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miércoles, 17 de mayo de 2023

‘Capas de olvido’

 Robert Ryan, íntimos recuerdos de un torero yanqui

Hace una década que Robert Ryan vive en Madrid, a orillas del parque del Retiro, pero nació en la ciudad californiana de Los Ángeles en 1944. Allí, con solo cinco años, se enamoró de un toro de escayola, pero ese amor no fue más que la reencarnación de un veneno con el que nació este americano destinado, sin saber cómo, para ser torero.

Y lo fue. Tras sortear múltiples dificultades, tomó la alternativa en la localidad mexicana de Tijuana el 11 de junio de 1967; antes y después de que le cedieran los trastos, viajó a España, donde toreó poco por su origen yanqui y las trabas del Sindicato del Espectáculo. Su carrera fue corta —no más de 100 paseíllos—, desarrollada fundamentalmente en México; y en 1982 aparcó el traje de luces.

Desde entonces, vive volcado en la pintura —ha sido el autor del cartel de la corrida de la Beneficencia de Madrid en 2014 y 2016—, y en la escritura —ha publicado cuatro libros sobre la tauromaquia—. Ahora, con el cabello ya nevado, la apariencia cierta de poseer una gran vida interior, y con el tipo de torero en su semblante, ha dedicado su tiempo a recordar lo vivido en las plazas de toros, la fuente de su vocación, las vicisitudes de su carrera, y a explicar, en una palabra, cómo un americano de California, sin relación alguna con el mundo del toro, llegó a obsesionarse con ser torero. Capas de olvido.

 Desde las playas de California a las profundidades del toreo (editorial El Paseíllo) es ese libro de memorias que cuenta con el prólogo de un admirador, el torero José Tomás (“cómo un gringo nacido en Los Ángeles —escribe— puede llegar a comprender, a sentir, a vivir y desarrollar de una manera tan pura la tauromaquia”), y la introducción del periodista Paco Aguado, quien lo califica como “un artista global”.






Rodeado de cuadros propios, fotografías y objetos taurinos, Robert Ryan desgrana con voz muy queda —casi en silencio— y pudorosa retazos de la vida de un americano enamorado del misterio del toro. “Yo era un niño muy soñador, y me gustaba mucho pintar animales”, cuenta Ryan. El primer toro de su vida fue el que le compraron sus padres en un viaje a la ciudad mexicana de Tijuana. “Creo que ahí nació mi gran pasión por ese animal”, prosigue; “no había visto ninguno de verdad, pero fue un amor a primera vista”.

Posteriormente, conoció una granja de toros californianos enjaulados, hacinados y malolientes, y fue preso de una profunda desilusión, hasta que la foto de un toro bravo en la libertad de la dehesa, publicado a toda página en una revista, le hizo recobrar un aliento que aún mantiene. Y empezó una nueva vida para este niño americano extasiado ante la imagen del toro.


“Visitaba museos”, añade, “busqué libros de toros en las bibliotecas, me sentí apasionado por el toreo de capa, y toreaba al gato y al perro que teníamos en casa, que embestían muy bien…”. Y vio en inglés la película Torero, de Carlos Velo, sobre el diestro mexicano Luis Procuna, y cuenta que aquellas imágenes fueron definitivas para su vocación.En 1958 asistió en Tijuana a la primera corrida de su vida, y se encontró con una desagradable e inesperada sorpresa: la sangre. “Sí, me sentí mal, porque yo sabía que la corrida era el sacrificio del toro, pero no había prestado atención a la muerte presencial”· Superada la impresión, se fue a porta gayola y le dijo a sus padres que quería ser torero…

“Primero, se lo comenté a la madre superiora del colegio privado al que yo asistía, y me trató con mucha ternura; mis padres no lo tomaron en serio, entre otras razones porque yo padecía miopía y debía utilizar unas gafas muy gruesas, pero yo no lo consideraba un problema y, de hecho, toreé con lentillas”. Tenía 14 años cuando pudo viajar a la feria de Aguascalientes y participar en un tentadero de vaquillas que dirigía el maestro Armillita Chico.

“Allí pude dar mis primeros muletazos”, recuerda, “y aquella fue una impresión más fuerte de lo que imaginaba”.

 Conoció entonces al matador de toros mexicano Pepe Ortiz, quien lo convenció de que el toreo es un sentimiento, un don que nada tiene que ver con la nacionalidad de quien lo ejecuta. “El toreo encarna un misterio, un mensaje…”, reflexiona Robert Ryan, “y yo lo sentía muy fuerte en mi interior. Tuve la suerte de empezar desde muy niño, aunque no tuve a nadie que me hablara de toros; quizá por eso, será verdad que nací enfermo del toreo”.

En enero de 1962, Ortiz lo acogió en su casa y a su lado aprendió los secretos de la profesión. “La convivencia con él fue una lección de toreo y de vida” afirma Ryan. “Él me inculcó desde el primer momento que yo podía ser torero, me llevó a entrenar a casa de Luis Procuna, el héroe de la película de mi infancia, y entré en un mundo que de otro modo hubiera sido inaccesible para mí”

Ese mismo año debutó vestido de luces, y pronto se le presentó la posibilidad de viajar a España de la mano de Pablo Lozano. Aquí conoció otra realidad no exenta de dificultades para un torero natural de EEUU al que el Sindicato del Espectáculo no reconoció al no existir convenio taurino con el país del torero. Aun así, participó en algunos festejos, se vio obligado a anunciarse con nombre español (Luis Miguel Sandino), debutó, primero, con caballos, y sin caballos después, y aprendió a manejar con soltura la espada.

Hizo el paseíllo en la Plaza México el 7 de agosto de 1966, y al año siguiente accedió al escalafón de matadores. Volvió a cruzar el Atlántico, se anunció en Portugal y en plazas españolas, entre ella la madrileña de Vistalegre; acumuló pocos festejos, sobre todo festivales, otra vez por las trabas del sindicato y su nacionalidad.

“A España llegaban toreros de México, Venezuela, Colombia, Perú… que suponían un aliciente para los apoderados porque después podían presentarlos en su país”, comenta Ryan, “pero ese no era mi caso; además, la gente del toro no imaginaba que hubiera un torero americano, me decían que podía funcionar, pero recibí pocas ayudas”.

 “El negocio siempre es más importante que el toreo”, concluye.

Robert Ryan se mantuvo en activo hasta 1982, y asegura que nunca se retiró. Desde entonces, dedica su tiempo a la escritura —Vestigios de sangre, Trapío verde, El toreo de capa, El tercio de muerte, y, ahora, Capas de olvido y a la pintura. Y a soñar con aquel toro de escayola que le compraron en Tijuana y que fue el inductor de un sentimiento que, según confiesa, le ha hecho muy feliz.




Pregunta. Por cierto, ¿le vieron sus padres torear?


Respuesta. Sí, en Tijuana estuvieron los dos, y en un par de festejos más estuvo mi padre, a quien no le disgustó mi profesión tanto como a mi madre, que pasaba mucho miedo. Yo trataba de convencerlos de que los toros ya no herían, pero… Lo cierto es que nadie de mi familia se ha interesado por este mundo.

Años después de colgar el traje de luces, el torero y su esposa recalaron en España, el país taurino que le negó el pan y la sal por ser americano; a escasos metros del parque del Retiro madrileño, Robert Ryan, torero de cuna, pinta, escribe y recuerda lo feliz que ha sido por haber hecho realidad su misterioso sueño.



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