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domingo, 14 de abril de 2013

El príncipe destronado


Como se dice por aquí, la primavera se había vestido de gala para recibir al príncipe de Sevilla. La tarde era espléndida, soleada, luminosa, adornada por una ligera brisa. Una temperatura ideal. Los ánimos, encendidos; la esperanza, por los cielos y los cuerpos festivos.
Así estaba la Sevilla taurina, con el pañuelo en la mano y el sueño del triunfo revoloteando por los arcos de la Maestranza cuando se abrió la puerta de cuadrillas y apareció él, José María Manzanares, vestido de celeste y oro, y la plaza entera se puso en pie para vitorear a su ídolo.
Casi dos horas y media más tarde, el torero estaba recostado sobre las tablas de la barrera, el mentón hundido en el pecho y los clarines anunciaban la salida del sexto toro. Todo había salido mal. Ni un solo recuerdo que no fuera la esperanza desvanecida, la ilusión echa añicos y los planes trastocados. ¿Qué ha pasado, por Dios?


 Si estaba Sevilla dispuesta a salir en volandas por la Puerta del Príncipe con su príncipe en brazos para mimarlo y quererlo, y entronizarlo como hijo suyo que lo considera. Nadie sabe qué ha pasado, ni el torero mismo. Lo cierto es que la luz de la tarde se ha ido y la oscuridad lo cubre todo por increíble que parezca.
 El triunfo soñado se ha tornado en fracaso real. Inexplicable, pero cierto.Es entonces cuando la plaza reacciona, se levanta toda ella y alienta a su torero con una ovación de cariño extremo. Manzanares se resiste a saludar, hundido, quizá, en su más certera intimidad, pero las palmas echan fuego y el torero levanta la vista, toma aire, recupera el ánimo perdido, aprieta el capote y, en un gesto de rabia, enfila con paso firme hacia la puerta de chiqueros, dispuesto, quién sabe, a echar un pulso a su destino.
Se arrodilló en los medios, se tomó su tiempo, rezó, se santiguó y esperó la salida de Guasón, un torete de Juan Pedro Domecq que venía para devolverle momentáneamente la sonrisa. Una larga cambiada y dos más en otros terrenos de la plaza, dos verónicas y una media de rodillas hacen estallar la alegría. El animal era un inválido y así lo demostró en el caballo, pero galopó en banderillas para que se lucieran Curro Javier y Luis Blázquez con los garapullos y Juan José Trujillo con el capote. Brindó Manzanares a su plaza y, entonces, el toro, ese blandengue animal con aspecto de novillo, vino a demostrar que era un artista de los pies a la cabeza, y embistió con fijeza, con recorrido, con suavidad, con calidad suprema, y permitió que Manzanares diera rienda suelta a su estética y dibujara muletazos largos, hondos, hermosos y magníficamente abrochados con el de pecho. Mejor por el lado derecho que por naturales, pero algunos compases de la faena encerraron una exquisita belleza. Le concedieron las dos orejas al torero y se pidió la vuelta al ruedo para Guasón, que no se concedió acertadamente porque su juego en el caballo fue muy deficiente.Un toro artista del fallecido Juan Pedro Domecq impidió la debacle del torero de Alicante.
De cualquier modo, este triunfo de última hora no puede ocultar que la encerrona de José María Manzanares en Sevilla ha sido un fracaso sin paliativos, una dolorosa decepción para sus muchos seguidores y la constatación de que este torero no está capacitado para una gesta de estas características.
Porque lo grave no es que no diera ni una sola vuelta al ruedo en los cinco primeros toros; que no fuera capaz de enjaretar una tanda airosa, que se comportara como un insufrible pinchauvas... Lo más grave es que se le vio sin ideas, con la mente obnubilada, como un pegapases cualquiera. Ya es paradójico que antes de que saliera el sexto la gran ovación de la tarde y los sones de la música se los hubieran ganado Juan José Trujillo y Luis Blázquez al banderillear magistralmente al toro de Victorino, un animal muy peligroso que se las hizo pasar canutas al jefe de filas. Fatigas de verdad pasó Manzanares con ese toro, con cara aniñada, pero con malas ideas en las entrañas. Regateó con habilidad cuando intentó pararlo con el capote, fue un manso de libro en el caballo, se adueñó del ruedo; lo dominaba todo con la mirada y, en el tercio final, fue muy exigente y desarrolló un peligro enorme, con la cara siempre a media altura y el recuerdo permanente de lo que se dejaba atrás en cada embestida. Una papeleta. El torero se zafó como pudo de los derrotes, lo mató de mala manera, y seguro que no lo olvidará en mucho tiempo.
Sevilla estaba dispuesta a sacar al alicantino por la Puerta del Príncipe
Mal estuvo Manzanares con los dos primeros, suaves y nobles, a los que toreó muy despegado, a medio gas, como dormido, con las ideas poco claras y la muleta aburrida.
El cuarto fue un inválido que debió ser devuelto a los corrales, como ocurrió con el quinto. Pareció que habría resurrección ante el sobrero, el mejor presentado de la corrida, pero solo una tanda, con la derecha y nada más. Después llegaría el aliento de Sevilla y esas dos orejas que saben a poco, a muy poco; porque era mucho, demasiado, quizá, lo que se esperaba.
De cualquier modo, vaya desde aquí el respeto y la admiración para quien es capaz de encerrarse con seis toros, aunque sean chicos, en La Maestranza y exponerse a la dura realidad del fracaso. Manzanares fue recibido con los honores de un príncipe y se dejó la corona en el albero, Si es inteligente, que lo será, aprenderá esta lección de humildad y, destronado, resurgirá como lo que es, un gran torero.
 EL PAÍS

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