Ha sido capaz de hacer de su vida un arte sublime. Un ser especial que se ha hecho necesario. Es necesario. Un ser que ha inmortalizado el toreo consagrándose para el gozo y la felicidad de los demás. Un ser como usted, maestro, tan torero como artista, tan generoso que, en su última tarde de gloria, se olvidó de su cuerpo para hacerle un guiño final a la más pura verdad de la lidia.
Me resisto a no ver más en el ruedo de una plaza de toros a quien ha hecho de la naturalidad el mayor espectáculo del mundo. Una tauromaquia basada exclusivamente en el valor y el clasicismo más puro, sin extras visuales ni otros efectos que el derivado de la torería. Pureza absoluta. A quien ha llevado el toreo en su alma componiendo su historia, descubriendo sueños y realidades. Rescoldos de su mayores ambiciones.
Tal vez sea el penúltimo ciclo del artista. Morante de La Puebla dijo adiós en el momento adecuado. Con decisión, con la cabeza alta y la mirada al frente. Lleno de gratitud y vacío de tanto toreo. Se fue liberado sin dejar nada pendiente en los ruedos de las plazas de toros. Sabiendo lo que ha hecho y lo que ha dado, Se ha ido sabiendo decir adiós. ¿Quién puede olvidar la inmensidad de una tauromaquia sublime? Tantos episodios grandiosos de apasionante toreo sucedidos en las plazas de toros. Sevilla ya le espera y los areneros de la Maestranza dispuestos están a pulirle la dorada tierra de albero.
Ahora, déjenme llorar.
Salud y larga vida, maestro.
Por Manuel Viera
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