Cuando David Adalid puso el tercer par al quinto toro de Cuadri, una de las banderillas cayó al suelo. Como un niño rabioso llegó a las tablas y dio un puñetazo contra la madera. Todo habría acabado ahí si el matador Javier Castaño no le hubiera cedido el protagonismo. «Ahora pide permiso, ponle otro par y revienta esto». El presidente dijo que sí y después todo pasó muy rápido: las banderillas en el morrillo del toro, Adalid saliendo del encuentro torerísimo, como Lawrence de Arabia en el tren por el desierto, la aclamación cerrada y larga, sostenida hasta que los tres peones desmonterados y el picador Tito Sandoval echaron a andar de la mano de la gloria. Mientras tanto, en la misma circunferencia, Javier Castaño y el astado esperaban a la faena de muleta.
¿La cuadrilla dando la vuelta al ruedo mientras el matador aguarda? Nadie recuerda que hubiera ocurrido antes algo así. No importaba. En sus dos toros habían estado para ponerles un piso en la calle Alcalá. Desde el tendido les decían «¡torero!», los desconocidos se abrazaban entre sí y a más de uno se le mojaron los ojos. La plaza de Las Ventas, tan fría en general y tan cálida en sus abrazos, les regaló una ovación histórica, profunda, veloz y sonora como una marea de invierno.
Después Castaño lidió al animal y si lo mata a la primera, la lía. Fue el sábado, cuando Madrid se partió las manos por el triunfo de una cuadrilla de peones, por la gloria de los invisibles.
El segundo par lo puso Fernando Sánchez, el más joven de todos. Con sus 25 años, le anduvo a la bestia con un gracioso movimiento de pies y manos, y se puso muy serio. «Luego estaba como en una nube, pero sí que me acuerdo del murmullo de los tendidos cuando me acercaba al toro». Se fue hacia él de frente, paso a paso, de poder a poder. Se arrancó a tres metros, clavó con los pitones en las orejas y la plaza crujió. El historiador taurino Rafael Cabrera Bonet recuerda haberse puesto «de pie de un brinco», que es como uno se pone de verdad de pie en los toros. «Nunca había ocurrido algo así». El investigador cita otros antecedentes parecidos: el picador colombiano Anderson Murillo dio una vuelta al ruedo después de morir el toro a las órdenes de César Rincón. También Manolo Montoliú, a mitad de los ochenta, pero todos juntos con el picador y el toro vivo, «jamás».
«Me impactó mucho cómo explotó la plaza, cómo se abrazaba la gente». Habla Marco Galán, de 32 años, que bregó los dos animales. Se acordaba de su padre, que le hizo torero y que murió en 2006 sin verlo triunfar. «Pensaba en la recompensa a tantos días intentando salir adelante». Se le venían a la cabeza la alternativa sin esperanzas en 2002, las corridas de Perú, los viajes por aquellos mundos de Dios y la decisión en 2004 de hacerse banderillero y de jugarse los muslos como los demás, pero por 1.200 euros en las tardes de bonito como la del sábado. El colgar los aires de grandeza en el perchero del orgullo y sentirse figura solo para uno mismo, instalado en la humildad, casi como un fraile de la torería.Dicen que de todos, Galán es el «más chulo». «Qué cabrones», responde él. Se inició con Javier Castaño hace tres años, cuando el matador de Salamanca resurgió de las cenizas de doce prácticamente sin torear. Con ellos decidió lucir todos los tercios. La revolución del sábado era consentida por el matador, que los deja hacer, que los anima a lucirse. «El toreo no tiene que ser una faena de muleta y nada más. Hay que hacer bien todo», zanja el salmantino, que permitió que David Adalid pusiera un par sentado en una silla en Nimes. Generoso.
Adalid es el personaje del grupo. Se arrancó a torear con 10 años y hasta la del sábado, la última vuelta al ruedo la dio con 19. Cuando se dedicó a formar en la fila de atrás de los toreros de plata, tenía dos sueños: que le tocaran la música en Sevilla, un honor que recibió este año, y dar una vuelta al ruedo en Madrid, una quimera que cumplió acordándose de su madre, de su abuelo Julio y de Gema, su hija de seis años.
En sus movimientos, en su habla, hasta en ese físico delgadísimo, casi aguileño, Adalid es un banderillero antiguo. Tiene hasta sus secretos, su manera particular de andarle a los toros y de comportarse en la vida. Entre esas facultades suyas cuenta que duerme como un bendito antes de las tardes de responsabilidad, que se despierta siempre a las tantas -«me levanto cuando me dejan, pero una hora buena son las doce»- y que es incapaz de engordar. No suele entrenar y fuma más de un paquete de Marlboro diario. «Si me pongo a correr, me quedo como un arañazo», se excusa.
Himno rebelde
David Adalid es el que hace las bromas en la furgoneta y con permiso del matador, el 'capitán' de ese curioso grupo de hombres. Antes de la corrida, se visten juntos en una habitación, como una delantera de la Champions de la que nadie se sabe el nombre. Fernando Sánchez está atento a que nadie ponga la montera sobre la cama y Marco Galán pregunta una y otra vez si tiene bien puesta la castañeta, atrapado en ese pensamiento. Cada día, Adalid conjura los fondos toreros que guardan todos en el pecho y conecta los altavoces del teléfono. Mientras se visten, suenan las gaitas prohibidas de 'Braveheart' y entre ellos se repiten un lema que muy pocos llevan tan al límite: «Triunfar o morir». Cuando llegan a la plaza, se acaban las bromas. El tabaco lo lleva el ayuda, pero Adalid guarda siempre un cigarrillo en la mano. «El último», se dice. Se abren las hojas de las tablas, él y Sánchez tocan madera a la vez. Les va bien.
Tito Sandoval, uno de los picadores junto a Fernando Sánchez (el de la cuadrilla que se quedó sin picar el sábado), es más de rezar. Allá donde va lleva una imagen de Santa Gema. Él picó el primer toro que toreó Javier Castaño en el campo siendo un crío. Ahora tiene 40 tacos y una envergadura de matagigantes, pero el triunfo no se lo da la fuerza, sino la manera de mover al caballo, de hacer la suerte, siempre con mimo. En Las Ventas lo han llegado a adorar. El sábado, mientras los banderilleros comenzaban a dar la vuelta al ruedo, los monosabios tiraron de él en el callejón para que se uniera a los honores. Desde el tendido le invitaban a dar el paso y le llamaban por su nombre: '¡Tito, sal!'. Y él les responde: «Gracias por haberme hecho sentir tan torero»
.Francisco Apaolaza | LASPROVINCIAS.ES.
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