Por Santi
Ortiz.
Tiene la tez de oscuro pergamino y plateadas las canas y las sienes;
conserva su figura la dignidad del viejo campesino y arrasa su mirada una
constelación de orgullos y humildades, de oscuras letanías, de la tremenda
carga de contemplar de frente aquello que le viene.
¡Qué tremenda fatiga
amancebar a diario la vida con la muerte!
¡Qué insensata demencia poner el
cementerio junto al arco del triunfo! Pegado al paladar, se le ha quedado el
regusto del miedo más valiente, y en el rictus irónico de su sonrisa grave
crepita una memoria de glorias y naufragios.
Siendo
a pie su faena, hermanó sus anales a la historia del transporte viajero. En sus
tiempos mocitos, fue a caballo o se cubrió del polvo de aquellas diligencias
que recorrían España. Más tarde, sacaría el kilométrico de los humildes trenes
de humo y carbonilla, y no dudó en hacerse a la mar –vapores transoceánicos–
para poner bandera en la América hispana. Luego vendrían los caballos del coche
sin caballos: el automóvil. Y el avión, y los trenes eléctricos y el AVE, y los
vuelos privados y esas furgonetas de ahora que parecen hoteles.
Un
peregrinaje de siglos lo contempla. Nacido del alarde, educado en las reglas,
convirtió la estocada en la suerte suprema y, aunque su meta fue siempre arrancarles
caminos de luz a las tinieblas de la incertidumbre, un día se produjo un
milagro: el misterio de la belleza vino a unirse a la estética de la bizarría,
y el temple –¡otro milagro!– le donó el esplendor del enigma del tiempo. Con
tales pertrechos, golpeó la aldaba del templo de las Bellas Artes y sus puertas
se abrieron para darle merecido aposento y justa pleitesía.
Depurado su vuelo, su firmeza, la increíble selección que ha extraído al
toro de la materia viva, para meterlo en la materia culta –pues superó a la
selección natural, la inteligencia humana–, el inaudito grado de armonía que,
en muy alto porcentaje, ha expulsado de las plazas la violencia; haber
convertido la piedra en viva llama, transmutado la lucha en un poema,
transformado la muerte en pura vida, son hazañas más propias de dioses que de
hombres.
Y sin embargo, hombres son los que las realizan. Hombres que han
dejado sus nombres para construir con ellos el castillo
de la mitología: Costillares, Pedro Romero, Pepe Illo, Curro Guillén, Paquiro, Cúchares,
El Gordito, Manuel Domínguez, El Tato, Lagartijo, Frascuelo, Mazzantini,
Guerrita, El Espartero… Dejémoslos ahí, para no traspasar el siglo XIX. Pero
han seguido cabalgando en el tiempo hasta llegar a estos José Tomás y Roca Rey
que les dan categoría al presente.
Este longevo personaje, con tez de oscuro pergamino y plateadas las
canas y las sienes, se llama Toreo. Un ser que, de la bribonería de los
mataderos donde tuvo su cuna, ha llegado, cultivándose, a un grado de
exquisitez sin par. Ha poblado de matices las relaciones de un torero y un toro
y ha encontrado en ellas la eternidad que mora en el instante. Nada hay tan
efímero como el toreo y, sin embargo, en sus cimas triunfales llega a ser
inmortal.
Es
este milagro, esta maravilla, este mundo complejísimo y profundo, en que
algunos hombres han conseguido hermanar mitología e historia a fuerza de hacer
mítico lo real, el que quieren eliminar otros hombres y mujeres que miran la
tierra y no ven más que tierra.
Sin conocimiento de causa, sin formación
taurina alguna, sin sopesar las consecuencias de su antagonismo, no les arredra
el hecho de erigirse en censores y dictar lo que debe verse y lo que no y lo único
que puede existir en un mundo que tiene el fallo de no estar hecho a su imagen
y semejanza. ¡Pobres diablos!
Siguiendo el ejemplo del Toreo, debemos seguir mirando de frente todo lo
que nos viene. Sin perderle la cara. Con el convencimiento de que estamos
tratando de preservar una cultura de siglos; una cultura única; una cultura
grandiosa, cuyo misterio se roza con las más grandes aventuras del hombre. Da
igual que mentes mezquinas quieran acabar con él, porque, hemos de saber que,
cada vez que un toro sale a la plaza, al toreo le queda todavía todo por vivir
y todo por morir.
Les guste o no.
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