'Es muy difícil definir siempre lo que es una corrida de toros y el propio mundo del toro. ¿Es una fiesta?, ¿Un rito?, ¿Un espectáculo?, ¿Un combate público entre la inteligencia y el arte frente a la fuerza bruta? Es todo eso, pero mucho más. ¿Y que es, a su vez, el toreo? Lo supo expresar una vez muy certeramente el maestro Corrochano: ‘¿Qué es torear?’, se preguntaba. ‘Yo no lo sé’, respondió, ‘porque creía que Joselito lo sabía y lo mató un toro”.
Porque no hay toros sin emoción y sin riesgo. Porque la vida es riesgo, y porque en el ruedo contemplamos lo que es también la lidia diaria de nuestra existencia, con nuestras pasiones, nuestros temores, nuestros terrores y nuestros miedos. Una corrida es una apuesta en la que toro y torero se debaten entre la vida y la muerte. Es este su componente trágico. Pero una corrida de toros es también, -o debe ser-, ante todo y sobre todo, una exaltación y un monumento vivo al Arte, con mayúscula. Un arte que está marcado por la medida, por el ritmo y por el tiempo.
Porque los toros tienen muchos paralelismos con la música, y la corrida con un concierto. Las pausas y los silencios forman parte de la esencia misma del desarrollo de la lidia y también de la lectura de un pentagrama. Es el valor supremo del silencio. Siempre se ha dicho, -y yo lo subscribo-, que la música, sin emoción, es ruido. Y lo mismo acontece en nuestra fiesta. Sin emoción no hay toros, entendiendo por ese término, -según los sabios académicos-, la “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”. Y eso yo lo he podido sentir en una plaza.
El hombre somete a la bestia con sabiduría, inteligencia, arte y técnica, intentando alcanzar una medida y un equilibrio en el desarrollo de las distintas suertes de la faena. Por eso, todo debe estar marcado por la medida y por el ritmo. Es muy importante mantener en las distintas series el ritmo y controlar el tiempo; mejor dicho, los tiempos, que no son los que marcan las agujas del reloj de la plaza. Los pases que integran cada tanda deben tener -como las notas en el pentagrama- secuencia y ritmo.
Yo empecé a comprender al gran filósofo Emmanuel Kant en una plaza de toros, cuando él definió el tiempo como una forma a priori de la sensibilidad interna. Y el torero, a veces, detiene el tiempo, en unos lances o en un natural. ¿Es un problema de recorrido? ¿Es que el toro embiste más pausado? ¿Es el temple el que consigue imponer ese lento y cadencioso pasar unos pitones siguiendo el engaño? ¿O es esa magia incontrolable que a veces brota y en la que todos sentimos que se detiene el reloj de nuestra sensibilidad de artistas que todos los espectadores en el fondo anhelamos y llevamos dentro? Es como un beso. ¿Se puede medir acaso la duración de un beso?
Porque si en el toreo se quiebra la cadencia y el ritmo, se rompe también el tiempo, se rompe la faena, se pierde la magia, y ya es muy difícil recuperar la emoción perdida. Ni aunque lo intentemos. Es el misterio y la magia de la vida. En música se habla de rubato para hacer referencia a la alteración de los tiempos del compás acelerando o retardando la ejecución de unas notas. Ello provoca, -el gran mago fue Chopin-, una suspensión del tiempo y una contención en el alma que generan tensión interior y la lógica emoción en nuestro espíritu. Por ello, a veces se logra detener las manecillas del reloj de nuestro corazón. El tiempo, entonces, deja de correr en nuestro deseo de paralizar ese instante o de inmortalizar ese lance en las más hondas y sensibles fibras de nuestra memoria de aficionado. Y es entonces cuando el toro, con la majestuosa lentitud de su entrega, logra transportarnos a la más sublime expresión del dominio del hombre sobre la fiera, de la razón sobre la fuerza. Y después de presenciar este milagro, todo se va, todo pasa y solo queda la recreación de la magia en el libro siempre sensible de nuestros recuerdos'.
Por el profesor Serrera Contreras,
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