Por Santi Ortiz
Si no existen caballos voladores, cíclopes o sirenas, tenemos derecho a pensar que la realidad es sólo una de las muchas caras de la fantasía y que, para pertenecer a ella, los objetos reales han tenido que superar algún tipo de discriminación, de selección, que el resto de entes posibles no ha sido capaz de satisfacer.
Por otra parte, como la inteligencia no ha podido surgir antes que la vida, ni ésta antes que la materia inerte, hemos de deducir que la realidad ha venido evolucionando a lo largo del tiempo. Y como, al parecer, esta evolución no ha hecho sino desarrollar la complejidad de la realidad, hemos de concluir que la materia culta –fruto de la inteligencia abstracta del hombre– encierra un mayor grado de complejidad que la viva, siendo ésta, a su vez, más compleja que la inerte.
Una evolución similar ha seguido la fiesta de los toros –perteneciente al mundo real y dentro de él a la materia culta–, en cuyo seno ha venido experimentando una evolución que la ha ido trasladando de lo más simple a lo más complejo en todas sus facetas y, particularmente, en lo que atañe a dos de sus pilares básicos: el toro y el toreo.
Situado en una época anterior al advenimiento del arte de la lidia, el toro es un ser vivo moldeado, al igual que el resto de especies, por la selección natural. Como herbívoro que debe cuidarse de los depredadores, ha desarrollado un sistema visual que le permite tener un mayor campo de visión lateral y hacia abajo, un finísimo oído, un buen olfato, cuatro poderosas extremidades que le facultan para una veloz –aunque no larga– carrera y una testa coronada por dos astifinas defensas que le hacen temible en un encuentro frontal.
Hasta aquí, el toro conformado por la selección natural. Veamos ahora las modificaciones que la interacción con el hombre le propicia. En la época en que se inicia el toreo a pie, la selección cultural prácticamente no ha tomado cartas en el asunto. A lo sumo, se eligen para correrlas reses de aquellos ganaderos que han dejado mejor recuerdo en festejos anteriores o que han acuñado fama por las localidades vecinas; es decir: se prefieren aquellas que suelen mostrar mayor nivel de agresividad por propiciar con tal cualidad mejor divertimento.
Es a finales de la centuria dieciochesca o a principios de la decimonónica cuando la mente del hombre comienza a romper la isotropía de la selección natural introduciendo en la existencia del toro una dirección privilegiada: la que discrimina a las reses en función de su idoneidad para la lidia. Desde el mismo momento en que el primer ganadero comienza a practicar con sus reses la simple y primitiva prueba del cesto, la selección cultural hace acto de presencia en la ganadería brava para no separarse de ella nunca más.
Una característica de este tipo de selección es que en ella las soluciones anteceden a los problemas. El hombre se anticipa a la incertidumbre del entorno, a las distintas formas en que la hostilidad del medio puede manifestarse, y busca la manera de imponerse a ellas. Es una forma de proceder que, en particular, nos ofrece como añadidura un método para asomarnos a la problemática ganadera concreta de cada época a través del proceso selectivo que en ella practican los criadores de bravo. Verbigracia: una prueba tan simple como la mencionada del cesto nos indica claramente que la única pretensión ganadera de aquel momento era averiguar qué reses embisten y cuáles no del conjunto que forman su vacada. Aún no ha llegado el momento de preocuparse por la forma en que embisten, sino si lo hacen o no. Pero cuando, más tarde, la prueba del cesto u otras similares se sustituyen por la tienta, la ganadería brava se ha situado en otras cotas más ambiciosas y de mayor complejidad. Se anda buscando ya un toro idóneo para la lidia de fines del siglo XVIII y principios del XIX; un toro que se aparta de la naturaleza para adentrarse en la senda cultural de la lidia. A partir de esos tiempos, cuando la tienta busca potenciar en el toro su sangrienta codicia en el primer tercio y la fuerza y el poderío que obliguen al torero a utilizar su valor y su técnica para poder darle muerte a estoque, la bravura y la lidia quedarán vinculadas por unos mismos rasgos evolutivos, de forma y modo que toro, torero y toreo empiezan a configurar una especie de círculo vicioso o virtuoso –al que el factor tiempo impide cerrar del todo– que persiste hasta nuestros días y en el que las modificaciones ocasionadas por una parte influyen sobre el resto, variándolo a su vez; mutua influencia que dota a cada uno de estos tres factores de carácter histórico. Particularmente, en lo que se refiere al toro, porque ese concepto –toro idóneo–, no es un concepto atemporal, sino que ha venido sufriendo modificaciones con el transcurso de la historia; esto es: ha venido experimentando cambios en función de los que, a su vez, ha sufrido el toreo y los gustos del público.
En esta historia, cabe preguntarse qué evolución ha seguido el toro, o dicho de otro modo: ¿Cómo ha evolucionado el concepto de bravura que ha ido buscando el ganadero? Tanto el toro como la bravura han experimentado una evolución paralela a la lidia. ¿Y qué evolución ha seguido la lidia?, pues la que ha venido desplazando el centro de gravedad de la corrida desde el primero al último tercio. O sea, en un principio el peso de la lidia gravitaba en el tercio de varas y en la ejecución de la estocada, suerte suprema del toreo a pie. Hoy, tras recorrer todo el proceso evolutivo, atravesando el equilibrio que supuso la Edad de Plata del toreo, el peso de la lidia recae hegemónicamente en la faena de muleta, quedando relegados a un papel secundario el resto de tercios y de suertes que componen cada capítulo de la corrida. Es evidente que el toro idóneo que el ganadero buscaba en un principio no es el mismo que el que se pretende criar hoy día; dicho de otro modo: la bravura que se perseguía en la época de Paquiro y El Chiclanero en nada se parece a la que se busca en el toro actual, de Morante o Roca Rey. La bravura que se busca en los tiempos decimonónicos y en la primera década del siglo pasado es aquella que luce con sangrienta espectacularidad en los caballos y que permite al toro llegar a la muleta con la suficiente pujanza para que, por un lado, el torero muestre su dominio y, por otro, pueda ejecutar la suerte de matar, recibiendo o al volapié. Eso es todo. Nos situamos así en la época de lo que he dado en llamar “el toro del primer tercio”.
Sin embargo, llega Belmonte –un terremoto que revoluciona los cimientos más básicos del toreo, al que mete por la senda de las bellas artes– y todo cambia. A través de la nueva tauromaquia que propone, la bravura experimenta una radical modificación, pues, a su capacidad de contribuir a la emoción del peligro como hasta entonces, deberá ahora unir la de propiciar el deleite estético. Esto significa que la bravura no puede ser ya exclusivamente enemiga del torero, sino que, para que el arte florezca, también ha de ser su colaboradora. Y fíjense lo que esto supone: ya no ocurre, como en siglos anteriores, que es el toro quien condiciona el toreo, sino que, a partir de Belmonte será el toreo quien condicione al toro, añadiéndole una problemática nueva que la selección cultural deberá superar: la de cumplir con la exigencia estética que comienza a demandar la lidia.
La tendencia que nos lleva del espectáculo recio y sangriento de antaño al más amable y lleno de gracia y belleza que se desarrolla a partir de Belmonte –y más aún a partir del peto–, tiene su reflejo en la creciente estilización y preciosismo de los modos toreros, lo que, a su vez, y en consonancia con la circularidad antes mencionada, exige un toro cada día más dócil y pastueño, que reduzca su instinto de tirar cornadas y que se entregue antes al torero. Tales requerimientos no pueden dejar de influir en los objetivos que la mayoría de los ganaderos se fijan en la tienta, mucho más estudiosa, ahora, del comportamiento de las reses en la muleta.
Situados en estas coordenadas históricas, es fácil vislumbrar el porvenir del toro y con él la evolución del concepto bravura. Los nuevos vientos de la Fiesta demandan astados que se presten, cada vez en mayor grado, a la sublimación estética. De este modo, con el tiempo, los cambios selectivos en las ganaderías se precipitan en dicho sentido hasta el punto de invertir el orden de prioridades de antiguo existente; esto es: la selección cultural vuelca su atención en el comportamiento del ganado en la muleta, en detrimento de su pelea con el caballo, la cual adolece de una creciente relajación que, a veces, puede llegar, por desgracia, a extremos indeseables cuando degenera en ese toro excesivamente dócil, sumiso, predecible; esto es: en ese toro tonto que aburre hasta a las ovejas y que permite a los toreros durar en activo más que un notario.
Desembarcamos así en el puerto del presente en cuanto a la evolución de la bravura se refiere. Hecho esto, me gustaría tratar, aunque sea someramente, de la evolución del toreo desde una perspectiva muy peculiar: la que atiende a cómo se ha desarrollado el cambio del último tercio, en cómo la selección cultural ha venido operando en la faena de muleta; pero eso, si me lo permiten, lo dejaremos para el próximo capítulo
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