
Si alguna huella dejó imborrable en los tendidos fue la de sus pisadas en la arena cargadas de una honestidad brutal. Quieto como un estatua, demostró que el arribismo y la distancia corta en el toreo pueden no estar reñidos con la hondura ni con la más depurada estética


Regresó a los ruedos a lomos de los caballos, para años más tarde reaparecer en Lima toreando a pie. Había vuelto a enfundarse el vestido luminoso con el cambio de milenio, tras ejercer de caballero rejoneador. Con el mismo empaque, pero con más kilos en la taleguilla. En una de sus retiradas afirmó que había abandonado el toreo a pie en el momento cumbre de su carrera. Cierto es que derrochó facultades hasta la cuarentena y dejó para siempre su gran tauromaquia.

En el libro Todas las suertes, por sus maestros (Espasa), el maestro de Sanlúcar confesó al periodista José Luis Ramón las claves de su particular concepción de la quietud: "Mi filosofía del toreo siempre ha tenido una idea muy clara: El toro debía ser el que girase en torno a mí, y no al revés. Yo era un pilar incrustado en la arena, y el animal un movimiento continuo que se desplazaba por donde yo le estaba marcando".
Ojeda pétreo en los medios. Una batalla contra la razón. Cierta como una catedral. "Yo entraba en trance cuando los pitones del toro rodaban por las taleguillas; en ese momento era cuando más a gusto me encontraba. Si a una faena le faltaba esto, pisar ese sitio, todo mi toreo no había tenido sentido". Contó Ojeda que uno de los momentos más importantes de su vida torera acaeció una tarde en Sevilla, en compañía del toro Dédalo. Después de la corrida, volvió a torear. Ese mismo día. Un desasosiego nublaba su razón. Le faltaba algo y no dudó en fajarse a las pocas horas con tres vacas. A Ojeda le había faltado sentir en La Maestranza "el vajío del toro, su vahído, su bufido, ese aire caliente que sueltan cuando están entregados".
Y así prosigue su Evangelio: "Este concepto del toreo que yo tenía desde siempre estaba basado en la ruptura del sitio: cuanto más cerca estuviese yo del toro, más había vencido aquello. Pasaba más miedo estando entre los pitones, desde luego, pero también mi toreo me llenaba más. La satisfacción, de todas maneras, nada tenía que ver con el volumen del animal: sentía lo mismo con una becerra o con un toro, lo que importaba no era el animal o sus pitones, o su posibilidad de herirme, sino el hecho de haberme puesto en mi sitio, y de haberme realizado. (...) Cuando conseguía hacer esto, siempre sentía que el toro me miraba diciéndome: 'Me has podido'. Yo he visto muchísimos toros que al entrar en esto que antes llamé trance, empezaban a llorar. (...) Te mira diciéndote: 'Aquí estoy, hazme lo que quieras. (...) Por eso era imposible que yo durase veinticinco años en activo. Siempre, después de cada corrida, me hacía un poco más mayor. Este toreo suponía un riesgo constante. El giro de cuello del toro a muy escasos centímetros del torero, sabiendo que puede pasar o también que puede no hacerlo, desgasta mucho. Yo sabía que al girarse podía encontrarse conmigo, y que ahí lo más fácil era que me metiese el pitón".

https://blogs.elpais.com/toros/2013/01/elogio-de-la-quietud.html
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