Por Santi Ortiz
Luego de leer el regalo de Reyes en forma de artículo que nos dejó en el
Diario.es (https://www.eldiario.es/129_6640f1 ) el alto cargo de los adalides de Animalandia, don Sergio García
Torres, y sopesar la mezcla de ignorancia, embuste, bellaquería y maldad que
vuelca en él contra la Tauromaquia, asaltome la idea de que su merced había sido
víctima de algún arte de encantamiento, de esos que extravían el juicio,
enflaquecen la razón y hacen estragos entre los seguidores del más sandio pensamiento
que orate alguno brindó jamás al mundo: que animales y hombres eran iguales, en
cuanto seres sintientes.
Poseído por el conjuro de los encantadores, decidió poner la fuerza de su brazo al empeño de empresa tan descabellada como descomunal: erradicar de este valle de lágrimas, la caza, la pesca y cualquier humana utilización animal, sin caer en que ello era como querer ponerle puertas al campo. ¡Que a los animales no los toque ni el viento!, rezaba su lema. Naturalmente, declarose acérrimo enemigo de la fiesta de toros, considerada por don Sergio como exponente máximo de la crueldad hacia los animales. Era éste el palenque ideal para romper su lanza y en ello se enfrascó no sin antes cubrirse las espaldas con el adecuado valedor, que creole a su imagen y semejanza la Dirección General de los (inexistentes) Derechos de los Animales en que hoy medra de vobis, vobis; esto es: sin haber hecho esfuerzo alguno para lograrla. Así, muellemente instalado, acopia doblones para su bolsa, mientras fustiga con denuedo todo lo que huela a toreo.
Para mayor abundancia y satisfacción de sus propósitos, no duda don Sergio en utilizar la media verdad, que, como bien se sabe, supone mentiras dobles. Así señala en su escrito que ya Alfonso X e Isabel la Católica querían eliminar las corridas. Sin embargo, en el primer caso Alfonso X lo que prohibió fue el deshonor de percibir cualquier remuneración económica por matar toros, al tiempo que instaba a los caballeros a la lidia de reses bravas, dando inicio al llamado toreo caballeresco. En cuanto a la reina Isabel, es sabido su aversión a las corridas de toros, pero por motivos diametralmente opuestos a los del encantado don Sergio, pues, sin tratar de prohibir las corridas, su Católica Majestad sugirió enfundar las astas de las reses bravas en cuernos de buey vueltos hacia atrás de modo que no pudieran causar daño a los lidiadores. No era la crueldad hacia los animales lo que movía el rechazo de la Reina, sino el correr el hombre riesgo de su vida al enfrentarse al toro. Dicho esto, puede que, fruto del encantamiento, perdiese don Sergio la noción del tiempo y no reparase en que Alfonso X murió en 1284, e Isabel la Católica, en 1504; esto es, en unos siglos donde la fiesta de los toros nada tenía que ver con la actual; es, pues, maña de truhanería utilizar tal ejemplo como si se estuviera hablando de la misma cosa.
Que
el juicio de don Sergio está seriamente trastornado por el encantamiento –de lo
contrario, sería obligado tacharlo de falso y embustero– lo prueba su aserto de
que hubo un tiempo en que la Tauromaquia fue un espectáculo de masas, pero no
por ello un espectáculo de “todos”, y que ya no lo es. Sin embargo, resulta que
hoy, y desde hace bastante tiempo, el toreo es el segundo espectáculo de masas,
después del fútbol, de este país. En cuanto a señalar que no es espectáculo de
“todos”, sólo muestra el poder de las fuerzas que mantienen a su merced presa y
desquiciada, ya que, quitando el nacer, el morir, el comer, el beber, el
evacuar y el dormir, no hay cosa alguna que involucre a todos y menos que sea
del gusto de la totalidad.
Tan
rematadamente parece haber perdido don Sergio su entendimiento, que osa afirmar
que los ganaderos, empresarios y figuras ilustres del toreo han pertenecido a
clases sociales “no demasiado obreras” (el entrecomillado es mío), aunque haya
casos como el de El Cordobés, excepción –según su merced– tan puntual como lo
son los indultos de los toros en la plaza. He aquí el grado al que los
encantadores le han sorbido el seso. Bien está que los ganaderos, ya que la
cría del toro de lidia requiere de latifundios y éstos de terratenientes con
caudales para el mantenimiento de su industria, cosa que hacen más como afición
que por negocio, y los empresarios, cuya mayoría pertenecen a la pequeña o
mediana empresa, no se encuadren en la clase “no demasiado obrera” que su
desvarío difumina.
[Inciso: ¿qué opinaría don Sergio si hablando
de las clases en que dividiose el reino animal oyera que hay ejemplares que
son, verbigracia, “no demasiado peces”, “no demasiado reptiles”, “no demasiado
aves” o “no demasiado mamíferos”?]
No es novedad, como ocurre en cualquier actividad que se preste a la división del trabajo, que ni ganaderos ni empresarios pertenezcan a la clase obrera; pero, ¿los toreros? Tan sólo una persona privada de cordura osaría poner a El Cordobés como excepción, por su origen humilde, cuando en el andamio, el arado, la casa de matanzas o el pastoreo, han tenido la mayoría de la gente de coleta sus ascendientes más comunes. No olvide su merced la frase debida a El Espartero de “Más cornás da el hambre”, que por algo sería, digo yo.
Habla don Sergio de “figuras ilustres del
toreo”; no me saldré de ellas para rebatirle su lunatismo con algunos ejemplos.
Partamos con Juan Belmonte, hijo de quincallero, jornalero en la Corta de
Tablada, con una familia hundida en la indigencia al punto de ver repartido a
sus hermanos en hospicios y asilos, hasta que él, con los cincuenta duros que
le sobraron de su primera triunfal novillada en Sevilla, los fue sacando de los
establecimientos benéficos que los recogían, logrando así rehacer su familia.
Hijo del guarda de una finca de Fernando Terry, donde vivía en una choza, pasó
su niñez Juan García, Mondeño, cuya familia se quitaba el hambre con las tortas
que amasaba la madre con el trigo sobrante. De espinas, fue la niñez de
Gregorio Sánchez que, a sus doce años, además de buscarse el sustento fregando
las perolas del destacamento de soldados del Mercado de Legazpi, tenía que
conseguir a diario tres paquetes de comida para hacérselos llegar a su padre,
su madre y su hermano, presos políticos los tres de los vencedores de la Guerra
Civil. Tampoco fue de rosas la de Paco Ojeda, penúltimo hijo de los nueve que
tuvo su padre, pastor en una finca de La Puebla del Río, al que no le llegaba
el peculio para alimentarlos a todos, circunstancia que arrojó a Paco en brazos
de la cofradía de los que tienen que robar para comer. Hijo del mayoral de la
vacada de Veragua, fue Marcial Lalanda, y de empleados del Matadero de Sevilla
fueron Pepe Luis Vázquez y Diego Puerta; así como Paco Camino y Miguelín, de
humildes banderilleros. El Viti era el sexto vástago de otra familia modesta
que se ganaba el sustento con un taller de carros de labor. De terrones y
azadas, sabían las manos de Domingo Ortega. De hoces, trillas y gañanías,
arranca el peritaje de Domingo González Mateos, el tronco de la dinastía de los
Dominguines, y de los braceros extremeños, proviene Manuel Mejías Luján,
semilla de toda la saga torera de los Bienvenidas. Curro Puya y Cagancho
acentuaron el moreno de su tez currelando en la fragua de la herrería familiar.
Chamaco, hijo de un operario de la compañía Río Tinto, fue aprendiz de una
pastelería, en Huelva; como Chicuelo II y Pedrés de una ferretería y una tienda
de tejidos, respectivamente, en Albacete. Palomo Linares era hijo de minero al
que un accidente dejó inútil. Curro Romero guardaba cerdos antes de meterse a
mancebo de farmacia… ¿Seguimos contando? Todos cambiaron sus utensilios de
trabajo por el capote y la muleta. Y todos, todos, soñaron desde el primer
momento labrarse un porvenir con los toros para darles a sus familias una vida
mejor.
¡Oh,
encantadores aciagos y malintencionados, que habéis llenado de maldad la
ofuscada mente de don Sergio! Dice el hechizado que es hoy la fiesta de los
toros una caricatura de lo que fue en otra época. El pobre demente no sabe lo
que habla y vuelve a hacerse un lío con el tiempo cuando se atreve a afirmar
que de la Fiesta no queda más que la defensa de un negocio de los señores de la
Corte. Pobre hombre, el encantamiento hacele creer que estamos en el siglo
XVII, y lo que es peor, acusa al toreo de vivir del dinero público de las
diferentes administraciones –y lo dice precisamente él, metido a dedo en la
Administración y que llena su bolsa a expensas del erario público–, porque si
dependiera de la venta de entradas –insiste–, habría desaparecido hace tiempo.
Su desvarío debe hacerle bailar las cifras porque en los recientes Presupuestos
Generales del Estado al toreo lo pordiosean con una rácana limosna, mientras se
le conceden millones a otras industrias culturales como el cine, el teatro, la
música, etc. Tanto es así, que la Tauromaquia recibe menos de lo que gana don
Sergio al año. En cuanto a que no sobreviviría de depender de la venta de
entradas, sepa nuestro encantado que se cuentan por millones las personas que
anualmente pasan por taquilla para presenciar el espectáculo taurino.
Concretamente, en 2018, fueron 4,6 millones de espectadores los que acudieron a
los toros, y eso contando tan sólo las plazas de primera y segunda categoría.
En su delirio, pretende hacerse pasar por experto conocedor de la tauromaquia: “he recorrido barreras, contrabarreras, tendidos y callejones”, afirma. Y como “nieto y biznieto de alguacilillos” –¡Ay, si levantaran éstos la cabeza y lo vieran en su enajenación mental!–, presume de saber “desde dentro” cómo se desenvuelve el mundillo taurino, considerado por su merced “siempre de hombres” –con lo que invisibiliza de un plumazo a Cristina Sánchez, Maribel Atienza, Conchita Cintrón, Juanita Cruz, Conchi Ríos y a cuantas toreras han sido, son y aspiran a serlo inscritas en las escuelas taurinas–, “premiando a hombres por su hombría y su inconsciencia.” Considerar el premiar la hombría –conjunto de cualidades morales, como el valor, la voluntad o la honradez, que ensalzan a un hombre– como algo indigno de estimación, según se desprende del texto, vuelve a darnos pistas de la gravedad del encantamiento de don Sergio. Y ya cuando pretende demostrar cómo se premia la inconsciencia poniendo de ejemplo a José Tomás como “un torero más cercano a un suicida de lo que pudo suponer Curro Romero, conocido por sus grandes carreras delante del toro y sus saltos mortales sobre la barrera”, es cuando nos damos cuenta de que, por muchas barreras y tendidos que haya recorrido y por más que descienda de una cohorte de alguacilillos, don Sergio no se ha enterado de nada y se le hace la picha un lío hablando de toros. José Tomás no va a pasar a la leyenda de la Fiesta por su inconsciencia, sino por la pureza de su toreo, su vergüenza torera y por haber elevado el arte de la lidia a nuevas cotas en su evolución, que es lo que le premian y aclaman los públicos. Lo de suicida, su merced ha oído campanas y no sabe dónde. Pero el pleonasmo de su chifladura lo alcanza cuando se refiere a Curro Romero, conocido, según él, por sus huidas y espantadas. Aquí, yo creo que el encantamiento vuelve a jugarle una mala pasada y le hace confundir a Curro con Rafael El Gallo. Con estas meteduras de pata, don Sergio parece provenir, más que de alguacilillos, de la familia de los Panza, como aquel Sancho “de poca sal en la mollera”, perseguidor de ínsulas, al igual que este don Sergio, de “santuarios” animalistas. Puesto a disparatar, su merced se solaza con que “por fin” ha quedado atrás el control masculino sobre la naturaleza, del cual la tauromaquia es representación. Al parecer, no comulga nuestro orate con horadar montañas para hacer túneles que agilicen las comunicaciones, ni en desviar el curso de los ríos para evitar inundaciones, ni en construir ciudades que nos cobijen y resguarden de las inclemencias del tiempo, ni en desbrozar los montes para evitar incendios. Nadie va a defender aquí la depredación que la codicia hace del planeta, pero afirmar que el control del ser humano sobre la naturaleza es nocivo y que “por fin” ya se ha acabado, no es sólo una sandez, es no tener conciencia alguna de lo mucho que de ese “control de la naturaleza” nos beneficiamos todos, incluido don Sergio y todos los que desbarran como él.
Más indignante resulta su manera de sortear un problema tremendamente
molesto para la taurofobia: que a lo largo de los siglos haya habido muchos
personajes ilustres, de probada inteligencia y sensibilidad, a los que
apasionaban y apasionan los toros. Este hecho le revienta la tesis de que los
aficionados al toreo son todos unos bárbaros. ¿Qué hace, entonces? Como su
encantamiento le impide profundizar en el tema, se limita a señalar que presentar
una lista de tales personajes son ganas de blanquear la historia. ¿Por qué?,
habría que preguntarle a su merced. La respuesta es obvia: porque todo aquello
que estorba a sus fines –en este caso, acabar con el toreo– hay que
desprestigiarlo y, en lo posible, eliminarlo. Es la censura selectiva inculcada
por los magos del encantamiento y a la que, prestamente, se acogen los
infelices hechizados como don Sergio, por eso, sin distinguir molinos de
gigantes, concluyen que los días del toreo están contados porque, en nuestro
país progresista, ya casi nadie lo comprende y lo comparte. Está decidido: el
progreso se define antitaurino, como reza el título de su alegato. Así lo
sentencia su merced con la altanera rotundidad de quien no ve más que los
espejismos que le tienden los encantadores. Sin embargo, si tan seguros están,
no deja de ser curioso el derroche de tiempo, de dinero y de esfuerzos que
emplean para lograr su abolición.
No
obstante, lector/a, hay un encantamiento mucho más nocivo y poderoso que el de
don Sergio y que puede dar respuesta a una espinosa cuestión: ¿Cómo es posible
que se permita ocupar un alto cargo dentro de la Administración del Estado a
una persona –que se supone debe acatar las leyes–, remunerada por los
contribuyentes, y que se dedica, haciendo ostentación de ello, a tratar de
erradicar un legado cultural, como es el de la Tauromaquia, al que, tanto la
Constitución, como la Ley 18/2013 –que la regula como Patrimonio Cultural–,
ordenan proteger y fomentar?¿Cómo se le permite contribuir desde la propia
Administración a la eliminación de una opción cultural totalmente legal? ¡Y que,
encima, sea el propio Gobierno quien se lo tolere y se le pague un salario por
ello! Esto no es ya una monumental e intolerable incoherencia; esto, como decía
más arriba, no puede ser más que fruto de hechicerías, brujerías y prodigios
dignos de magos y encantadores, porque, de lo contrario, a fe mía que, a base
de tragaderas, nos hemos vuelto todos locos de atar.
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