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domingo, 30 de abril de 2023

Aldabonazo de Ginés Marín en La Maestranza

 

El joven matador extremeño corta dos merecidas orejas de un gran ejemplar de El Torero, guinda única de un encierro muy desigual que no permitió reeditar el milagro morantista


En el toreo lo breve, medido y bueno es más que suficiente para triunfar. No hace falta eso que hoy resulta inaguantable de faenas al borde del aviso. Y ayer Ginés Marín lo demostró con el tercer toro. Una faena en la que el torero extremeño fue dosificando las fuerzas del animal, dando las distancias justas para ir tejiendo una faena que fue creciendo, en la que el toreo al natural se hizo presente y en momentos alcanzó una dimensión considerable.



Ginés Marín
no se olvidó del efecto que tienen ahora el cambio de mano que llegaría después de unos naturales a pie junto exquisitos. Toda la faena muy seria, sin ventajismos ni populismos. Una estocada y dos orejas que son un aldabonazo de este torero en la Maestranza. El toro que cerró la tarde, áspero, punteando, sin dar ni un resquicio positivo, de templar y ligar, le cerró toda posibilidad de salir por esa Puerta del Príncipe que se había dejando entreabierta en su primer toro.

Morante de la Puebla sigue encelado y lo demostró en el primero de su lote, muy por encima de la poquísima casta del toro. Una faena llena de torería en la que se templó con hondura en los redondos, torerísimo en el molinete belmontino y con esos ayudados por alto para abrochar la faena, finalmente tumbó al de El Torero sin puntilla. El resto lo hizo un público encandilado todavía con lo del miércoles para una oreja. Su segundo toro, moruchón, no le dejó otra opción que andar con veteranía sorteando el viento y la embestida de cara por las nubes del manso.


Cayetano
fue perdiendo el rumbo en su primer toro que metía la cara por ambos pitones y que en principio le permitió bajar la mano sobre el pitón derecho en muletazos templaditos
. La faena se fue diluyendo para finalizar sin pena y ninguna gloria. Su segundo toro que reponía de lo, lindo se unió al ventarrón en la plaza para dejar a Cayetano en blanco. Ya se había dejando crudo un buen toro y este ya no daba ninguna opción para recomponer una tarde espesa del torero madrileño.

Abrió plaza el rejoneador portugués Ribeiro Telles que no pintaba nada en este cartel, como no fuera para que Morante no abriera plaza. Buena monta como es corriente en los lusitanos, sin alardes al clavar y muy pesado en el rejón de muerte no descabellando


Plaza de la Real Maestranza. Undécima corrida. Casi lleno. Toros de El Torero (4) y un toro para rejones de Passanha (4),una corrida que se empleó de forma muy desigual en los engaños, con calidad especialmente 2º y 3º de lidia ordinaria. El toro de rejones distraido. Morante de la Puebla (6), de canela y oro.Estocada corta (una oreja). Media estocada (saludos). Cayetano (4), de frambuesa y oro. Estocada tendida y descabello. Un aviso (silencio). Estocada (silencio). Ginés Marín (7), de salmón y oro. Estocada (dos orejas).Pinchazo y estocada. Un aviso (palmas). Antonio Ribeiro Telles (4). Pinchazo y bajonazo trasero (saludos)


sábado, 29 de abril de 2023

Roca Rey se impone por narices a los mansos

 


El otro día un público de rebujito y un presidente sin agallas le regalaron a Roca Rey una pueblerina Puerta del Príncipe y ayer casi se repite la historia aunque esta vez el palco estuvo en su sitio negando la segunda oreja del sexto toro. Muy bien. Al mismo tiempo hay que consignar que esta vez Roca Rey, sin que su labor mereciera dicho honor, ha cuajado una actuación muy seria, muy rotunda, con un lote manso, como casi toda la corrida.

En su primer toro el limeño se empeñó en poderle al toro por el pitón izquierdo, siempre muy ceñido y mandando por bajo. Sobre la mano derecha ligó una tanda exigente y el toro lo acusó rajándose del todo. Una oreja de las que no hacen daño a la vista. Iba Roca Rey por las dos del sexto a ver si repetía puerta. Comenzó con muletazos por alto sin faltar uno mirando al tendido. Populismo que cuela en los tendidos. El toro de Victoriano del Río no se emplea lo más mínimo y es ahora cuando el torero le echa contundencia a su labor sin dejarse un solo esfuerzo especialmente sobre la mano izquierda. Después del espadazo y un descabello se piden desaforadamente las dos orejas. Se corta una que hace perfecta sintonía con lo visto.


A nadie le conmovió la reaparición en Sevilla de Sebastián Castella. Es como si nunca se hubiese ido. Y en medio de tanta indiferencia su labor no pasó de discreta. Ante su primero, un toro a la huída, el francés se empeñó hasta conseguir unos derechazos con sacacorchos. El cuarto apenas pudo robar unos derechazos al manso que además se defendía de lo lindo.


Juan Ortega repite su larga historia de silencios en todas sus actuaciones
. Ayer no cambió este resultado. de su labor ante un lote a la defensiva recordamos los muletazos de inicio al quinto. Preciosos. de cartel. Y ya no hay nada más. Un lote deslucido. Como el de Roca Rey. La diferencia es que el perauano cortó dos orejas y el sevillano se fue en blanco de la feria.

viernes, 28 de abril de 2023

2+1= Puerta del Príncipe

 

Tomás Rufo sumó sin clamor los tres trofeos preceptivos para traspasar el mítico arco de piedra pero urge una redefinición del sentido de un privilegio convertido en mera aritmética

Por Älvaro-rdgz-del-moral

No es algo nuevo. La Puerta del Príncipe ha derivado –quitando algunas auténticas apoteosis, no muchas, que están en la mente de todos- en una mera suma de trofeos que reducen el que era un raro honor a una cuestión aritmética. No hace falta señalar pero es que ejemplos hay muchos, cada vez más. Urge redefinir lo que era un auténtico privilegio, un honor derivado de la verdadera voluntad popular que saltando absurdos reglamentismos –todo se mide y se norma, como en la moderna vida cotidiana- elevaban sobre el pavés a los verdaderos triunfadores en ocasiones excepcionales llenando el público de aficionados y ahorrando el feo espectáculo de un tío con cara de póquer llevando al torero en medio de un ruedo desolado.

jueves, 27 de abril de 2023

ENAMORANTISIMOS...

 https://www.republica.com/opinion/obispo-y-oro/morante-corta-un-rabo-y-hace-historia-en-la-maestranza

Por Fernando Fdez. Román.


A ver cómo se lo explico: no es --así lo entiendo—hacer exposición escrita de algo que rebasa el grado material de las cosas y se adentra en los recodos del espíritu. El acontecer de los hechos puede jugarnos una mala pasada cuando para hilvanar los párrafos de un relato nos empeñamos en rebuscar en los escondites donde se alojan el ditirambo o la hipérbole, con la sana e ingenua intención de adjetivar en grado superlativo la glorificación del protagonista de algo que acaba de acontecer, esto es, el personaje principal de un acontecimiento. 

Ayer se reveló ante mis ojos uno de ellos, un acontecimiento de inabarcables dimensiones, protagonizado por un torero de la marisma sevillana que actuó en la Maestranza vestido de azul purísima y azabache, nombrado Morante de la Puebla en los carteles de toros; un hombre que vino a este perro mundo para hacerse con el cetro del toreo y, de paso, hacernos la puñeta a quienes hablamos o escribimos de toros, o ambas cosas a la vez.

Probablemente, leyendo lo anterior, muchos de ustedes se harán de cruces, sabiendo cómo saben de mi irrevocable “morantismo”, desde que el tal Morante era un chavea. Pues, bien, ayer tarde, en el ruedo maestrante, alcanzó el sumo grado de celebridad, al conseguir la proeza de obtener el máximo galardón que puede alcanzar el torero en un festejo taurino: las dos orejas y el rabo de un toro; pero hacerlo en el sacrosanto escenario taurino de Sevilla alcanza proporciones inconmensurables. Histórico. Memorable. Grandioso... 

Todo lo que ustedes quieran; pero ahora, díganme dónde encuentro calificativos acordes con la historia, la memoria y la grandeza para hacerme eco de una noticia que rebasa los límites de lo cotidiano; a no ser que me meta en Google y espigue entre lo más rimbombante y cutre de léxicos laudatorios o en las metáforas de poetastros de andar por casa. Definitivamente, rechazo abrazarme a vacuas alabanzas; prefiero aceptar la carga de puñeta que conlleva contar el desarrollo de una monumental obra de arte, hecha por fases: las que se construyen con las herramientas de capotes, muletas y estoques. A ello voy, y que sea lo que Dios quiera.

Dos cuestiones previas: el introito de Morante de la Puebla con el primer toro de la corrida, donde lució especialmente su toreo de capa, y el excelente comportamiento del toro de Domingo Hernández, cuarto de la corrida, un noble ejemplar, de bellas hechuras, que derrochó un torrente de casta brava durante la fatigante lidia. Por nombre Ligerito, número 82, negro de pelo y bien armado, un cuatreño de 515 kilos de peso que soportó un intenso toreo de capa y una larga y exigente faena de muleta. Así fue la cosa:

Morante saludó al animal con dos faroles de pie, al hilo de las tablas, girando el capote por encima de la montera, para, en seguida, zambullirse –meterse en profundidades—en la embestida del toro, llevándolo acunado en la mecedora de su capote. ¿Siete, ocho, diez lances? No los conté porque me obnubiló esa forma de atraer al animal y dejar que oliera muy de cerca la tela carmesí por debajo de la esclavina durante el bamboleo de ida y vuelta que hilvanaba la travesía del hombre y el toro hasta las afueras del ruedo. ¡Qué belleza! ¡Qué armonía! La Banda de música comenzó a tocar y en la Plaza restallaban los oles. ¡Qué espectáculo, señores! Era la suerte ancestral de la verónica, elevada a la máxima potencia, teniendo por catalizador el adormecimiento progresivo de la embestida del toro. Nunca vi a Morante torear con la capa tan despacio y tan ceñido. Es más, no sabía que se podía torear así. 

De seguido, llevó al toro al caballo de picar por delantales al paso, para que Pedro Iturralde le colocara dos varas con precisión y mesura. Cambia el torero el capote y toma el de las vueltas color verde manzana, estrenado en Valdemorillo el año pasado, y realiza un quite por tafalleras que enloquece a la gente. No eran las tafalleras de uso común, esas en que el torero pasa el capote por encima de la cabeza del toro y le restriega con él el lomo, como se hace con el edredón de la cama en las actividades domésticas. Morante utiliza el envés de la capa como si fuera un imán que arrastra al toro hasta sus dominios, a la altura debida, con ese ritmo perezoso que ha impuesto en todas sus intervenciones, y remata la serie con una larga cordobesa, echándose el capote al hombro. Se desata la locura en los tendidos. La música no deja de sonar. La gente se levanta de los asientos, grita oles y aplaude con frenesí. Entra Urdiales al quite por verónicas, de bello trazo, pero no resisten la comparanza. No es lo mismo.


 Vuelve Morante ¡por gaoneras! (novedad, también), pasándose los cuernos de Ligerito por la barriga, y convierte a la Maestranza en un pozo de pasión. Morante estaba desatado, pero, al propio tiempo, concentrado en su mismidad. La faena prometía algo excepcional. Y así fue. La muleta del diestro de la Puebla del Río recogió la embestida del magnífico ejemplar de Domingo Hernández con ayudados por alto, series en redondo con la mano diestra y de naturales, todas ellas medidas, llenas de una intensidad artística fuera de lo común. Molinetes, adornos y fantasías varias de cosecha propia, en las que la improvisación era evidente. No se puede torear mejor, decían por allí, y lo suscribo. No se puede. Este cigarrero practica una tauromaquia en la que toro y torero se reúnen en el embroque, formando un todo. No me pregunten por el número de pases, porque el toreo –diga lo que quiera el dichoso reglamento-- no son matemáticas, sino geometría descriptiva. Para colmo de bienes, Morante colocó una estocada en lo alto del morrillo del toro y éste rodó a sus pies sin puntilla. Dos orejas. Piden el rabo y el presidente de la corrida, don José Luque, saca el tercer pañuelo y, de inmediato, el azul que premia con la vuelta al ruedo en el arrastre al excelente toro salmantino. Morante, jubiloso, pasea el rabo del toro y da una vuelta al ruedo apoteósica. Sabe que acaba de entrar en la historia de la Maestranza. Ya era hora, Sevilla…


Lo dicho, Morante de la Puebla ha alcanzado el título honorífico de torero histórico en Sevilla. “Tardará mucho en nacer, si es que nace/un andaluz tan claro/tan rico de aventura”, dijo García Lorca de su amigo, el malogrado Ignacio Sánchez Mejías. No es comparable; pero de haber estado presente en este tiempo, seguro que algo diría Lorca de Morante.

Estoy convencido de que esta corrida, televisada en directo por OneToro, habrá hecho miles de aficionados en el mundo exterior. Lo antológico siempre capta seguidores. Ver para creer. “Siento no tener tacones”dijo la Giralda.



"Una obra maestra de Morante" Torosdos.

 Crónica de Barquerito.

 Dos orejas y rabo, Puerta del Príncipe, para premiar un conjunto colosal de capa, muleta y espada con un noble toro de Domingo Hernández

La plaza se había  puesto en pie dos veces. Primero, para subrayar el saludo a la verónica de Morante a la verónica en el toro que tan pronto se rindió. Lances embraguetados, de los que solo se ven en pinturas taurinas, pero ahora reales, suntuosos, barrocos por su mucho vuelo, cosidos en una madeja de ni se sabe cuántos, siete, ocho o nueve, uno tras otro y en son creciente. Así no había toreado de capa nadie en la feria y casi imposible que vuelva nadie más a torear. Y, luego, para jalear muy a lo grande la etérea lentitud con que Juan Ortega dibujó en el recibo del toro de caramelo la verónica moderna que, en ritmo tan pausado, parece de otro planeta. Un quite por delantales fue, además, versión a cámara lenta de un lance raudo por naturaleza. En su turno, Morante quitó por chicuelinas ceñidas y graciosas, la media fue sencillamente superlativa, y volvieron a ponerse en pie los mismos que acababan se sentarse. Ortega, crecido, replicó por verónicas. No tuvieron el mismo compás. Tampoco ligazón una faena encarecida por muletazos preciosistas. Hasta que se paró el toro, que se llevó al otro mundo el tercio de quites más reñido de la feria. Media corrida para entonces. 

Al cuarto le cortó el rabo Morante. Rabo demandado por aclamación plebiscitaria, unánime. El rabo implicaba como tercer trofeo la salida a hombros por la Puerta del Príncipe. La única recompensa posible para un todo fuera de serie: capote, muleta y espada. La perfección, la ambición, la lección, la exhibición. De capa, abundante repertorio: en tablas dos largas afaroladas cobradas en pie y, ya en la raya segunda, sin solución de continuidad, seis verónicas de temple mayúsculo con las que Morante pareció empeñado en defender su trono de capotero principal. Y de remate, dos medias. Una buena, la otra, mejor. Tras el primer puyazo, un quite por tafalleras que tuvo de particular su dibujo en curva y no en línea, como si Morante se envolviera en el lance. Remató con ampulosa revolera. Urdiales, hasta entonces en segundo plano, quitó a la verónica con majeza, buen dibujo, y para sorpresa de todos salió Morante a quitar de nuevo, capote a la espalda, por gaoneras de las viejas, el pecho encunado sobre el lomo del toro, que pareció apagarse. Pero no.

Todavía esperaba la faena del rabo, que fue un compendio de ciencia, valor, torería, belleza, ritmo, inspiración y maestría. De sofocante abundancia y soluciones de auténtica fantasía, sin apenas pausas en las transiciones, porque Morante fue fiel a su canon patrón de los trasteos continuados, en un solo terreno, cambiándose de mano entre una tanda y la siguiente, ligando en el sitio, en el sitio preciso donde el toro no tenía más remedio que tomar engaño y a la altura que quisiera el maestro. Temple puro y a chorro. Ni un enganchón. Pureza. La gracia repajolera del molinete como suerte de recurso y no solo ornamental. Morante buscó la igualada sin ajustarla con los toques de rigor, sino plantándose de frente para trazar una tanda de largos naturales enganchados suavemente, y el de pecho. Fue el momento de mayor ebriedad de la faena. Una estocada hasta el puño. En la agonía se llevó el toro tres muletazos más. Y cuando dobló, rompió el coro del “¡rabo, rabo, rabo!”. El palco no se hizo de rogar. Le dieron la vuelta en el arrastre al toro, la de Morante fue apoteósica, pero sin perder el tiempo, En la puerta del Príncipe ya lo estaban esperando dos centenares de personas. Una locura.

Morante, un torrente de armonía
Morante,  corta un rabo en La Maestranza | Cultura | EL PAÍS (elpais.com)

Un vendaval de éxtasis, entusiasmo y conmoción colectiva embargó a la plaza de La Maestranza a eso de las ocho de la tarde y, momentos después, Morante de la Puebla paseaba las dos orejas y el rabo del toro Ligerito, de 515 kilos de peso, con el que se había fundido con capote y muleta en un derroche de armonía, embrujo, duende y belleza indescriptible.

Palmas por bulerías y a los gritos de ‘torero, torero’, dio Morante una apoteósica vuelta al ruedo, y, al final de la corrida, a hombros de una multitud enfervorizada salió por la Puerta del Príncipe, la segunda de su ya larga carrera, y así se lo llevaron hasta el hotel.

Una gesta histórica, sin duda; de hecho, no se concedía un rabo desde el 25 de abril de 1971, que lo paseó Ruiz Miguel por su faena a un toro de Miura.

¿Lo ha merecido Morante esta tarde? No vale la pregunta, porque los máximos trofeos en Sevilla son las dos orejas; el rabo es un título que, en este caso, corona al torero como un artista excelso que ha hecho gozar de qué manera a todos los que hayan tenido la fortuna de verlo.

Pero, ¿qué pasó? Pues toda la culpa la tiene Juan Ortega, quien recibió a su primero con un manojo de verónicas de otro mundo, en las que aminoró la velocidad del toro, se dejó llevar por su hondo sentimiento, y volvió loca a la plaza y a la banda de música que tocó en su honor; instantes después, un quite por delantales elevados a la cima del arte rubricó el inicio.Salió entonces Morante y dibujó un quite de personalísimas chicuelinas; y aún le respondió Ortega con otro por templadas verónicas.

Ese arrebato de inspiración de Ortega, que había enloquecido a los tendidos, le llegó al alma a Morante, ‘herido’ en su amor propio de artista predilecto de Sevilla.

Y dispuso su venganza. Recibió al cuarto con dos capotazos afarolados pegado a tablas, y desparramó después unas grandiosas verónicas, a las que también acompañó el pasadoble; un quite por tafalleras angelicales, otro de Urdiales a la verónica con gracia, y otro final de Morante por gaoneras.

A estas alturas, La Maestranza era un hervidero de emociones, entre el calor ambiental y el toreo de altísimos quilates que se estaba esparciendo por toda ella.

Tomó Morante la muleta e inició su faena por ayudados por alto. No estaba clara, en ese momento la disposición del toro, de modo que pareció apagarse, pero fue Morante el que lo obligó, tirando de la embestida para trazar entre ambos una primera tanda de muletazos muy templados; le robó después naturales largos, y aumentó la intensidad en la siguiente tanda con la mano derecha y culminada con un primoroso cambio de manos. Hubo más derroche artístico, dos tandas de naturales hermosos, los últimos a pies juntos, que reventaron los tendidos. Con la estocada culminada, aún dibujó Morante un par de muletazos y un torerísimo desplante en el instante mismo en el que el toro se derrumbaba en el albero.

La plaza se inundó de pañuelos, y el presidente concedió al mismo tiempo las dos orejas, pero continuó el vendaval, y llegó el rabo, que suena a honorífica compensación por una tarde redonda de principio a fin.

De hecho, Morante había recibido a su primer toro con otra exhibición de verónicas lentísimas por el pitón derecho, pero una tremenda costalada del animal cuando trataba de llevarlo al cabo desinfló sus fuerzas y toda esperanza. Pronto se apagó a pesar de su calidad.

Recibió al sexto con otra ración de verónicas de ensueño a las que añadió un galleo por chicuelinas. La faena de muleta fue irregular e intermitente ante un animal que muy pronto se cansó de embestir.

La tarde fue de Morante (lo del rabo es lo de menos; el presidente ya había comentado en público hace tiempo que ya era hora de conceder un rabo en Sevilla), que ha hecho historia, y del don innato de Juan Ortega, que también consiguió extasiar a La Maestranza. (Y mucho cuidado con anunciarse con Morante en un cartel porque este torero se pica y forma la marimorena…



Morante e
n lo más alto de la Historia con una tarde de leyenda

https://www.elmundo.es/cultura/toros/2023/04/26

zabala-de-la-serna.

)Caía el sol por la espalda del Guadalquivir, pasaban las 21.00 y Morante de la Puebla se encaramaba en los más alto de la Historia. Una procesión mecía por la Puerta del Príncipe la figura mágica que se cimbreaba sobre una marea de gritos: "¡to-re-ro, to-re-ro, to-re-ro!". Allí se lo llevaban, después de cortar un rabo, como si le fueran a tirar al río. Cuando en verdad le querían levantar estatuas por el paseo Colón, camino del hotel donde descansaría el torero que acababa de saldar con Sevilla las deudas de toda una vida.

Ha venido abril pidiendo guayaberas como Morante poetas y una plaza que le quiera. Una lengua de fuego subía por toda la cuenca del Guadalquivir y desembocaba en Sevilla, haciendo de la Maestranza un anillo en llamas. Mordió el sol de nuevo sus tendidos y, por segundo día consecutivo, la entrada no alcanzó el lleno con carteles de "no hay billetes". No falló en ninguna de las seis citas del torero de La Puebla en 2022, cuando la primavera lo era de verdad y no quemaba este ferragosto la ciudad.

A las 18.41 el aire condensado se había parado como el tiempo y el toro en el capote de MdlP, que levantó un mausoleo de verónicas, una cadena de lances marmóreos, a cada cual más lento y eterno. Desde las mismas tablas brotó el manantial de empaque y compás, y fluyó como un río de agua clara. A mitad de camino pareció detenerse, aún más, el toreo. La fotografía de una verónica por el pitón derecho encontró su negativo por el izquierdo, y las dos adquirieron el pasaporte de la eternidad. Morante le dio al play y siguió el portentoso viaje, tan ceñido, más allá de las rayas, donde el fulgor de una media reunió en su cadera todas las gargantas de arena.

El toro de Domingo Hernández, propiedad como toda la corrida de Concha Hernández, a diferencia del día anterior, había humillado con ese son que anuncia un fondo derretido, un fuelle en vías de extinción. Duró apenas algo más. Ya en el quite inconcluso del genio -un par de desarmes- venía entregando el alma. Del principio de faena cayó la pintura un pase de la firma, y luego una serie de derechazos hermosos quedándose el toro, y después todo se difuminó.Y entonces, a las 19.23, apareció Juan Ortega en el ruedo vestido de Manolete y oro como una escultura de la verónica. Un bronce que desplegó el capote, su vuelo etéreo, y lo posó en el albero. De la gavilla de lances, casi en el mismo sitio, uno, esa escultura, trajo una luz vieja, las manos bajas, más abierto el embroque, un eco de los años 30. De pronto la nómina de Cagancho, Curro Puya, La Serna, vagó en aquellos lances de pereza. Sonó la música como campanas de gloria para abrir un capítulo para los anales del toreo de capa. Ortega volando delantales, a cámara lenta, meciéndose hacia el caballo. El toro de DH derramaba almíbar. Morante quiso catarlo y se apretó por chicuelinas que desembocaron en una maravilla de media que salvó el quite. JO volvió a la carga, apurando al toro, y esbozó verónicas ingrávidas antes de una media enfrontilada y belmontina. No se daba cuenta de que estaba despertando a la bestia mientras se dormía el toro. Que se fue apagando en su temple en una faena -brindada a Curro- de apuntes lindos mal rematada con la espada.

A las 19.45 saltó Morante de la Puebla enfebrecido, convulso, agitando faroles y largas. Ligerito sólo fue el nombre del toro en la catarata de verónicas que se precipitó coagulada de lentitudes. Morante le volcaba el pecho, barroco, hundiendo el mentón, hundiéndose todo él. Como un Dios que emergiera de la tierra. Cada verónica era un rugido en su faja, por donde latía el lomo del toro, su corazón excelso. Ahora sí sonó la música, pendejos, para MdlP. Que explotó con un tsunami de tafalleras como molde de tijerilla, vaciando al toro por la hombrera, a velocidad de pasmo, yéndose como una ola hasta la larga cordobesa. Un estruendo loco trepó hasta por los tendidos que ardían. Y no era sol. Se le ocurrió a Urdiales intervenir a la verónica. Y para qué más. El genio ascendió de nuevo desde la lámpara y por la barriga donde hervían los gatos se apretó un mezcal de gaoneras con la suerte cargada, entre el azul turquesa del vestido, los azabaches y el verde de los vuelos. Qué escandalera.

A esto el fondo Ligerito, hecho en el molde de la perfección, como émulo de Orgullito, el toro indultado por el Juli en 2018, brotaba a borbotones de lujo. Hubo miedo a que fuera a agotarse como aquel Juan Pedro de Madrid en 2009, pero fluyó como una máquina inacabable. Morante lo imantó desde unos ayudados de Rafael el Gallo, le ligó atalonado el toreo, echándolo hacia delante, acinturado en su leyenda. Improvisó otra ves planos viejos y volvió a hacerlos únicos. Por una y otra mano, lloraba la gente. Esa lágrimas de lava quemaban por las mejillas. Hasta que de frente y a pies juntos, entre Paula y Dios, golpeó las puertas del cielo. Los viajes morían detrás de la cadera, donde muere la muerte. Una tanda que sublimaba una obra para la Historia, una lidia tumultuosa de asombros. El silencio bajó a la plaza cuando se perfiló con el acero. Dedos cruzados. Algún runrún de indulto. Una sospecha de rabo, los máximos trofeos, la única posibilidad que había de descerrajar la Puerta del Príncipe. Y sonó como un cañón el espadazo.

Un crujido de maderas. MdlP todavía le sopló al último aliento las últimas perlas del arte, pegado a su cintura, a su derecha sin ayuda. La Maestranza avivaba su incendio. Pañuelos, voces, llantos. Ya no había horas. Perdí el reloj. Las dos orejas, el rabo, la vuelta al ruedo para el toro y la procesión hacia el Guadalquivir. Sevilla saldaba con Morante de golpe las deudas de toda una vida, las hipotecas contraídas, la infravaloración. Abrazó los premios con la sacudida de la ilusión: 26 años de alternativa y segunda Puerta del Príncipe, pero sin paragón del último medio siglo, 52 años sin suceder. Ni comparción con aquello.

A las 20.39 recuperé el reloj roto mientras Diego Urdiales había hecho cosas caras con un buen toro, que perdió el interés según avanzaba la faena y tropezaba los engaños. Todo se fue desvaneciendo hacia la hora del Guadalquivir. Una soberbia estocada puso el cierre. La leve petición no cuajó.

Catorce minutos después Juan Ortega con el hechurado último que abrochó la notabilísima corrida de DH y una fecha para los anales de la tauromaquia, esbozó bellos apuntes que se evaporaron en las nubes. A las 20.55 había acabado.

Y empezaba la procesión de Morante, el torero más completo de la Historia.

FAENA DE MORANTE EN LA MAESTRANZA


Morante resume y sublima en Sevilla tres siglos de tauromaquia en su proclamación como dios del mundo

//sevilla.abc.es/autor/jesus-bayort-

Aguantaba el crepúsculo de la tarde para enseñarle al mundo entero cómo se asomaban al Guadalquivir, en una apoteósica procesión por el Paseo de Colón, las siete letras de la historia de la tauromaquia. Que componen el nombre de Morante, que es de La Puebla del Río, de Sevilla, de Andalucía, de España y de todo el planeta de los toros. Un torero que encierra en sí mismo a los toreros fundacionales, a los de la Edad de Oro, a los de la contienda y a la contemporaneidad. Que hoy ha sublimado el arte de torear en una faena que pone la rúbrica al gran tratado del toreo, proclamándose desde este 26 de abril de 2023 como su dios terrenal.

Lo soñaba Morante de la Puebla, lo soñaba José Luque Teruel, lo soñaba Justo Hernández (artífice de este Ligerito) y lo soñaba la Maestranza, que enloquecía con la faena más pasional, artística y redonda de cuantas ha cuajado este dios del toreo en ella. Al que un osado Juan Ortega le clavó una espuela sobre su alma y soberbia torera, donde más le duele al genio, para despertar y lograr la cumbre de la historia de la tauromaquia. Un rabo que terminaría entregando a Rafael de Paula, que le contestaba: «Lo conseguiste, hijo mío»Lo soñaba Morante de la Puebla, lo soñaba José Luque Teruel, lo soñaba Justo Hernández (artífice de este Ligerito) y lo soñaba la Maestranza, que enloquecía con la faena más pasional, artística y redonda de cuantas ha cuajado este dios del toreo en ella. Al que un osado Juan Ortega le clavó una espuela sobre su alma y soberbia torera, donde más le duele al genio, para despertar y lograr la cumbre de la historia de la tauromaquia. Un rabo que terminaría entregando a Rafael de Paula, que le contestaba: «Lo conseguiste, hijo mío».


Siempre Garcigrande

Ligerito, como todos los que saltaron con el hierro de Garcigrande —aunque anunciado y en propiedad de Concha (Domingo Hernández)— tenía la belleza cimera y la clase suprema, como escogido para esta comunión pagana, que tuvo poco de ligera y mucho de lenta, como profunda e intensa que fue, desde la gitanería barroca de Morante de la Puebla a la verónica, en una cascada incesante de lapazos calés, volviendo a caer las manos, ceñido a sus entrañas, con la plasticidad de Velázquez, con el ritmo de Bécquer. Al estilo de Sevilla. Con un personalísimo duende y encanto que hacían bellos los faroles inversos, las tafalleras, el capote de frente y por detrás. Todo en Morante tiene arte, porque Morante es la quintaesencia del arte.Ese toro merecía la vida. Como también mereció la muerte para que su nombre sea ya historia y eternidad junto al dios pagano del toreo, que le pidió de todo. Y Ligerito se lo daba, muy despacito con una clase inenarrable, siempre embistiendo con limpieza, sin un sólo cabeceo durante el transcurso de su embestida. Una genialidad a la altura del artista más genial. Que acariciaba el palillo con sus yemas, en la equidistancia entre el pico y el cáncamo, como mandan los cánones, como había toreado con el capote. Su conjunto, además de exaltar el arte, tuvo mucho de académicocimentado en reglas y preceptos históricos, envuelto en una plasticidad superlativa.

En el momento en que esa espada entró en el hoyo de agujas todos conocíamos cómo sería el delirante desenlace, con un José Luque Teruel que llevaba tiempo proclamando su interés por recuperar esta concesión —más de medio siglo después del último rabo de Ruiz Miguel en una corrida de toros—, que en lugar de generoso pecó de extraordinario aficionado, aprobando en el campo una excelente corrida de toros, apostando por el animal que tiene mejores mimbres para embestir, aliándose con la masa popular, escuchando a los toreros, palpando el sentir de los aficionados. Señores políticos, no den más vueltas, ahí tienen al presidente que Sevilla merece. Uno, y bueno.

Nos quedamos sordos

A las 19.52 horas me anunciaba el reloj (poco) inteligente, con ínfulas antitaurinas, del peligro: «Entorno ruidoso. Los niveles de sonido superan los noventa decibelios. Exponerse a estos niveles de ruido durante unos treinta minutos puede provocar una pérdida de audición temporal». Acabaríamos sordos, porque ¿cuánto duraría aquello? ¿Cuánto duraron esos tres o cuatro lapazos que Juan Ortega le soltó a Púgil? Parecía difícil mejorar la obra capotera morantiana —ojo, la primera—, hasta que el de Triana interpretó la primera, que rompió todos los esquemas, las camisas, las gargantas… ¡Rompió el tiempo! Otro con el hierro de Garcigrande, que traía la bondad en su rostro, con el cofre de la clase suprema. Y Ortega se fundía con él, se fundía con Sevilla. Y espoleaba a un Morante que chaqueteó por chicuelinas para dejar una media a pies juntos que a alguno le pararía el corazón. Como le diría Camarón a Curro —al que solemnemente le brindó el siempre respetuoso Ortega—, «con verle (os) en un quite me sobra».Y muchos creíamos haber amortizado la entrada en aquel momento. Con esa antología capotera de ambos en el tercer toro, después de lo que había hecho Morante con el primero —Chistoso, también guapo, en el podio de los mejores presentados de la Feria—, en un canto a la torería y despaciosidad, con lances más altos que en su cumbre postrera, pero no menos tremendos. Ya en el primero crujió Sevilla, que extasiaba desde el primero hasta el último en una sucesión de lapazos made in La Puebla del Río. Un derroche de la personalísima sinfonía morantiana, al compás de un reloj de arena. Era Sevilla, encerrada en un terno turquesa y azabache. Le echaba el capote con los puñitos cerrados, que abría en el encuentro. Parando el tiempo, remasterizando la Leyenda del Tiempo. Le dio fuerte en el caballo y lo terminó de desfondar en un entonado inicio, redondeando en su salida hacia los medios, quebrándolo por bajo y alto. La primera serie fue especial, menos apretada de lo habitual. Vertical, desmayado, con la mano libre (izquierda) caída, sin hacer de jarra. Una estampa muy de Cagancho, como cuando trataba de arrebujarse en los remates.

Histórico e histérico

Se detuvo el tiempo y se cortaron las calles de Sevilla para llevar a Morante a hombros de La Maestranza al hotel. “Torero, torero”, le gritaban a la vera del Guadalquivir para incredulidad de los turistas que presenciaban la imagen de un matador en volandas, como si fuera un paso de Semana Santa. Un delirio de idolatría, un acontecimiento histórico.

 

Tanto se ha desprestigiado el adjetivo —histórico— que se antoja diminuto para definir la aparición de Morante en el albero de Sevilla. Hay que remontarse al año 1971 para encontrar el antecedente de los máximos trofeos. Se los arrancó Ruiz Miguel a un toro de Miura. Y se los ha cortado Morante a un bravísimo ejemplar de Garcigrande premiado con la vuelta al ruedo.

 

Se llamaba Ligerito. Y forma parte de los toros que van a incorporarse a la memoria de la tauromaquia. No solo como el aliado que permitió a Morante atravesar la Puerta del Príncipe, sino como el episodio que homologa al maestro sevillano en la cima de la historia de la tauromaquia.

Harían bien en expiar un periodo de silencio. Y someterse a las imágenes inequívocas de una faena que contiene y resume el toreo en su plenitud. La gracia y la hondura. El valor y la inspiración. La estética y el desmayo. El terciopelo y el acero. La enjundia y la plasticidad. Y la belleza.

 

Se abandonaba Morante en cada muletazo. Se dejaba ir, se hacía incorpóreo. Y dejaba si aire ni voz a los aficionados, extasiados como estaban delante del ingenio y el genio de un torero descomunal.

Las verónicas que recibieron al primero de la tarde fueron la premonición de la faena descomunal que sobrevino una hora después. Se entendió Morante con Ligerito nada más asomar por el chiquero. E hizo de su lidia un ejercicio de academia y de pasión. Brotaba la naturalidad de sus muñecas. Y mecía Morante con la muleta, el son y la clase del ejemplar de Garcigrande.

 

Se desquiciaban los espectadores delante del faenón. Y se pellizcaban para asegurarse del testimonio. Un abrazo al desconocido. Y un clamor plebiscitario al que Morante reaccionaba con la sonrisa del éxtasis.

placeholderEl torero Morante de la Puebla, en la faena a su segundo toro. (EFE/Julio Muñoz)

Se veía venir. Porque ya estuvo Morante a punto de cortar un rabo en La Maestranza, el pasado mes de septiembre en la feria de San Miguel. El desacierto con la espada malogró la proeza, pero no alcanzó a desdibujar una temporada de dimensiones sobrenaturales. Cien tardes cien.

 

Se ha colocado Morante un escalón más arriba. Su imagen izado a hombros camino del hotel, delante de Triana y en el espejo del Guadalquivir, representa y simboliza la hegemonía de la tauromaquia. Morante abruma desde la totalidad. Y se convierte en el rival de sí mismo, aunque este miércoles de gloria —26 de abril de 2023— presentó su candidatura a la sucesión el matador trianero Juan Ortega. Las verónicas que enjaezó al tercero de la tarde reflejaron el temple y el pasmo de un aspirante superdotado. Conmovieron La Maestranza en sus cimientos.


Y fue un detalle bonito que Ortega le brindara la faena a Curro Romero, pero el desenlace histérico e histórico de la tarde sobrentiende que Morante se ha despegado de la historia para convertirse en el número uno sin necesidad de proclamarlo otro argumento que el síndrome de Stendhal. La belleza de la tauromaquia de Morante percute y hiere. Acojona. Y suscita una pasión que obliga a acordarse del lema publicitario de LeBron James: somos testigos.

 

Cuando la historia se nos presenta delante, lo menos que podemos hacer es identificar y reconocer el privilegio de haber vivido el morantismo.