Por Carlos Bueno
Los apoderados independientes nunca han tenido grandes despachos, ni departamentos de comunicación, ni influencia sobre las empresas que confeccionan las ferias. Lo suyo es cosa vocacional, afición pura. Son hombres que creen en un torero cuando casi nadie más lo hace, que invierten su tiempo, su dinero y, sobre todo, su ilusión en sacar adelante una carrera. Su recompensa no suele ser inmediata ni económica; su satisfacción radica en ver a su torero abrir la Puerta Grande.
Durante décadas, estos apoderados independientes descubrieron talentos, forjaron figuras y, sobre todo, mantuvieron vivo ese espíritu romántico que siempre ha distinguido al mundo taurino. Su relación con el torero era casi fraternal. Comparten ilusiones, fracasos, kilómetros y sueños, y las estrategias se trazaban con la humildad de quien confía en la verdad del ruedo.
En los últimos tiempos han aparecido apoderados que, además de representar toreros, son empresarios de plazas y, en algunos casos, también ganaderos. Conglomerados de poder que han creado auténticas “multinacionales” taurinas capaces de controlar todos los eslabones de la cadena: el toro, el cartel y el torero.
Estos grupos han impuesto un modelo de gestión que diseña temporadas “a la carta”, planificadas con precisión comercial y sin margen para la improvisación o la competencia. Los toreros de sus casas evitan enfrentarse con rivales directos, huyen de las ganaderías duras y se mueven en un circuito cerrado en el que todo parece medido, calculado y previsible.
Carteles pensados para el gran público, con nombres reconocibles para el espectador ocasional, pero carentes de aliciente para el abonado que busca emoción, competencia y novedad. El aficionado fiel, ese que sostiene la Fiesta con su abono año tras año, asiste con decepción a una sucesión de festejos previsibles.
Y mientras tanto, los toreros apoderados por profesionales independientes se encuentran cada vez con más dificultades para abrirse paso. Las puertas de las grandes ferias se cierran con sutileza pero con firmeza. No hay hueco para ellos en los carteles “cerrados”, y cuando lo hay, suele ser en condiciones desiguales. La meritocracia, que debería ser la base de la Fiesta, se ve sustituida por intereses empresariales.
Aunque suene a tópico, la separación de poderes sería lo más saludable para el futuro de la tauromaquia. Que el ganadero se centre exclusivamente en criar el mejor toro posible, que el empresario piense en ofrecer el mejor espectáculo en su plaza, y que el apoderado defienda los intereses de su torero. Cuando esos tres roles se mezclan en una misma mano, la balanza se desequilibra y los perjudicados siempre son los mismos: los toreros sin padrino y los aficionados de verdad.
El toreo necesita recuperar la emoción de los carteles que generan competencia, confieren mérito y despiertan la ilusión del público. Y, en esa recuperación, los apoderados independientes siguen siendo imprescindibles. Ellos encarnan la fe en el torero, la honradez profesional y la pasión desmedida por la Fiesta. Son la resistencia silenciosa frente al poder de los despachos.
Sin independencia no hay libertad, y sin libertad el toreo pierde su sentido más profundo, el de ser un arte imprevisible donde sólo el mérito y la verdad deben mandar.

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