ritmo de sombras que crepitan en singular hoguera en torno a la cual danzan los últimos vestigios de un amor de milenios. Toreo cargado de energía, pleno de gozo, palpitando en las venas de la naturaleza, desnudo por las almas del instante, en pos de un más allá de remotos prodigios.

Yo amo al toreo por la transparencia del vestido de luces, aunque me incline mejor por la del cuerpo, que deja ver desnuda el alma del torero. En ella distinguimos el alba pura que brota de los sueños, de la oscura tiniebla que desertiza y mata todos los caminos de la superación. Cuánto campo, cuánto aroma silvestre, cuánto paisaje indómito, se esconden entre los pliegues íntimos del toreo. Cuánto silencio, cuántas madrugadas de sueños y de insomnios, latiendo en cada cite, en cada acto de reafirmación, en el raso y oro de cada desafío.

Yo amo al toreo porque el toreo se alimenta de sí mismo, de la euforia de lo conseguido, del fuego arrebatado al toro de sus cuernos, de la osadía de poner la vida en la balanza y sacarla en triunfo, de extraer refulgentes gemas de la niebla, de arrancarle misterios a la muerte, de componer música con el iracundo resuello de los toros, de cubrir de armonías el campo de batalla.

Yo amo al toreo porque une al retablo de los sueños otro lleno de lágrimas, con el que la dignidad bien sabe convivir; como sabe mitigar el dolor con elegancia y aceptar las claves del destino con estoica templanza. Son claves indescifrables que convierten al torero en un ser extraño y memorable, y digno de la mitología. Algunos alcanzan el prodigio de la transmutación del nada en todo: crisol de ansias que convierten el anonimato en un astro nimbado por la fama. Porque, los que en verdad deseen la Corona, han de prestarse a acopiar fortaleza para volver realidad aquellos juramentos prestados a ellos mismos ante el sudor de los entrenamientos, ante el espejo de los soliloquios, ante el mordisco de la incertidumbre, ante la inclemencia fatal de los errores. Sean fieles hasta el fin a sus promesas y serán recompensados como esperan por la granítica justicia del dios Tauro.

Yo amo al toreo porque, desde su nacimiento, ha avanzado siempre a contra viento. Porque transgrede los límites de la moral burguesa. Porque no le importa rozar lo prohibido. Porque está en el punto de mira de la beatería. Porque quisieran quitarlo de en medio pegándole un tiro en la nuca con la pistola de la cobardía, cosa que, cara a cara, no se atreven. Porque me gusta su ropaje de enigmas y el negro estanque donde se sumergen esas verdades suyas que los biempensantes no quieren ni mirar. Porque su cruenta inocencia sobresale por encima de todos las condenas. Porque es capaz de engendrar una sonrisa en el mismísimo vientre del drama.

Yo amo al toreo porque tatúa en el aire sus memorias, como guardo en la mía el álbum frondoso de todos los instantes que mi retina archiva después de tantos años contemplando milagros: los lances del quite de Paula al toro de Julio Robles la tarde de su tardía confirmación de alternativa; los naturales de José Tomás abriéndole en el viento un cauce a la bravura de un astado de Victoriano del Río en Las Ventas; la delicada facilidad de Paco Camino descifrando el rompecabezas que un novillo proponía en un festival en Camas; la sabiduría de Manzanares corrigiendo como si tal cosa las serias dificultades de un sobrero de Palomo en Sevilla; el quejío de Antonio Ordóñez lanceando rodilla en tierra a un astado de Urquijo en la Maestranza; Paco Ojeda cabeza abajo, colgado por los machos, tras entrar a matar al juampedro “Dédalo” después de histórica faena; Terrón convirtiendo su valor en una guía de perplejos ante un novillo de José de la Cova en Huelva; la puerta mágica donde asoma sus lances Juan Ortega; Roca Rey arrancando nuevos secretos de los toros para darle una nueva vuelta de tuerca al toreo; la brújula indomable del corbatín torcido de Dámaso González ante un toraco de Agustina Lopez Flores en Albacete; José Luis Parada inundando de asombro la Maestranza ante los toros del conde de la Maza en su regreso de un desierto de años; Manili convertido en estatua ante las probaturas de dos miuras en Madrid; la Giralda seducida por los vuelos del capote de Morante; aquellas siete gaoneras sin moverse del sitio de Antonio Batalla a un guardiola en Huelva; los surcos de albero abiertos por el victorino “Cobradiezmos” el día que se ganó la vida peleando contra el toreo de Manuel Escribano; la faena de rabo de Talavante a un toro jabonero en Zaragoza; “Ojito”, de Torrestrella, acudiendo bravo y noble a la primera cada vez que lo llamaba la muleta de Dávila Miura, en la Maestranza de Sevilla; El Cordobés poniendo de acuerdo a tirios y troyanos la tarde del rabo en ese mismo ruedo; la majeza otoñal de Antoñete restaurando el clasicismo en Las Ventas mientras lo aclamaba “la movida”; el perfume de serranía y romero de Curro “doliéndose” por el palo de su toreo rondeño; la raza poderosa de El Juli embistiendo a los toros que no embisten, como Palomo, como tantos y tantos otros –a los que dar cabida daría para diez tomos– en cualquiera de las ramas del arte de torear…

Yo amo al toreo porque es lo mejor que me ocurrió en la vida; lo más auténtico de que guardo memoria. Por eso lo defiendo. Por eso milito pluma en ristre, como antes lo hiciera con la espada, en favor de su bella tragedia, para preservar su milagro y su historia: la historia más hermosa que conozco. En su defensa salgo, pues no quiero que muera. Y no es cuestión de razonar con nadie, porque aquí es el Amor lo único que cuenta.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Crónica: La teatralidad heterodoxa de Antonio Ferrera

 Por Luis Cuesta  De SOL y SOMBRA. Fotos La Plaza México.


La tarde guadalupana de esta edición ha sido histórica por la gran entrada que registro la Plaza México, pero también por la carga emocional que se generó durante la semana pasada ante las amenazas de prohibición.

martes, 14 de diciembre de 2021

Los taurinos somos los verdaderos animalistas

 


Los animales deben de ser tratados con respeto, de acuerdo a su naturaleza, sus características y a la relación que históricamente han tenido con los seres humanos

Prohibir la tauromaquia no sólo es prohibir una actividad económica que genera miles de empleos en este país. Es prohibir una actividad popular y atentar contra los derechos de un grupo importante de mexicanos que llevamos casi 500 años celebrando esta manifestación cultural.

Los taurinos amamos al toro, lo criamos, lo veneramos y respetamos su naturaleza, no lo humanizamos. Los taurinos respetamos la naturaleza, no la queremos cambiar. Ingerimos proteína animal y respetamos las redes tróficas. Las corridas de toros son el resultado de un sincretismo histórico que ha dado forma a nuestra sociedad y a nuestra mexicanidad. Les invito a que visiten los pueblos de México, los rincones más alejados de las grandes urbes donde todavía la civilización no ha sido víctima de la globalización y se practica la tauromaquia sin complejos ni maniqueísmos. Aguascalientes, Tlaxcala, Guanajuato... allí donde todavía los hábitos no han sido impuestos por las grandes transnacionales y donde no se cae en el consumismo atroz que busca generar dinero a costa de los usos y costumbres de los pueblos. Allí se cuida y se respeta al toro.

Las ganaderías del toro bravo son defensoras del medioambiente y promueven el equilibrio del hombre, de los animales y de los ecosistemas. Uno de los grandes retos que enfrenta la humanidad en este siglo XXI es la humanización de los animales, detrás de ello está el gran negocio que resulta esta actividad. Si se quiere ser vegano adelante, respetamos la libertad de cada quien. Los taurinos creemos en las libertades. Sin embargo, con la prohibición de las corridas de toros en la Ciudad de México, un pequeño grupo de la sociedad amedrenta al resto de la misma culpándolo de violento por ingerir la diversidad de especies que evolutivamente han conformado parte de nuestra dieta.

Consideramos que todos los animales deben de ser tratados con respeto, de acuerdo a su naturaleza, sus características y a la relación que históricamente han tenido con los seres humanos. El aficionado a los toros va a una plaza a admirar la condición animal del toro, no su humanización. Va admirar el encuentro hombre - animal, la cultura y la naturaleza, con verdad, donde existe la muerte sí, sin mentiras ni finales felices.

La tauromaquia se suma al bienestar animal, entendido éste desde otra perspectiva de la ciencia sin radicalismos ni fanatismos. Buscamos que con información verdadera podamos generar un diálogo y mostrar argumentos que nos conduzcan a una mejor sociedad. Los taurinos estamos abiertos al diálogo, a construir, a mejorar los reglamentos y procesos que existen en esta manifestación cultural sin que se altere la esencia de la fiesta. Los usos y costumbres de los pueblos los generan los mismos pueblos, no sus autoridades.

Desde Tauromaquia Mexicana A.C. pretendemos mostrar a la sociedad los verdaderos valores de la fiesta brava y crear puentes de comunicación con quienes tienen puntos de vista diferentes. Utilicemos todos los recursos posibles para el bien de nuestra sociedad, para una sana convivencia, sin radicalismos.

Las prohibiciones son propias de los gobiernos autoritarios. El reto de los Estados democráticos contemporáneos es atender la voluntad de las mayorías, respetando los derechos y libertades de las minorías. Esperamos que como sociedad sepamos lograr ese equilibrio y hacer historia como la generación democrática, respetuosa de los derechos fundamentales y garante de la cultura que somos. Una sociedad avanzada debe ser respetuosa de estas libertades. La prohibición no es y nunca será parte de la agenda progresista. Nunca será propia de una sociedad de vanguardia.


Por José Saborit . Torero y Director de la Asociación Tauromaquia Mexicana

domingo, 12 de diciembre de 2021

INFANCIA CON SUEÑOS DE ALAMARES

 Por Santi Ortiz


Tertulias de vecinos tomando el fresquito en las noches estivales en torno al boletín radiofónico de noticias taurinas. Manolete nunca falta en la conversación. Cercano el luctuoso suceso de Linares, todos coinciden en una afirmación: era el más grande. A la hora del ocaso, la pirotecnia litrista dispara sus cohetes contra el cielo de Huelva. A estallido por trofeo, contabiliza la gente los triunfos de Litri. Amorosamente, plancha mi madre el “pañuelo para pedir la oreja” y lo coloca en el bolsillo superior de la chaqueta paterna, dejando sólo la blancura de un triángulo visible. Mi padre y yo nos vamos a los toros. Como cada víspera de novillada, descienden por mi calle –Cuesta del Carnicero– las cansinas moles berrendas en colorao de los cabestros. Al reclamo de sus cencerros, bajo corriendo la escalera, con la montera y el capote de juguete que me trajo mi tía Dolores de Madrid, y cito a los mansos con la determinación de la inocencia: ¡Eje, toro! Los cabestreros me tocan las palmas. Pero lo que se me queda clavado es el brillo extraño y misterioso que palpita en la ciruela negra de los ojos del toro que se queda mirándome. Conmoción de orejas, rabo y pata de Chamaco en Huelva ante un novillo colorao ojo de perdiz, de Domecq, sobre un ruedo con charcos. Hay alborozo en el corazón chamaquista de mi padre cuando nos da la noticia del “lío” que ha formado “su” torero en su presentación en Barcelona. Don Pedro Balañá augura lo que sobrevendrá después: “He encontrado el Kubala taurino”. Y bien que lo fue. Día del Corpus de 1954, primer luto de mi infantil memoria: un novillo de doña Rocío Martín Carmona ha matado en la plaza onubense al torero paisano Rafael Carbonell. Como una lágrima gigantesca, Huelva entera se echa a la calle para despedir los restos del infortunado muchacho. Y el corazón del toreo, siempre caritativo y solidario, queda representado por el gesto del torero “cañaílla” Rafael Ortega, que, pese a vivir lejos de la riqueza, generosamente cede íntegros sus honorarios de la corrida que ese día ha toreado en Cádiz a la necesitada familia del novillero muerto. Lo mismo hace su banderillero y hermano Baldomero. Mas las desgracias nunca vienen solas. No había abandonado ese nefasto mes de junio todavía el calendario, cuando un novillo de Bohórquez hiere gravísimamente a Chamaco en Córdoba. Cornada que le echa las tripas fuera y lo pone al borde de la muerte. Pero esa vez gana la vida, y el novillero onubense muestra en triunfos sucesivos que su sanar no sólo es físico, sino también anímico. Convertido en novillero de fama e ídolo taurino de la ciudad Condal, Antonio Borrero se doctora matador de toros en la Monumental barcelonesa dos años después. Litri le cede los trastos en presencia de Antonio Ordóñez, a la postre triunfador del festejo. Me “cargo” íntegra la retransmisión radiofónica de la corrida, sentadito y en silencio en la cruceta de la mesa de comedor. Llega el colegio y la obligación de hacer la tarea, pero a mí me gusta más acercarme los jueves al kiosco de Agustín por si ha recibido ya El Ruedo, la revista donde me empapo de todo lo que se dice y cuenta de la temporada taurina, de las historias y biografías de los viejos toreros, en tanto que sus fotos me ilustran sobre el estilo y la forma que tienen de plasmar el toreo los diestros actuales. Mis compañeros de clase me preguntan que si quiero ser torero. Les digo que no. Me gustan los toros, pero torero no, porque los toreros están locos. No me doy cuenta de que yo ya tengo esa bendita locura metida en el fondo del alma. Mis profesores se quejan de que, en vez de atender en clase, me paso todas ellas dibujando toros en el cuaderno. Los castigos no me hacen mella y tampoco las broncas de mi padre cuando les llevo mis deplorables notas. En primavera, me asfixian las aulas. Hago la rabona y me voy al campo. Al cabezo del Instituto, desde donde se ve la plaza de toros y parte de su ruedo, donde entrenan aficionados y banderilleros. Me tiendo en la hierba y dejo volar mi imaginación. Necesito estar en contacto con el ganado y busco vaquerías, como la de Tejero, para ver de cerca las vacas, aunque sean de leche. Al final, ya ni me presento a los exámenes. Mi padre me quita del colegio y me pone a trabajar en su tienda. Allí conozco a un aprendiz que es hijo de un torilero de la plaza. Junto a él, piso por vez primera la arena, para mí sagrada, del ruedo. Y visito los corrales y me lleva a los chiqueros y me deja encerrado en uno, broma habitual gastada a los novatos. Me impregno del olor a toro y a zotal. Me gusta colocarme en el portón de cuadrillas y mirar el vacío graderío, que mi fantasía llena de público y sonidos. Lo veo tan lejano como imposible, pero un día me gustaría estar ahí vestido de seda y oro, liado en un capote de paseo. Sin embargo, para eso hay que ponerse delante del toro. Y no sé si seré capaz o no. ¡Si ni siquiera sé torear de salón! Luis –que así se llamaba el aprendiz– dura poco en la tienda y lo reemplaza otro, que –cosas del destino– es primo de un novillero de Huelva y también alienta el sueño de ser torero. Nos hacemos compinches y con un trozo de tela roja manchada de pintura verde nos fabricamos una muleta. Una noche, al salir del trabajo me lleva hasta el viejo campo del Velódromo, donde su primo –Diego Gómez Maldonado– entrena de salón en la explanada donde montan el ring para las veladas de boxeo. Me lo presenta y por vez primera en mi vida tengo en mis manos un capote de verdad. Me impresiona lo mucho que pesa y admiro la facilidad con que lo manejan los toreros como si fuera etéreo. Por las mañanas, horas antes de que entremos en la tienda, me encamino a su casa y en un terrenito que tiene ante su puerta nos turnamos en embestir y torear con nuestra muletilla común. Ya nos empieza a sonar el nombre de un novillero al que todos tachan de charlot, pero que pone los cosos a revienta caldera y hace peregrinar de plaza en plaza a la gente que no quiere dejar de verlo. Le llaman El Cordobés y deambula entre los territorios del payaso y el genio. Dicen que no sabe torear, pero triunfa cada vez que se anuncia. Tengo que probarme. Hay que ponerse delante sin más dilación y medir lo que cada uno es capaz. Maldonado, el aprendiz, está de acuerdo conmigo. Por septiembre, se celebran –se celebraban– las capeas de Trigueros. Teníamos que ir sin que se enteraran en casa. Por si volvíamos tarde, pedí permiso para ir al cine de verano de la plaza de toros –donde ponían la versión en blanco y negro de King Kong–, que empezaba a las once de la noche. Me lo dieron, y con el dinerillo que habíamos ahorrado cogimos la camioneta –el autobús– que nos llevaba al pueblo. Como las capeas comenzaban bastante más tarde, nosotros, precavidos, fuimos a las taquillas de los autobuses para sacar el billete de vuelta. Nos encontramos que el último viaje para Huelva salía antes de que comenzaran las capeas. Maldonado me dijo que se quedaba. Yo decidí lo mismo. Ya nos las arreglaríamos. Habíamos venido a torear y no nos íbamos a volver sin hacerlo. Me veo larguirucho, canijo, con mis pantalones cortos, llamando a una vaca que por lo menos me sacaba la cabeza. Venía pegada al vallado y yo, ignorante de los terrenos, me puse de cara a los palos para que pasara entre ellos y yo. Faltarían menos de dos metros para llegar a mí, cuando un gracioso de los que estaban viendo la fiesta no se le ocurrió otra cosa que tirar del pitón de la vaca hacia donde él estaba, con lo que consiguió que el animal tirara un violento derrote en la dirección donde yo me encontraba pasándome el pitón a dos dedos de los ojos. Esa fue mi primera experiencia taurina. Me puse delante de todas las reses que pude, y no digo que las toreé porque yo no sabía torear. Les aprovechaba el viaje y le pegaba pases por alto. Pero sobre todo veía sus corpachones pasarme junto a mi cuerpo y sentir sus bufidos y fuerza. Creo que es la vez que he pasado más miedo en mi vida, pero no me arrugué; es más, puedo afirmar que fue entonces cuando me entró de verdad el veneno de los toros. Acabada la fiesta, andandito cogimos el camino para Huelva. Hicimos una parada en una viña para agenciarnos un racimo de uvas y a los pocos kilómetros, haciendo auto stop, nos paró el coche de unas francesas que iban para Sevilla y se ofrecieron a llevarnos hasta San Juan del Puerto a cambio de que tiráramos las uvas que nos quedaban. Una vez en San Juan, nos dirigimos rápidamente a la estación de trenes. Y nos sonrió la fortuna, porque en aquel momento se disponía a salir en dirección a Huelva un tren de mercancías. Casi ya en marcha, nos colamos en un vagón y en él hicimos tranquilamente el viaje hasta nuestro destino. Una vez en él, nos dirigimos a la plaza de toros. Y hasta nos dio tiempo de ver la película.

Trigueros está a unos 28 kilómetros de Huelva. Para un niño de once años como era yo entonces, me parecía tan lejos como las Indias occidentales. Por eso, la decisión de dejar partir el único autobús que salía para Huelva y jugarnos nuestra vuelta a la aventura, con tal de no traicionar el propósito de torear que nos había llevado al pueblo, creo que fue la primera decisión de hombre que tomé en mi vida. Con ella, comprendo que quedó clausurada mi infancia.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

LOS VALORES DEL TOREO


 Por Santi Ortiz

Fíjense en la foto. Un torero –Morante de la Puebla– acaba de ser cogido por el toro. Todavía no ha tenido tiempo de dar con sus huesos en la arena y ya otro torero –David Fandila, El Fandi–, ese día un espectador más, está saltando la barrera para ir en ayuda del compañero en peligro.

Solidaridad, compañerismo, generosidad, son algunos de los valores que se han puesto en juego en ese acto vital de saltar al ruedo en busca del riesgo con la única intención de salvar a un hombre, un compañero de profesión, a merced de un toro; un toro que le ha quitado los pies del suelo y que, por ello, como me decía en una ocasión Domingo Dominguín, nadie sabe lo que puede ocurrir a continuación. Porque, aunque no se vea, por ahí revolotea la muerte.

Delante de esta foto quisiera yo ver a cuantos sostienen que el toreo es perjudicial para quienes lo ven o lo practican porque sólo induce en ellos brutalidad y violencia. Que lo vean con sus ojos y luego que expliquen, sin salirse de su manido discurso, el comportamiento valiente de El Fandi buscando hacerle el quite al diestro de la Puebla. A ver cómo se las arreglan.

Cuando estamos en una sociedad que, generalmente, mira para otro lado cada vez que alguien próximo necesita ayuda o a lo más que se atreve es a grabarlo con el móvil, aunque la víctima se esté quemando viva, actos desinteresados como este de El Fandi constituyen una auténtica lección de humanidad y hombría (con perdón). Una lección exponente de los valores que

transmite el toreo; una disciplina si se quiere extraña, única, inclasificable, mágica, controvertida, amada por unos y odiada por otros, pero que aporta una serie de enseñanzas morales –valentía, respeto, abnegación, espíritu de sacrificio, honorabilidad, etc.– que ya las quisiéramos para el grueso de la sociedad. Y sobre todo una que, a mi juicio, es compendio de todas las demás: la capacidad de mirar cara a cara a la vida, por torcidas que vengan las cosas.

Son valores que no sólo sirven al torero, sino que, al tiempo, te están formando como hombre y se convierten en un bien inestimable para lidiar fuera de la plaza con el toro de la vida, en ocasiones, no menos temible que el que sale por la puerta de chiqueros.

Como afirmaba el filósofo Víctor Gómez Pin, el toreo es una escuela de vida; una escuela fructífera y rica en enseñanzas, de las que hemos aprendido todos los que hemos tenido el privilegio de vestirnos de torero y salir a una plaza a jugarte los sueños ante esa amalgama de amigo y enemigo que el toro representa.

Quede aquí el acto de El Fandi como ejemplo de esto que digo y como refutación de la ignorancia que demoniza al torero con atributos que no le corresponden, por mucho que el colofón de su obra sea matar, frente a frente, a una mole de media tonelada armado con sólo un estoque y un trozo de tela