El torero limeño reaparece en la temporada grande española con autoridad, dominio, temple, valor y encanto todavía mayores que los que hace un año le pusieron en figura(COLPISA, Barquerito)
Viernes, 17 de marzo de2017. Valencia. 7ª de Fallas. Primaveral. Lleno de No hay billetes, 11.000 almas. Dos horas y cuarenta minutos de función. Cinco toros de Núñez del Cuvillo y un sobrero -5º bis- de Victoriano del Río. El Fandi, silencio y una oreja tras un aviso. José María Manzanares, silencio en los dos. Roca Rey, oreja y oreja tras un aviso. Salió a hombros por la Puerta Grande.
El pasado domingo un toro de Salvador Domecq le había pegado en Andújar una paliza tremenda que lo tuvo en reposo forzado y absoluto hasta anteayer. De la paliza no se percibió en Valencia secuela física ni moral. En todo caso sería un estímulo renovado. Al toro que le cogió en Andújar le cortó el rabo. A los dos cuvillos del lote de Valencia, casi las cuatro orejas.
Se quedó el botín en dos. Tal vez por caer algo desprendida la estocada que hizo rodar sin puntilla al tercero de corrida, y el palco se midió. Y, en fin, porque la faena del sexto se pasó una tanda o dos –de puro aplomado, el toro estaba para el tinte al cabo de una docena de viajes-, perdió tensión y la espada solo entró a ley al segundo intento.

Lo de menos fue el botín. Lo que importó fue todo lo demás. Una autoridad supina. Un aplomo, un sitio y un encaje sobresalientes. Un dominio de toro y de la escena nada comunes. Fluido, fácil, seguro Roca Rey. Espontánea y naturalmente descarado, en prueba de serenidad mental. Confianza casi contagiosa. Lo propio del toreo transparente. Sin esfuerzo aparente. Torero en estado de gracia. Más todavía que el año pasado, el de su irrupción. Muy mejorada la versión de entonces, porque la incuestionable temeridad se ha venido a convertir en mero valor sin precipitaciones ni sobresaltos. Los brazos sueltos, la figura compuesta sin impostura ni violencia, las zapatillas posadas y no enterradas. El aire juncal de un peso pluma.
La segunda faena, a un sexto toro que se apagó enseguidita, se abrió con una tanda de cambiados por la espalda ejecutados con calma rara de ver, cosidos con dos péndulos completos y rematados con una arrucina librada casi en redondo. Se oyó a la gente bramar. Solo que la cosa siguió con una porfía obligada por lo parado del toro, del que hubo que tirar como con soga porque no hubo otras forma de convencerlo. La firmeza de Roca las tres o cuatro veces que el noble toro se le quedó debajo puso nervioso a todo el mundo.

Desafortunado en el sorteo –el cuvillo de menos fondo, un sobrero ensilladísimo de Victoriano del Río bastante incierto y revoltoso- Manzanares pasó sin apenas dejarse notar.
El Fandi se llevó el mejor de los cinco toros de Cuvillo, un cuarto pastueñito y goloso que embistió al ralentí, y le dio cuerda y más cuerda. Un aviso antes de la igualada. Con el primero de corrida, de corto recorrido por flojo, y que por flojo cabeceó no poco, la cosa no fue a mayores.
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