Por SANTI ORTIZ.
-Vocación de figura-
Cuando vi a Roca Rey, con ese andar suyo tan firme como despacioso,
dirigirse a la puerta de chiqueros para recibir a su primer toro a portagayola,
pensé en lo claro que lo tienen los
toreros que han asumido la meta de mandar en el toreo.
Una semana antes, en su segunda comparecencia sevillana, el diestro
limeño estuvo a punto de cortar un rabo después de formar un lío clamoroso al
toro “Encendido”, de Núñez del Cuvillo, en la que tengo por faena más completa
y maciza de toda la feria a falta de la corrida de Miura. Este triunfo,
incontestable, rotundo, hubiera bastado para que muchas coletas hubiesen
levantado el pie del acelerador, dando por bueno su paso por la feria. Roca no.
Como suele contestar cuando le meten el micrófono en la inoportuna hora de
antes del paseíllo. Cada tarde es una distinta y lo que fue, fue y lo que será,
será.
Dicho de otra forma: cada vez que se abre la puerta del chiquero y un
toro salta a la arena, comienza una nueva aventura para el torero que ha de
enfrentársele. Pero Roca Rey sabe, además, que el “querer ser torero”, y más
aún el “querer ser primera figura del toreo”, no es un deseo abstracto que se
conjura en sueños, sino algo que hay que someter a examen en cada toro y en
cada corrida; es decir: es en la práctica donde el espada ha de mostrar el
grado de veracidad o falsedad de su deseo de ser.
Por eso, Roca no se conforma
ni se pone techos. Tarde a tarde, astado a astado, viene demostrándonos su
firme vocación de figura, su insobornable compromiso con el toreo y con sus
sueños de instalarse en lo más alto del Olimpo taurino. Y ahí estuvo, de
rodillas ante la ancha boca del portón de los sustos del coso maestrante, dispuesto a darse por entero frente a lo desconocido.
Y ahí estuvo, sellando su firme voluntad con una serie de largas cambiadas y
faroles que sacaron a volar por los aires de Sevilla los acordes de la música.
Y ahí siguió muleta en mano desgranando ese toreo largo, limpio, sentido y
poderoso, aunque esta vez la flojera del animal no le permitiera llevar media
muleta a rastras por el albero como acostumbra. Y ahí rubricó su obra,
tirándose muy en corto y muy derecho para cobrar un estoconazo que tiró al de
Jandilla sin puntilla.
Roca termina la feria con su cartel en alza. Ahora, como segundo plato
fuerte del año, le espera Madrid con tres paseíllos pendientes y tres hierros a
enfrentar: el de Parladé, el de Victoriano del Río, y entre medias el “hueso”
que le deparó el bombo: los cárdenos de Adolfo Martín. Tres nuevas
oportunidades para seguir haciendo ese camino al andar y continuar demostrando
que su utopía se encuentra allá donde la Historia acoge a los más grandes.
Que
tenga suerte. Lo demás –estoy seguro– lo pondrá él.
Más vale caer en
gracia…
Sevilla es novelera. Le gusta acomodar las cosas a los caprichos de su
imaginación al punto de confundir muchas veces su fantasía con la realidad. No
es algo nuevo, sino más bien una constante que se ha repetido a lo largo de la
historia las veces suficientes como para que ese talante suyo haya quedado
impreso entre sus señas de identidad. No en vano, decía de ella García Lorca
que si en el mercado del Arenal se pusieran a vender leche de golondrina, la
cola para adquirirla llegaría hasta la Plaza Nueva. Así es Sevilla.
En
los toros, le pasa igual. Lleva siglos “descubriendo” toreros, la mayoría de
los cuales ha durado un suspiro, porque los “fenómenos” que ella cree contemplar
como algo sólido e inamovible no son más que evanescentes espejismos que no
resisten el paso del tiempo.
Ahora, en la tarde del pasado viernes, ha
encumbrado a Pablo Aguado colocándolo en toda esa hipérbole donde gusta
moverse. Sevilla ansiaba encontrar entre sus hijos un torero para hacerlo suyo
y, al parecer, la búsqueda ha dado sus frutos
en la figura de este joven matador. Enhorabuena a la una y al otro.
Yo
me reservo la opinión. Con esto no quiero decir –sería una estupidez y faltar a
la verdad– que Aguado estuviera mal. Estuvo bien, muy bien, y mejor aún si tenemos
en cuenta el escaso bagaje que le asiste como matador de alternativa; pero toda
esa desmesura de público predispuesto al estado de catarsis, ese cómputo
exagerado de orejas, ese manoseo del calificativo “histórico”, ese estallido
panegirista de la crítica comparándolo con Pepe Luis, con Pepín Martín Vázquez,
con Curro, etc., etc., me parece desquiciar las cosas.
Al menos yo no lo vi
así. Cierto es que, como afirmaba Platón, no vemos con los ojos, sino con los
conceptos. Si tenemos conceptos distintos de una misma cosa, la veremos de
distinta manera. De ahí ha de desprenderse que mi concepto del toreo no
coincide con el de los enfervorizados espectadores que han visto en Aguado la
nueva leche de golondrina que hay que idolatrar.
Al torero le concedo la
naturalidad y un cierto sentido del temple, virtudes que adornan el corte
clásico de su toreo; pero no comulgo con su estética de piernas estevadas ni
con la distancia a la que se pasa los toros.
Déjenme aclarar que en mi
concepción del toreo, tengo por principio que los toros pasan muy cerca cuando
se torea de verdad; esto es: con la pureza y autenticidad necesarias.
Y ello no
obedece a un deseo torero de arrimarse, sino a que los toros pasan muy cerca
cuando se ejecutan las suertes con la debida pureza.
También distingo entre lo
que es torear a un toro y lo que es simplemente “acompañarle la embestida”. A
Aguado lo tengo encuadrado entre los diestros que son proclives a lo segundo.
En
fin, consciente de que mi opinión rema contra corriente, no es mi meta torcer
la de los demás, tan sólo aportar un grano de cordura ante tan desorbitado
entusiasmo.
Apelo a la complicidad del tiempo para que Aguado y su toreo vayan
cobrando un perfil más objetivo. Con el paso de los toros y las corridas
veremos cuánto de verdad o de espejismo tiritaban tras la apoteosis del otro
día.
1 comentario:
Muy buen comentario , muy realista y sin tapujos lo que es ha de ser.
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