Por Santi Ortiz
Viendo la imagen de la plaza de toros de Las Ventas totalmente nevada, con su ruedo convertido en una inmensa y circular alfombra de infinita blancura, y el toro de nieve que algún artista anónimo había esculpido espontáneamente en los aledaños de su Puerta Grande, automáticamente la memoria me transportó al pasado, a aquel invierno de 1954, cuando nevó en mi Huelva natal.
Que nieve en una ciudad como Huelva es un acontecimiento absolutamente extraordinario y más si lo hace con la copiosidad y persistencia que en aquella ocasión. De hecho, se decía que había que remontarse 70 u 80 años atrás para hablar de un suceso parecido y se constata que hasta el presente no ha vuelto a repetirse. La ola de frío que fustigaba Europa, alcanzó España y no se quedó en Despeñaperros, sino que se plantó en la misma orilla de la Costa de la Luz. Bajo cero estuvo la vieja Onuba los siete primeros días de febrero, pero fue el día 2 cuando sobre las seis de la tarde comenzó a nevar y ya no paró hasta pasadas las diez y media de la noche. Al día siguiente, Huelva ofrecía una imagen insólita bajo un sol friolero que sacaba brillo y fantasía a la blancura de la nieve que, como una enorme sábana de unos 30 centímetros de espesor, cubría por completo las calles y plazas de la ciudad, revistiendo de albura las copas de los árboles –¡palmeras nevadas!–, tejados y vehículos. La bellísima estampa que ofrecían el Conquero y sus pinos, el Muelle y las casitas inglesas del Barrio Obrero bajo la estola albicolor que competía con los almendros del camino de la Cinta, no pude contemplarla de primera mano –a mis cuatro añitos, mis padres no consintieron sacarme a la calle– y hube de conformarme con el paisaje limitado que el balcón de mi casa ofrecía a mis asombrados ojos: nunca antes había visto la nieve. El resto me llegó a través de las ilustraciones de periódicos y revistas y todo se me quedó archivado en mi mente con una nitidez que me permite contemplar todavía como si ocurriera ahora la rodada que dejaban en la nieve los escasos automóviles que entonces había en Huelva, cuando bajaban o subían –uno cada cuarto de hora, como máximo– por la Cuesta del Carnicero, frente a mi domicilio.
Aquella Huelva, que había iniciado el año anunciando en el Teatro Mora –junto a la película “no apta para menores” “Violetas Imperiales”, de Carmen Sevilla y Luis Mariano–, que el NO-DO proyectaría imágenes de la actuación de Litri –entonces retirado– en el festival a beneficio de la Campaña de Navidad celebrado el 10 de diciembre anterior en Madrid y en el que Miguel, tras un rifirrafe con Luis Miguel, por haberse cruzado éste en un quite que no le correspondía, saldría en hombros tras cortarle las dos orejas a un novillo de Cobaleda; aquella Huelva que degustaba los choquitos fritos de ‘En la esquinita te espero’, tomaba el aperitivo en el ‘Astoria’ y veía reñir gallos en ‘Casa Alpresa’, abría las puertas del Velódromo –el campo de fútbol más antiguo de España, tiempo ha derruido– para que toreros y carniceros se enfrentaran con los borceguíes puestos a beneficio de la Campaña de Navidad. El partido acabó con empate a cinco tantos.
Componían la línea media del once taurómaco, dos novilleros de Huelva para los que el año se iba a revelar radicalmente decisivo. Uno vivía en Viaplana, el otro en el barrio del Matadero; el primero cumpliría en mayo 24 años, el segundo, por septiembre, 19. Aquél se anunciaba en los carteles Rafael Carbonell; éste, Antonio Borrero, Chamaco. Uno dejaría en evidencia el refrán de “Año de nieves, año de bienes”, que, en el otro, se cumpliría con creces. Al primero lo mataría un toro, mientras que el segundo encontraría el trampolín que lo catapultase al firmamento de la fama convirtiéndolo en el suceso más señalado e importante de la temporada. La muerte y la gloria se hacían así presentes en estos dos muchachos. La muerte y la gloria, dos elementos enraizados en el tuétano mismo del toreo; la una, con su perenne amenaza, ameritando cuanto se le hace a los toros; la otra, llenando como aspiración la primavera de las ilusiones de todo el que ha sentido en su pecho la misteriosa llama de la afición; la que impulsa, a los llamados, a jugarse la vida delante de los toros.
Pese al frío siberiano, vencido en la primera semana de febrero por la afición taurina de Valdemorillo, que llenó de gabanes, gabardinas, abrigos y bufandas, su placita de ocasión, la temporada iniciaba su marcha.
En Huelva, se despidió enero con un festival taurino en el que participaron Joselito Romero, Rafael Carbonell, Pérez Recio, José Gálvez, Paco García Vázquez y Quitín. Carbonell resultó cogido por el novillo de Bohórquez que le correspondió y tuvo que pasar a la enfermería con contusiones y erosiones leves, que le impidieron continuar la lidia. No hacía ni dos años que se había enfundado su primer traje de luces, en la misma plaza, una tarde triunfal que le llevó a ganar la oreja de plata que había en litigio tras cortarle las dos de verdad al novillo que le tocó en suerte.
Para que sepan los aficionados menos veteranos cómo se hacían las cosas en aquel tiempo, he de decir que este debut con traje de luces de Carbonell fue en una novillada picada y que su repetición lo hizo en otra sin caballos, para volver a torear con picadores la tercera vez que salió al ruedo onubense. Y es que, en aquella época, los novilleros cogían los contratos que podían sin importarles variar de categoría, pues no había impedimento reglamentario alguno que lo evitara, como ocurrió más tarde, cuando para poder torear con caballos había que tener el carnet de profesional, lo que a su vez suponía haber toreado un mínimo de diez novilladas sin picadores.
El entusiasmo que despertó Carbonell, con sus tres primeras actuaciones, en la afición de Huelva, que lo colocó como promesa de futura figura, fue decayendo poco a poco. Al parecer, un novillo en el pueblo de Barrancos –el único de Portugal donde tradicionalmente se matan los toros– le quitó el sitio y no volvió a ser el mismo. En 1953, debutó en Sevilla, estoqueando utreros de Guardiola, con Manolo Zerpa y Andrés Luque Gago, y no pasó nada destacable. Y ya en este 1954 de la nieve, hizo su presentación en Las Ventas, el 28 de marzo –reses de Molero Hermanos, alternando con Paquito Ruiz y Raúl Iglesia–, con la fortuna dándole la espalda, porque “Alguacil”, el novillo de su debut, sembró el pánico en el ruedo, mandó dos peones a la enfermería, se quedó sin picar y, cuando Rafael, muleta en mano, salió a enfrentarse a él, el público, enfadado con el palco por no haberlo devuelto, le gritaba para que no lo torease ni lo matase. Precisamente, al intentar esto último recibió una cornadita en el brazo derecho que le impidió continuar la lidia y gozar de la noble y pastueña embestida de su segundo, al que, Iglesia –el único espada que quedaba en el ruedo– cortó la primera oreja de la temporada madrileña.
Volvió a la plaza de Huelva, de nuevo sin picadores, en el primero de los jueves taurinos –el Jueves Santo no cuenta por no celebrarse en él corridas– que, según el dicho, relucen más que el sol. Día de la Ascensión… de Rafael Carbonell, que se erigió en triunfador de la tarde cortando tres orejas a su lote de astados de Soto de la Fuente. El destino jugaba sus cartas.
Este reencuentro con el éxito le valió el contrato para otra novillada sin caballos –la del Corpus, 17 de junio– en el mismo ruedo. El cartel anunciaba novillos de Francisco Moreno Santamaría –sustituidos a última hora por otros de Dolores Martín Carmona–, para Joselito Romero, Rafael Carbonell y Alejandro Arnó, El Venezolano, orden que fue alterado por haber toreado Carbonell en Madrid y adquirido antigüedad, lo que le obligaba a actuar en primer lugar. Pareciera que la muerte tuviese prisa por concluir su faena y adelantara los acontecimientos, porque fue el novillo que abrió plaza –“Adulador”, de nombre–, quien, después de haberlo volteado dos veces al lancearlo de capa, lo cogió en un redondo en el inicio de la faena de muleta, para pegarle la cornada en el triángulo de Scarpa derecho, que le seccionó la femoral y encresponó de luto y de pesar a toda Huelva, donde era muy querido.
La muerte del infortunado torero dejó a su familia en una muy delicada situación, de ahí que la ciudad en pleno se conmoviera agradecida con el gesto de Rafael Ortega de donar a los familiares del tocayo los honorarios íntegros –lo mismo hizo su hermano y banderillero Baldomero– de la corrida que ese mismo día había toreado en Cádiz. Más tarde, Huelva se volcaría en dos festivales a beneficio del finado; uno artístico, en el Gran Teatro –en el que intervinieron, entre otros, los cantaores Paco Isidro, Cerrejón, El Muelas y Carmen Jara–, y otro taurino, en el que actuaron Juan de Dios Pareja Obregón, Litri, Posada, César Girón, Cardeño y El Venezolano.
Del partido con los carniceros a la tragedia, habían transcurrido cinco meses y diez días, ¿qué había sido en este tiempo de Chamaco?
El principio no fue nada bueno, pues anunciado su debut en la Malagueta para el 7 de febrero, la herida que le ocasionó en la mano zurda una vaca de tienta en la ganadería de Cubero hermanos, pospuso aquel hasta el 21 del mismo mes. A partir de ahí la cosa empezó a funcionar, pues si en esta presentación le cortó las orejas y el rabo a su segundo novillo, en su repetición, el domingo siguiente, volvió a salir en hombros tras llevarse dos orejas –una y una– de su lote. Y el día 7 de marzo, le esperaba Barcelona.
En realidad, a quien esperaba el público era a El Turia, un novillerito valenciano que venía precedido de cierto ambiente. De Chamaco casi no sabía nada, aunque algunas de esas saetas informativas capaces de traspasar fronteras provinciales ponían en boca de contados entendidos el interés que podía despertar el muchacho. Lo cierto es que, cuando aparecieron por el portón de cuadrillas Carlos Corpas, El Turia y Chamaco, la Monumental lucía llena de público, pese a que, a esa hora, en el campo de Las Corts, el Barcelona de Kubala se enfrentaba al Atlético de Bilbao. Ni el barcelonismo, eufórico por la victoria de su equipo por 2 a 0, ni el propio Kubala, ídolo indiscutible de la Ciudad Condal, podían imaginar que, ese día, un renegrido chaval llegado de la tierra del fandango, con su misterio, el misticismo magnético de su personalidad y su escalofriante valor, comenzaría a disputarle al astro balompédico la idolatría y los favores de la urbe barcelonesa. Y es que lo de Chamaco esa tarde no fue un éxito ni un triunfo –esos términos se quedan pequeños y ridículos–, sino una verdadera conmoción. Ya en el novillo de su presentación –del hierro de Galache y al que cortó la oreja tras tres pinchazos– se metió al público en el bolsillo, pero sería en el remiendo de Calderón que hacía sexto –todo un toro–, cuando la plaza fue sometida a una intensísima excitación espiritual. Desde aquellos pases del fusil con que inició su faena de muleta para llevar la taquicardia a los tendidos, la Monumental fue un manicomio. La frialdad, el equilibrio, la ecuanimidad y la serenidad fueron urgidas a abandonar la plaza. En ella no quedaba lugar sino para el estremecimiento y la apoteosis. Y el asombro. Porque Chamaco, imperturbable, asentado y seguro de sí, conseguía llevar a los tendidos el delirio, la exaltación, el frenesí, el fuego, la locura, el paroxismo, para poblar de sombreros el ruedo barcelonés con sus personalísimos derechazos, sus naturales de infarto, el dramatismo de sus manoletinas y su estoica manera de pasarse los pitones a milímetros de la faja. Antonio Borrero había consumado el rapto de la Afición barcelonesa, arrebatándola, electrizándola, enardeciéndola y magnetizándola con la verdad incontestable y original de su concepción del toreo. No importa que no encontrara pronto el hoyo de las agujas y que no cortara oreja, la euforia y vehemencia del público no decayó por ello. Y esa noche, en las Ramblas, no era el fútbol el que acaparaba las conversaciones, sino el milagro protagonizado por un mocito de Huelva, que, aquella tarde en la Monumental, había puesto la primera piedra del templo que Barcelona habría de levantarle al toreo gracias al fuego sagrado de su arte. El idilio más romántico y apasionado que torero alguno haya tenido nunca con la Ciudad Condal había comenzado.
Don Pedro Balañá había encontrado por fin su Kubala taurino; Miguel Moreno –apoderado de Chamaco– cogió agujetas de tanto firmar contratos, y la continuidad de los éxitos llevó a su pupilo a terminar la temporada encabezando el escalafón con 54 novilladas, de las cuales nada menos que 24 las contabilizó en Barcelona; cifra reducida por el tributo de sangre que hubo de pagar Chamaco por su entrega, ansias de ser y vergüenza torera, con cornadas tan gravísimas como la del 25 de mayo en Córdoba, que le sacó las tripas y a punto estuvo de mandarlo al otro barrio. El novillo que lo cogió –de doña Francisca Mora Figueroa, propiedad de Bohórquez–, se llamaba –¡qué espeluznante casualidad!– “Adulador”, como el que veintitrés días más tarde se llevaría a Carbonell del mundo de los vivos.
Concluyendo; en ese 1954: el año que nevó en Huelva, Rafael Carbonell se vio obligado a poner punto final a su existencia y Antonio Borrero dio inicio a la que le elevaría al grado de figura del toreo. Yo era muy chiquitillo, pero hay cosas de entonces de las que aún me acuerdo con una nitidez desconcertante.
2 comentarios:
Muy bonito tu artículo, ¿Cómo puedes recordarlo con tanta viveza?
Santi se acuerda bien.Aquel dia de Corpus yo tambien lo vivi cerca. Los alrededores de la Meced olian atragedia y frio silencio de la aficion
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