Por Santi Ortiz
Los clarines de la Democracia anuncian una nueva época de España. Sin embargo, para el espectáculo taurino propiamente dicho no presentará variación alguna, porque, durante los cuarenta años de franquismo, las plazas de toros han sido verdaderas burbujas democráticas donde el pueblo soberano ha impuesto libremente la voluntad de la mayoría, bien para el triunfo, bien para el fracaso, de quienes se sometían a su veredicto.
En cambio, el amanecer de la transición democrática aparece salpicado de incertidumbres, incógnitas, inseguridades y miedos ante el futuro inmediato del país. La actualidad, la expectación y hasta el temor de España orbitan alrededor de un concepto: democracia. También la fiesta de los toros necesita empezar a aplicar soluciones democráticas a los muchos problemas que arrastra, pues es sabida su necesidad de una completa remodelación. En cualquier caso, es curioso constatar cómo en esa época ya espigan los problemas que, en su mayoría agravados por el paso del tiempo, nos acucian hoy; a saber: la dejación e indiferencia de la Administración ante los toros, centrada tan sólo en sacarle beneficios a través de los impuestos y obviando el necesario apoyo que precisa; el “ombliguismo” de los profesionales, que en lugar de pensar en el bien común del espectáculo, sólo atienden a lo personal; el desinterés de los aficionados a la hora de ayudar al mantenimiento de la Fiesta; la escasa relevancia que la Televisión Española –la única que había entonces– concede a la fiesta de los toros –aunque comparada con la actual nos parezca una panacea–, y en la que ya empieza a soportar presiones de los escasos, pero ruidosos, antitaurinos para que los toros desaparezcan de la programación, con ese talante tan “democrático” suyo que nos llega hasta hoy, negado a contemplar que, como ente público y español, TVE tiene que estar al servicio de TODOS los españoles; la necesidad de que los empresarios –mandones de la fiesta en ese tiempo– se vuelquen con el futuro, organizando novilladas y festejos de promoción; la escandalosa subida del canon de las plazas de titularidad pública que salen a subasta –en 1976 lo hicieron las de Zaragoza y Vitoria, con un mínimo económico sobre el que pujar elevadísimo–; el calificativo de “franquista” aplicado a la Fiesta por buena parte de la progresía, en particular la descendiente del naturismo, el movimiento hippy y la contracultura, y la aparición en España de los primeros grupúsculos antitaurinos condenando el sufrimiento del toro en la plaza, como esa “Sociedad Antitoreo”, creada en Barcelona a principio de 1980. Eran los polvos que anunciaban estos lodos.
A esta problemática, hay que añadir algunos asuntos específicos de aquel tiempo. Por ejemplo, el conflicto que se originó con la corrida Goyesca de 1978. El cartel previsto estaba formado por su organizador Antonio Ordóñez –que desde 1957, sólo había faltado tres años a esta cita– y Paco Camino, mano a mano; mas, como se retrasara la feria de Málaga y necesitara Ordóñez, por entonces retirado, al menos un mes para entrenarse a fondo, atrasó la celebración de la Goyesca al 16 de septiembre, fecha que coincidía con la entrada de las tropas nacionales en Ronda durante la Guerra Civil. Eso hizo que las Centrales Sindicales y los partidos de izquierda elevaran su enérgica protesta, responsabilizando a Ordóñez –al que situaban ideológicamente próximo a Fuerza Nueva– de cualquier incidente que por esta causa se produjese. Al hacerse inviable el menor acuerdo, Ordóñez decidió no torearla aquel año, pero sí salvar la corrida anunciándola un día después, con una terna completamente distinta –Raúl Aranda, José Antonio Campuzano y Macandro, con toros de Ruchena–, cartel que concitó escasa concurrencia. Un año antes –25 de septiembre de 1977–, tuvo lugar otro contencioso política-toros, pero de signo totalmente contrario. José Luis Parada, simpatizante y no sé si militante del Partido Comunista de España, organiza en su tierra –Sanlúcar de Barrameda–, junto al secretario del PCE de la localidad, José Luis Medina Lapieza, una corrida en homenaje al poeta recién llegado del exilio, Rafael Alberti. Pepe Limeño y Juan Montiel completan la terna. Como al franquismo recalcitrante le repatea la iniciativa, recurre a la amenaza de bomba para amedrentar a la gente y boicotear el proyecto. A pesar de esto, la corrida se da y es muy clarificador, para eliminar ciertos prejuicios actuales, conocer lo que sobre ella decía el crítico taurino –sí, han leído bien– de Mundo Obrero, el órgano de prensa del Partido Comunista, en el número del 29 de septiembre siguiente: “Como ya sabe el lector aficionado, a los militantes del PCE se nos han achacado todos los vicios y todas las perversidades imaginables. Una de las más inocentes fue la de declararnos –en masa– antitaurinos, con lo que pretendían enfrentarnos con unos cuantos miles de profesionales que viven honradamente del toro".
“Ante la evidencia de que la corrida iba a celebrarse, y ante la evidencia de que otro torpe embuste quedaba desenmascarado, sólo les quedó a los diplodocus políticos uno de sus recursos tradicionales: amenazar con bombas.”
¿Puede
deducirse de ambos hechos que la izquierda o la extrema derecha estaban en
contra de los toros? En absoluto. En el primer caso la izquierda estaba en
contra de un acto de exaltación fascista y en el otro, la extrema derecha en
contra de un homenaje comunista, pero nunca contra las corridas en sí. Y así ha
sido hasta hace poco, cuando la izquierda, perdida la brújula de sus objetivos,
se ha revestido de progresía transversal.
Otro asunto específico de aquellos primeros
años de la transición es el del terrorismo taurino, fenómeno que ni se había
dado antes ni se ha vuelto a dar hasta el día de hoy y que nada tiene que ver
con ese otro terrorismo antitaurino que, a veces, padecemos. Aunque sólo sea
como anécdota y para que los viejos aficionados recuerden y los nuevos,
conozcan, voy a exponer sucintamente los hechos. En la feria de Salamanca de
1978, aparecen impunemente masacrados dentro de los chiqueros de la plaza, tres
de los seis toros de Galache y uno de José Ortega, repescado como sobrero, el
mismo día –16 de septiembre– que tenían que lidiarse en la quinta corrida del
ciclo, cuya terna componían Curro Romero, El Viti y Roberto Domínguez. Además,
otros dos galaches sufren heridas, uno de ellos de tal gravedad que hubo de ser
sacrificado. La forma de matar a los toros, presuntamente con un estoque
colocado en el extremo de una garrocha corta, y el acierto, pues a la mayoría los
liquidaron de un solo golpe detrás del morrillo, hacía pensar que los autores
eran personas bastante expertas en el tema. Este atentado se vincula tanto con
el que dos años antes sufriera Victorino Martín, al que le mataron en su finca
de Galapagar dos toros que iban para la feria de Zaragoza, con el mismo método
que los de Salamanca, siendo los autores perfectamente conocedores de la finca;
como con el del toro de Clairac, muerto asimismo en la finca de este ganadero y
cuya cabeza fue trasladada varios kilómetros de distancia para dejarla, al más
típico estilo mafioso, en la puerta de la casa de los hermanos Martínez Uranga,
en su finca “Padierno”. Como los empresarios de Salamanca y Zaragoza, cuando
ocurrieron estas matanzas eran también los hermanos Martínez Uranga, todo
parecía girar en torno a una venganza contra esta familia, tal vez llevada a
cabo furtivamente por toreros descontentos con el trato recibido por parte de
los empresarios. Lo cierto es que nunca se descubrió a los causantes de todas
estas fechorías; al menos yo no tengo constancia de lo contrario.
Como
los dos frentes que más castigan actualmente a la fiesta de los toros son el de
la política pseudoizquierdosa y el del animalismo, hagamos un rápido recorrido
que nos lleve del alba de la transición democrática al momento presente.
Empecemos por la política para ver lo mucho que de aquel tiempo a esta parte
han cambiado las cosas.
Meses
después de que las Cortes aprobaran nuestra actual Constitución y antes de
nuestras primeras elecciones municipales, representante de las cuatro
formaciones políticas más importantes del momento: Javier Carabias, por
Coalición Democrática –donde estaba inserta Alianza Popular–; Eduardo García
Velayos, por Unión de Centro Democrático; Pablo Castellanos, por el PSOE, y
Ramón Tamames, por el PCE, definen las posiciones de sus partidos respecto a la
fiesta de los toros, y, en lo esencial, todos coinciden en su aceptación plena
de la Fiesta y en el propósito de protegerla y defenderla. Nadie, por tanto, se
decanta por acabar con el toreo, sino todo lo contrario, incluido el Partido
Comunista.
Ya
hemos señalado lo que se decía en Mundo Obrero sobre la tauromaquia, pero
conviene no olvidar que en sus célebres fiestas anuales de la Casa de Campo,
aquellas que congregaban a enormes multitudes de afiliados y simpatizantes para
dar sentido al tan coreado eslogan “¡Aquí se ve, la fuerza del pecé!”, en torno
a las actuaciones de Ana Belén, Víctor Manuel, José Meneses, El Cabrero,
Quilapayún, Miguel Ríos, Labordeta, Paco de Lucía, Camarón de la Isla y tantos
otros, no faltaba el festival taurino celebrado en aquella recoleta placita que
allí había y en el que se anunciaban matadores de toros, novilleros y alumnos
de la Escuela de Tauromaquia de Madrid. Hasta el propio Santiago Carrillo
participó en uno de ellos como presidente del festejo, siendo sacado en hombros
al final del mismo por los toreros.
También es preciso traer a la memoria que en aquel Madrid de la
“movida”, en la primera mitad de los años ochenta, los toros estaban de moda. La
modernidad y la izquierda eran taurinas, con Antoñete como símbolo de la
bohemia nocturna y romántica. Eran tiempos en que los tendidos de Las Ventas se
poblaban de chamarras de cuero y crestas punks; tiempos en que Gabinete Caligari
arrasaba con “La culpa fue del Cha cha cha”, cuya letra rebosaba de lenguaje
taurino; tiempos de la alcaldía de Enrique Tierno Galván, un marxista intelectual
y “enrollado”, al que se debe un ensayo taurino de obligada lectura: “Los toros,
acontecimiento nacional”. De él extraigo
una frase sentenciosa para reflexión de los lectores: “Si algún día el español
fuere o no fuere a los toros con el mismo talante que va o no va al “cine”, en
los Pirineos, umbral de la Península, habría que poner este sentido epitafio:
“Aquí yace Tauridia”; es decir, España.”
En
el transcurso de los años noventa, la izquierda tradicional va experimentando
una progresiva transformación cromática, que la lleva del rojo al verde; también
de objetivos, que la traslada de lo definido a la indefinición. Esta “izquierda
indefinida” –como gustaba denominarla al filósofo Gustavo Bueno– ha sustituido
sus criterios políticos tradicionales por otras reivindicaciones tan
fragmentarias como minoritarias. Con el proletariado –sujeto revolucionario
tradicional– aburguesado e integrado como consumidor en el Sistema, la
militancia izquierdista desvía su atención hacia las demandas de los
homosexuales, el feminismo radical, el animalismo, las minorías étnicas, etc.,
convirtiéndolos así en la nueva “clase” a redimir. Esta izquierda postmoderna
así reciclada se transforma sin advertirlo en una marioneta más dentro de la
galería de falsos rebeldes que, creyendo luchar contra el Sistema, están
plenamente teledirigidos por éste y animados a acometer una demolición
sistemática de los valores que han venido vertebrando culturalmente las
conquistas de nuestra civilización. Y es que, por más que presuma de retórica
antiglobal, en realidad esta nueva izquierda se postula como uno de los
principales agentes activos de la globalización, contribuyendo a la disolución
de culturas y pueblos para implantar el pensamiento único del neoliberalismo
planetario.
Este es el papel de Podemos y la progresía animalista ante la fiesta de
los toros, a la que tratan como una de las manifestaciones culturales no
homologadas que hay que eliminar, aunque lo enmascaren con su falso buenismo,
que no es sino una expresión de la idiotez colectiva bajo la que se esconde una
nueva forma de despotismo, pues si globalmente atenta contra nuestra
civilización, también, con su inquisitorial censura, aspira a destruir ciertas
libertades individuales, como la de participar de una forma u otra en el
complejo y fascinante mundo de la tauromaquia. Así hemos llegado a la situación
actual, con Pablo Iglesias aprovechando su vicepresidencia para infiltrar en la
Administración a un chupóptero con cargo de director general de unos
inexistentes derechos de los animales, quien, alentado por el quintacolumnismo
de unas redes sociales que insultan, intimidan, acosan y amenazan a todo aquel
que contribuya siquiera mínimamente a fomentar o apoyar la Fiesta, no sólo no tiene
reparos en mentir, falsear, vender la piel del toro antes de matarlo, tergiversar
y adulterar la historia a conveniencia, para consumo y lavado de cerebro de las
huestes animalistas y de los incautos que creen a pies juntillas sus falacias,
sino que se permite el lujo de transgredir la Constitución y la Ley que regula
la Tauromaquia como Patrimonio Cultural –que le obliga a él y a los demás
miembros de la Administración a garantizar la conservación y promoción de la
fiesta de los toros–, empeñándose con dedicación plena en abolirla, y, para
colmo, que es lo más indignante, cobrando por ello –espléndidamente por cierto–
de todos los españoles.
Al
animalismo antitaurino, que es la parte que nos queda para dejar situado en el
presente esta lucha de siglos, le dedicaremos el próximo y último capítulo de
esta serie.
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