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martes, 18 de agosto de 2020

FEDERICO GARCÍA LORCA: UN TAURINO CABAL


Por Santi Ortiz

     “Es el único sitio a donde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de la más deslumbradora belleza”.

 En estos términos se expresaba Lorca acerca del espectáculo taurino. También pertenecen a su legado, frases tan contundentes como “Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo”. Tremendo sacrilegio en estos tiempos de papanatismo beateril, donde los que lo cantan, los que lloran su muerte “por rojo y maricón”, recurren a las más estrafalarias piruetas a fin de esconder –ya que negar no pueden– su probada condición de aficionado a los toros. Les molesta. Para su miopía animalista o pusilánime, es como una mácula que emborronara su imagen, que opacara el brillo que supone haber pasado a la historia, con todo merecimiento, como uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.

     Olvidan –o escamotean el pensamiento en cuanto les perturba– que Federico llevaba disuelta en el torrente de su verso la Cultura popular, esa que los burguesitos a la violeta, los pisaverdes del elitismo cultural tan bien acomodados en la transustanciación del arte en mercancía, desprecian como algo inferior, chocarrero e indigno de espíritus tan sublimes como los suyos.

     Antes de continuar, es obligado decir, que ese torrente de Cultura popular que a Lorca le fluía por el conocimiento, no lo limitaba ni lo circunscribía en el polígono del folklore ni lo elemental. Todo lo contrario. Creyente en y amante del pueblo, no dudó en recorrer todo el país con el Teatro Universitario La Barraca haciendo llegar hasta el más humilde rincón de nuestra vieja Piel de Toro las obras de los grandes clásicos.

     Sin embargo, para la aguda sensibilidad del poeta, las dos manifestaciones más hondas, graves y auténticas del sentimiento popular andaluz –el flamenco y los toros–, prendieron su vigorosa llama en los centros de su inspiración para que derramara toda la luz y la sombra de su alma en carne viva en poemas que se nos han quedado tiritando corazón adentro, como aquellos viejos cuchillos que aguardaban bajo el polvo la llegada de un gitano de veras que supiera valerse de ellos.

     La metáfora, esa herramienta suya capaz de unir poéticamente el cenit y el nadir, se metió como un veneno por sus versos y arañó las conciencias y extrajo lágrimas de la profunda noche de lo íntimo, allá donde la poesía se despereza y tiende sus acentos de pan ácido a fin de que lo humano se sienta más humano, de que tome conciencia de su naturaleza, que va mucho más lejos de los rediles en que buscan confinarnos a antojo los que nos gobiernan y manejan las riendas cortas que nos marcan la vida.

     No fue un aficionado más. Supo sentir, en el toreo y el flamenco, traducido después en poesía, el magma trágico del duende. Y dijo de Manuel Torre, el genial cantaor, que era el hombre con mayor cultura en la sangre que había conocido. Y supo distinguir al caduco catedrático que se agarra al andamiaje del toreo, del verdadero artista que lo abate y se alza dolorido, victorioso y homérico para dar paso al estremecido y furioso vendaval del duende, ese que ha hecho que el toreo y el flamenco se abran paso a través de los tiempos hasta llegar a este presente tan marchito para ponerle fulgores y desgarros a pesar de todos los pesares.

     Su clarividente sensibilidad supo apreciar que en España –esta España aún, que hoy pretenden transformarla en otra– la muerte no es un fin ni un bajar de telones. Aquí se alzan para que la pinte el Greco o Zurbarán, para que se masque en Goya o se refocile en el pagano gentío de la Semana Santa, para que se duela en el quejío de la siguiriya y triunfe estremecida, impresionante y pura en la inigualable fiesta de los toros. Y cuando llega la muerte del amigo, aquel Ignacio del caliente bramido, mecenas de su generación poética, de fuerza comparable a un río de leones, blando con las espigas y duro con las espuelas, aquel al que no quiso le tapasen la cara con pañuelos “para que se acostumbre con la muerte que lleva”, con su dolor tremendo pone luto a los vientos y nos deja una de las elegías más memorables de cuantas se escribieron en lengua castellana.

     El toreo y el cante jondo, como la pureza de la poesía, no temen asomarse al pozo profundo del agua oscura de los miedos. Con ellos se lavan la cara y restañan sus heridas, y Federico ondula los silencios para construir el caudal de sus versos por donde fluyen esos soníos negros tras los cuales se encienden los fulgores de astros y cometas y el hombre concurre con el hombre para reconocerse.

     Tal día como hoy –18 de agosto– del fatídico 1936, balas de

fusilamiento anidaron en su pecho de 38 años poniendo fin a su existencia. Lo acompañaron en su viaje sin retorno dos modestos banderilleros –Francisco Galadí y Joaquín Arcollas–, defensores ambos de la República, como si, entre un capote de mariposas negras, el espíritu del toreo hubiese querido brindarle cuadrilla para aquel sombrío e interminable paseíllo.

     Federico: quisieron acabar contigo y sólo te quitaron la vida, porque en España, como tú decías, la muerte alza el telón, no lo baja. Y aquí sigues. Y el toreo te acompaña y te agradece.

     Que sea por muchos años.

 

 

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