Traten de imaginarlo: volvía de la plaza,
traía aún caliente la visión de la tarde, y en el anochecer urgente del
periódico abría su máquina de escribir -y después el ordenador- con una sola
compañía imprescindible: el café cortado con el que subía desde el bar. Ya
sentado ante la máquina de escribir, levantaba su vista sobre las gafas, oteaba
un horizonte que no sé de qué estaría poblado y ya escribía sin desmayo, y sin
tachones, hasta que reproducía con belleza lo que acaso ese día tampoco llegó a
entusiasmarle. Lo que hacía, en ese instante mágico en que convertía en
literatura lo que fue la visión del mundo en una plaza, era darle a las palabras
una plasticidad que acaso estaba en la pintura interior del toreo. Era de la
estirpe de los poetas, y esa esencia suya le llevaba a los grandes de la
crónica, pero también a los superlativos escritores de la lírica taurina, con
José Bergamín a la cabeza. Esa hermosura de su texto fue la que deslumbró a
Julio Cortázar, que le descubrió y le apreció como uno de los grandes narradores
españoles. Jamás le envaneció a Joaquín ni ese ni otros juicios superlativos, y
tan merecidos, por la obra que estaba construyendo
.
.
Era un hombre humilde, de una cultura muy
enraizada y muy vasta, que sólo exhibía, condensada, en la textura de sus
crónicas; no citaba, o citaba muy poco, el precipitado de sus lecturas, y tenía
una única vocación, hacer periodismo; quería compartir con la gente lo que
sabía, y lo hizo desde una rabiosa independencia personal y profesional; no era
amigo de toreros ni de empresarios, era un espectador, en el sentido orteguiano
del término, encerrado en su propia biografía de espectador apasionado, y
durísimo, de una fiesta que en sus primeros tiempos como periodista, y también
después, estuvo asaltada por las mafias, por los rencores y por los intereses.
Lo combatió todo, y desde el arte trató de ennoblecer al toro y al torero; su
objetivo era la nobleza, y él la derrochaba
.
.
Con esas características de su biografía
subía, pues, del bar, con su cortado, y se aprestaba a escribir lo que vio esa
tarde. Era un crítico muy purista; lo que no le entusiasmaba era mediocre, y no
permitía las medias tintas. En ningún momento de sus crónicas se permitió
frivolidad alguna, y aunque era un hombre muy dotado para el humor -colaboró en
La Codorniz de los mejores tiempos, en la Redacción de EL PAÍS era un
compañero de una sensibilidad enorme para la amistad y para la tertulia- puso
siempre por delante de sus objetivos como cronista taurino el fielato de su
insobornable complicidad con el lector, y con nadie más. A él se dirigía, y lo
hacía con todo su saber y con todo su ser. Los toros -la escritura sobre los
toros- fueron su pasión personal; los conocía como nadie, los describió como
nadie. Esa plástica del toro en su rincón de la plaza la vio como nadie, pero se
la regaló a todo el mundo. Silencioso, soñador, noctámbulo, tenía en la mirada
siempre una esperanza, como si tocara el final del día, la madrugada del
periódico, con los ojos de quien no quiere que se acabe nunca la vida que ama .
JUAN CRUZ
JUAN CRUZ
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