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sábado, 8 de febrero de 2025

Ajenos a la guerra cultural en la que nos encontramos.

 


De la gran gala de presentación de San Isidro 2025, salió la primera Puerta Grande, para la organización del acto, y el primer petardo de la temporada, el Roca Rey y demás figuras ausentes y otras que ni lo son pero se creen que son. 

Cada uno hallará su excusa, pero no tiene perdón de Dios que se permitan no asistir al acto de la tauromaquia más importante del año, retransmitido en directo por una cadena pública (Telemadrid), capitaneado por una líder de la política que traspasa la proyección local y está a tumba abierta con los toros (Isabel Díaz Ayuso), armado por la empresa con más peso del sector (Plaza 1), enfocado por medios de todos los ámbitos al cruzarse los motivos (culturales, sociales y económicos). 

Da una idea del nivel de inconsciencia y el ombliguismo de la cúpula del escalafón, ajena a la guerra cultural en la que nos encontramos. O son más cortos que el día de Navidad. Después lloraremos por el gueto informativo al que someten al toreo.

Y, sin embargo, ahí estaba Morante de la Puebla, con toda su fragilidad a cuestas y la capa charra sobre los hombros. Doliente, sufriendo, pero al pie del cañón sin que le fueran a entregar ningún trofeo gratuito como a Roca Rey. Casi en la penumbra de la sala, entabló conversación con Albert Serra, se fotografío con todo admirador que se acercó, nos contó pesaroso cómo va el tratamiento que acaba este lunes en Lisboa, esperando ya "que baje la marea".

 Serra no hilvanó su impagable discurso contra la cultura de la cancelación, pero sí le dijo Morante que estuvo en la tarde del rabo en Sevilla y que vendrían otras todavía mejores. Y el maestro esbozó una leve sonrisa y allí estuvo, inquebrantable y aún quebrado, a un mes vista de su reaparición en Olivenza, viendo su nombre colgado en dos tardes de los carteles de San Isidro.

Por contraste, la espantada de Roca Rey se hacía sangrante. Por lo que representa. Por lo que debería ser ejercer la responsabilidad de primera figura dentro y fuera de la plaza. Por la indigencia intelectual que envuelve su ausencia. Porque el compromiso con la fiesta va más allá de tener mucha capacidad con el toro, mucho tirón en taquilla y pedir mucho dinero. Porque desprecias a la empresa que te acaba de contratar por un fortunón (alrededor de 400.000 euros por tarde) y, sobre todo, porque desdeñas a toda una presidenta de una Comunidad como Madrid que te iba a regalar un trofeo y la fotografía de la noche.

Perdió el avión, el muchacho que vino del Perú. Lo que está perdiendo es el tren, como ha escrito con acierto Silvia Lorenzo, de estar donde hay que estar, que es al frente de esta batalla cultural que combatimos en inferioridad de condiciones. Y cuando encontramos un ariete de disrupción cósmica como Tardes de soledad o un acto que, de otro modo, coloca a la tauromaquia en un plano mayor, fuera del círculo endogámico habitual, no es que haya que subirse, es que hay que abanderarlo. 


Es una verdadera pena. La libertad la entiende como un tatuaje, no como una responsabilidad. A Luis Miguel Dominguín, con quien tanto le comparan, se le iba a escapar pronto este toro.

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