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martes, 10 de agosto de 2021

LA SUERTE DE VIVIRLOS


Por Santi Ortiz

    




Cada persona es hija de su época. Vibra con ella. Aspira su atmósfera. Palpita en sus anhelos, bien para hacerlos suyos, bien para rechazarlos. Pero el panel donde se dibujan las vivencias nos viene dado de antemano. Convivimos insertos en un determinado segmento de historia, con todo lo que en ella se encierra, con todo lo que en ella cabe. Y de entre el común de los mortales, de súbito aparecen seres asombrosos; hombres aparentemente como tú y como yo, que sin embargo, fueron capaces de potenciar la condición humana a unos extremos verdaderamente inverosímiles. En toda época existieron, fabulosos, míticos, increíbles. Y en todos los campos del saber, del deporte y de las artes. La mayoría los conocemos a través de relatos históricos que narran sus hazañas, sus esfuerzos, sus locuras; pero un pequeño reducto de estos superdotados, de estas insólitas singularidades, comparte con nosotros la contemporaneidad. Esto nos ha permitido irlos viendo surgir, crecer, elevarse y brillar con luz propia, para declinar luego si el corte del presente les coge en ese tramo de trayectoria en que comienzan a caminar hacia el ocaso. En cualquier caso, hemos tenido la suerte de vivirlos o de estarlos viviendo.

     Yo quiero hablar hoy del repóquer de ases que presiden el anaquel de ídolos a los que vi crecer mientras yo iba viviendo. Siendo tan diferentes, todos participan de un mismo denominador común: que, con su arte, destreza y personalidad, fueron capaces de ampliar las fronteras de sus profesiones, llevándolas mucho más allá del ámbito en que normalmente éstas se desenvuelven. No son los únicos, pero sólo me ceñiré a las circunscripciones del arte y del deporte y, en ellas, a los que considero los mejores.

     De antemano, advierto que, como sujeto que soy, mi elección es totalmente subjetiva. No quiere esto decir que sea arbitraria, sino que la discrepancia con algunos o muchos lectores está servida de antemano. Lo que nadie me podrá negar es la capacidad de cada uno de mis personajes para elevar por encima de su territorio natural el mundo al que entregaron sus vidas. Nadie puede dudar de que Messi ha sacado al Fútbol de su ámbito deportivo para convertirlo en un fenómeno social de primera índole. Lo mismo le ha ocurrido al Toreo con José Tomás. Igual le pasó al Flamenco con Camarón de la Isla. Y qué decir del boxeo con Cassius Clay. O, para los que vimos la luz primera aromados por la brisa del Odiel y el Tinto, qué opinar del Fandango de Huelva tamizado por el geológico quejío y la voz alosnera de Paco Toronjo. Del quinteto, tres ya nos han abandonado; sólo quedan vivos –y sea por muchos años– José Tomás y Messi. Como muestra de respeto, comenzaré por los fallecidos citándolos por el orden en que iluminaron mi vida.

    




Un chiquillo era yo, cuando empezaron a penetrar por mis virginales oídos de niño el rajo candente, lleno de aristas, de vida, de amor, de muerte y de cristales rotos, de la voz de Paco Toronjo. Entonces cantaba junto a la potencia fraternal de Pepe, cuando ambos se anunciaban como “Los Hermanos Toronjo”. Pero la voz de Paco era especial. Por ella se deslizaban las experiencias de la vida en toda su crudeza, entre aguardiente, puñales, desengaños, sentencias y fatigas; una voz que, con el tiempo, fue ganando en desgarro, para que su cante más doliera, más hundiera su lanza de verdades en el costado de los sentimientos. Desde las coordenadas del fandango de Alosno –el pueblo que lo vio nacer–, Toronjo construyó un patrimonio propio con los cuarenta estilos de fandango de Huelva, a los que dotó de un eco singularísimo, llevándolos a todo su apogeo y logrando para ellos un respeto que nunca tuvieron antes en el orbe flamenco. Una letrilla de Paco reivindicaba esa dimensión profunda que el fandango de Huelva guarda en la sangre de su antropología y que él consiguió rescatar como nadie jamás:
“Hay quien dice por hablar/ que el fandango es de criadas./ Yo le vengo a demostrar/ y a decirle cara a cara,/ que el fandango hace llorar.

     Paco Toronjo, taumaturgo y filósofo, capaz de transmutar las lágrimas en duende, el fandango en sentencia; el juez sensible que absolvió al fandango de la acusación de “cante chico” que sobre él pesaba, el alma indomable que elevara al fandango, para su gloria y para la de Huelva, a las más altas cimas de la profundidad. Paco Toronjo. Único. Yo tuve la suerte de vivirlo.

    


Los pesos pesados suelen serlo doblemente: pesados, por el tonelaje de los contrincantes, y pesados por la falta de vivacidad y movimiento. Todos los púgiles militantes en dicha categoría confían en la arrasadora fuerza de sus puños. Saben que en ellos tienen un seguro pasaporte al k.o. del adversario y se centran en asestar el golpe demoledor que dé con él en la lona. Bueno, no todos. Allá a principios de los años sesenta, apareció uno que hacía de la movilidad un arma y del juego de piernas, una danza letal. Provocador, exhibicionista, largo de lengua, más largo tenía su martilleante directo de izquierda, que punteaba y punteaba, incansable, el rostro del contrario mientras que no cesaba de moverse. Volar como una mariposa y picar como una abeja. Eso fue lo que hizo en el combate contra Sonny Liston que le valió el título de campeón mundial de los pesos pesados, en Miami, el 25 de febrero de 1964. Yo ya le había visto pelear antes, con Henry Cooper, en Wembley, donde, acorde con sus tácticas provocadoras, también acertó el asalto en que había predicho ganaría al inglés. Entonces peleaba con el nombre que le pusieron sus padres: Cassius Clay, pero a raíz de proclamarse campeón de los pesos máximos, lo cambió por el de Muhammad Alí, cuando ingresó en la organización musulmana “Nación del Islam”. “Cassius Clay es el nombre de un esclavo –decía–. No lo escogí, no lo quería. Yo soy Muhammad Alí, un hombre libre.” Aquel hombre libre, aquel fascinante campeón, capaz de sacar al boxeo del Madison Square Garden y sus círculos habituales, para convertirlo en algo de interés mundial extendido a todas las capas sociales; aquel polémico personaje, que, ejerciendo la objeción de conciencia, se negó a incorporarse al ejército durante la guerra imperialista de los EE.UU. en Vietnam y por lo cual fue condenado e injustamente desposeído de su título de campeón; aquel boxeador capaz de conjugar la ágil elasticidad de un peso ligero con la demoledora contundencia de un pesado, enamoró al mundo con su magia pugilística durante todo un lustro –después volvería a ganar el título y a copar portadas y noticias, pero ya no sería lo mismo–, extrayendo de su heterodoxia toda la belleza que el boxeo encierra como noble arte. Nunca gozó el deporte de las doce cuerdas una popularidad semejante como con Cassius Clay. También tuve la suerte de vivirlo.

    


Unir el pasado más recóndito y rancio con el futuro más cosmopolita sin que la pureza se resienta, trenzar el ayer y el mañana de manera que el duende continúe mostrando el negro ropaje de sus soníos de espanto, musicalizar el grito, poner miel en la rabia, exige tener una tragedia en el alma y un ruiseñor en la garganta y saberlos hermanar por entre las arterias del cante. Camarón tenía y sabía. Plegaba dolores con su voz cristalina y era capaz de asomarse a la aventura del mañana sin hacer dejación de sus raíces ni siquiera un momento. Vagaba por la desventura con ecos de escalofrío y, a veces, se la llevaba de fiesta, para que hasta en sus ecos festeros rezumase un hilillo de fatalidad. Su llanto de azúcar clavaba su rejón de vida en el corazón de los sentimientos. Tenía la osamenta del flamenco metida en la memoria que le legó su pueblo; ese pueblo gitano que calla lo que sabe y canta lo que calla. Y una rebeldía de hambre atrasada y noches sin estrellas. Los astros los pondría él después en el firmamento del Flamenco. Él lo sacó del cuarto, de los corrales, de la taberna, de las ventas, de los patios de vecinos, y, respetando su esencia, fue capaz de hacerlo viajar hasta el mismo Londres, meterlo en los míticos estudios de Abbey Road y dejar su huella dactilar para los restos, grabando nada menos que con la Royal Philarmonic Orchestra. Junto a Paco de Lucía –otro monstruo sagrado–, le quitó los cerrojos a la habitación de los cabales y dejó que el aire fresco de la juventud más variopinta penetrara para escuchar e iniciarse en aquel soplo antiguo, salpicado de sangre, de dolor y de rabia, completamente nuevo y apetecible a unos oídos educados en músicas de otras latitudes. Nadie como Camarón de la Isla para vestir la condición humana con el ropaje del cante convertido en música y de la música convertida en cante. Yo tuve la suerte de vivirlo.

     Nos quedan los dos vivos, pero aquí voy a hacer que el señorío del toreo ceda el paso a la actualidad balompédica, para empezar por el astro que tiene conmocionado el mundo de dentro y fuera del fútbol con su decisión de marcharse del club donde ha desarrollado toda su carrera. El barcelonismo está de luto: se le ha ido Leo Messi.


 

     De chiquito que era, le llamaban “La Pulga”. En el rectángulo de juego, todavía puede divisar menos que los demás y, sin embargo, cuando se pone a armar el juego de su equipo parece que viera el campo desde la parte más alta del estadio. De ahí, ese pase de precisión milimétrica, o ese otro imposible, o ese balón al hueco que alcanza el compañero que sólo él había visto.

     Cuando hace cinco mil años, los chinos inventaron el juego de darle patadas a una pelota, el Destino ya había decidido que aquel niño argentino de Rosario, al llegar a la vida sería futbolista; porque yo no he visto un caso de predestinación más acusada. Todavía no levantaba un palmo más que el balón y ya gambeteaba por los potreros de su barrio con la misma técnica que después lo convertiría en asombro mundial. El espacio que dejaba en él la inhibición de la hormona del crecimiento lo aprovechaba el fútbol para metérsele en los genes y hacer su tarea de biológica pedagogía. No sé si fue su abuela Celia –a la que su nieto ha colmado de goles dedicados–, la que, de niño, le cosió la pelota al pie para que no se le despegara nunca como no fuera para perforar la red, dar un centro magistral o ponerle a un compañero el gol a sus alcances. Cuando Messi no sabía lo que era Barcelona, en Europa se conocía ya que había un niño rosarino que hacía maravillas con el balón. En el Barcelona lo probaron en un amistoso de infantiles y marcó seis goles, hizo dos palos y tuvieron que quitarlo al finalizar el primer tiempo para equilibrar un poco el partido. Ese día, Carles Rexach lo vio y no lo dudó un momento: “Si no lo fichamos, nos vamos a arrepentir.” Y ahí empezó su historia en el Fútbol Club Barcelona. Veintiún años de andadura blaugrana, que convirtió a aquel treceañero en el mejor jugador del mundo de la actualidad. Su cambio de ritmo electriza y le basta un fogonazo de su genialidad –ese tiro fulminante, esa falta nanométrica– para resolver un partido. Messi, en vez de chistera, utiliza sus botas para sacar el conejo de la sorpresa, del asombro, de lo inconcebible, y fascinar los campos de fútbol. Decían que no daba la talla y ha dejado pequeños a todos los gigantes. Aunque es humilde, puede presumir de ser el único jugador de la historia que ha ganado seis Balones de Oro, y como el metal llama al metal, también ganó otras tantas Botas de Oro, que son las únicas dignas de patearlos. Con el Barça, Messi lo ha ganado todo y sólo le queda para completar su gozo alzarse campeón de un Mundial con Argentina. En conseguirlo pondrá las últimas grandezas de su magia. Y si lo logra podrá despedirse del fútbol como el más auténtico dios de los estadios. También tengo la suerte de seguir viviéndolo.

    


A diferencia de Messi, el personaje que cierra mi repóquer de ídolos vividos no lo tuvo tan claro desde el principio. Deshojaba la margarita ente los toros y el fútbol para desesperación de su abuelo Celestino, que intuyó en el muchacho unas condiciones dignas de ser probadas ante las reses. Pero el niño no se decidía; hasta que un día, harto Celestino de tanta ambigüedad, le pinchó todos los balones dejándole expedita la única salida  hacia el toreo. Pegarle patadas a un balón no es lo mismo que darle pases a un toro, y es natural que una persona reflexiva como José Tomás, se lo pensara muy mucho antes de decidirse; mas, cuando lo hizo, ningún aspirante a la gloria gozó de más resuelta determinación.

     Lo cierto es que la intuición del abuelo dio en el blanco, y aquel muchacho que se fue a México para hacer novilladas sin tener que pagar por torear como le exigían en España, atesoraba un conjunto de cualidades que sólo cuadran en los pocos toreros que de época han sido. De un ser tan especial, hay quien sospecha que ni su anatomía ni su fisiología son normales, pues no tiene el corazón en su sitio y ha logrado atrofiar el instinto de conservación. Tampoco se lleva mucho con la muerte: él ha muerto dos veces y de ambas renació. Y ahí sigue, tan vivo como siempre. Sus gustos son pintorescos: le encanta hacer juegos malabares con el tiempo, para sacar de la violencia la calma; de los instantes fríos, el fuego que enciende el entusiasmo; de la rugosidad del caos, la tersura de un temple brillante y perezoso. A los vientos, también gusta de imponerles sus reglas. Todavía recuerdo, aquella tarde de agosto del año 2000, con El Puerto de Santa María desarbolado por una levantera que ponía horizontales los gallardetes de su plaza de toros. “La tarde del viento”, la llaman los portuenses. Cómo para no acordarse, con el “gazpacho” que formó el nieto de Celestino. Con el ventarrón que hacía era imposible torear… ¡para todos menos para él! Buscó el abrigo… ¡de los medios! Y allí les plantó cara a sus dos enemigos, importándole un bledo el flamear del capote, el tremolar de la muleta, que no sé cómo obedecían los toros sorteando la barriga de aquella estatua humana elevada por encima del torbellino de los huracanes. Cuatro orejas cortó el mocito, por una de Morante y nada de Joselito. Y la fecha quedó marcada a fuego en los anales de la Plaza Real y en los de la historia astral del tomasismo.

     Cuentan que, en el crudo libro de los ruedos, se dedicaba al estudio de la Ética. Tal vez de ahí le venga el exquisito uso que hace de la verdad, de la pureza y la autenticidad, para trenzar un nuevo concepto de tauromaquia. No conozco un torero más cabal, más valiente y más sublime que éste. Ni un hombre con más sentido de la libertad. Nadie que yo sepa hace tan buenas migas con la expectación, que junto a la responsabilidad y el compromiso conforman su perenne cuadrilla. Con la primera, abarrota las plazas; con la segunda, no defrauda a nadie, y con la tercera se sitúa a la altura de los sueños. Convierte en una Meca allá donde torea. Abarrota los hangares de los aeropuertos de jet privados que traen personalidades de las más altas esferas de remotos países sólo para verle torear. La reventa cotiza sus entradas como ni Madonna, ni los Rolling Stone, ni una final de Champions ni un Real Madrid-Barcelona han conseguido nunca. Yo también viví la época de El Cordobés, que fue otro que demolió cualquier frontera para la fiesta brava; pero he preferido elegir de mi anaquel a José Tomás por considerarlo más valiente aún que aquel y con mucha más clase. En cualquier caso, tanto a uno como a otro tuve la inmensa fortuna de vivirlos y disfrutarlos. Como al resto.

     Démosle, pues, de nuevo, gracias a la vida.

1 comentario:

Coronel Chingon dijo...

Enhorabuena, muy buen srticulo